La bruja. Alfredo Tomás Ortega Ojeda
seguido se desmayó. Cayendo detrás del sillón de Papá, que alarmado, la vio tendida en el suelo.
—¡Lupita!, ¡levántese!, ¿qué le pasa? —gritó Papá, asustado y colérico, soltando los papeles que tenía en la mano y agachándose hacia ella—. ¡Lupita! ¡Carajo! ¡Levántese! ¡Me lleva la jodida! —e intentó hacerla reaccionar, pero no lo logró—. ¡Auxilio, gente! ¡Lupita se desmayó! —gritaba histérico, pero nadie acudía a su llamado.
—¡Lupita, Lupita! ¡Por Dios! —exclamaba, nervioso. En ese momento, algunas cabezas se asomaron por la puerta del cubículo—. ¡Ayúdenme! —les gritó—. ¿No ven que está desmayada? —Y entonces varios se acercaron y la alzaron en vilo—. ¡Hay que llevarla al sofá! —ordenó Papá—. ¡Hablen al Seguro!
—¿Qué pasó? —preguntaban todos, y Papá se encogía de hombros.
Atraído por los gritos, el ingeniero Manzo se acercó en el momento en que llevaban a Lupita hasta el sofá. Manzo se asomó al cubículo y descubrió el auricular que colgaba del cable, chocando contra la pata del escritorio. Al levantarlo, alcanzó a escuchar una voz que gritaba.
Apurado con la inconsciencia de Lupita, Papá no se enteró que quien llamaba era el jefe de la brigada que andaba para la Costa. Con él se topó en El Zapote el chofer de la camioneta. Más espantado que un muerto reciente, tras haber librado el camión como de milagro, y ver por el retrovisor cómo éste se acostaba sobre el vacío y daba volteretas cuesta abajo. Le faltó valor para regresarse, pero se detuvo en El Zapote. Con piernas temblorosas se acercó a la brigada de la Comisión, que se había detenido allí para tomar un refresco, y les contó lo sucedido. Como su radio no tenía baterías, el jefe de la brigada corrió a la caseta e hizo la llamada que finalmente tomó Manzo, y después salió destapado hacia el lugar del accidente.
Cuando el alboroto de la llamada superó al que había armado Lupita con su desmayo, Papá preguntó qué sucedía.
—¡Es la excursión del colegio, Vale! —le informó Michel, que pasaba veloz junto al sofá—.¡Se accidentaron al subir la Cumbre!
—¡Qué bueno que yo no dejé ir a mi chamaco! —exclamó Papá sin siquiera pensarlo, y lo alcanzó a oír el gerente, que avisado por Manzo salió a tomar personalmente la llamada. Como su hijo era mi amigo, el gordo Tomás, pronto se organizó un grupo de rescate encabezado por el propio gerente. Cuerdas, palas, linternas, botiquines, todo lo que estuviera a mano fue montado en dos camionetas. Al igual que todos, Papá se ofreció de voluntario.
—¡Tú te quedas, no tienes asunto allá! —le espetó bruscamente el gerente, mientras se ajustaba un casco prestado. Y suavizando luego el tono, añadió—: Alguien debe atender el radio y los teléfonos. Avisas a Seguridad Pública, al Ayuntamiento, a la Federal, a la Cruz Roja; cuanta ambulancia encuentres de aquí a la costa, quiero que me la mandes —. Y ya en la puerta se detuvo, sin dirigirse a nadie en especial—: Todavía no avisen a mi casa.
Después de un rato que se le hizo largo, en el que cumplió uno a uno sus encargos y mandó que llevaran a Lupita al Seguro, Papá marcó a casa:
—¿Diga? —preguntó Mamá al alzar la bocina.
—¿Dónde está aquél? —inquirió Papá, sin mayor preámbulo. Aún sentía en el paladar el agrio sabor de la discusión con que se habían despedido aquella mañana.
—¿Perdón? —replicó Mamá.
—¿Que dónde anda aquel? —repitió Papá impaciente—. Te estoy preguntando.
—¿Te refieres a tu hijo? —preguntó Mamá, haciendo tiempo para descifrar por dónde venía la embestida.
—¿A quién más?, ¿dónde anda?
—Como no sabía quién llamaba —comentó Mamá, ácida y suavemente.
—No estoy para tus tarugadas —la cortó Papá—, pásamelo ya.
—Es que no está —respondió Mamá en tono de reto.
—¿Cómo que no está?, ¿qué no dije claramente que estaba castigado?
—Fue a casa de Nachito —replicó Mamá sin dejarse amedrentar. Todos, hasta Papá, sabíamos que Nachito no tenía teléfono— a copiar la tarea de Ecología. Como ya es viernes y no la ha terminado, tuve que dejarlo que fuera a copiarla. Si no la entrega el lunes, la madre lo reprueba.
—Pero yo le dije que le iba a ayudar el sábado —exclamó Papá molesto.
—Y ¿tú crees que tu hijo está tarado? —le espetó Mamá, aprovechando el movimiento en falso de Papá—. Ya no te cree ni el bendito.
—Y tú bien que te has encargado de ponerlo en mi contra, ¿verdad?
—Ni falta que hace. Tiene años de práctica, aprendió más rápido que yo a reconocer tus mentiras. Yo debí seguir su ejemplo, así me hubiera ahorrado muchos corajes.
—Mira, ahora no tengo tiempo para tus idioteces, pero ya nos arreglaremos…
—¡Nomás te advierto que si vuelves a tocarme, te las verás con un abogado!
—¡Cierra la boca! —ordenó Papá—. Sólo ve por él y dile que me llame, pero ahorita, ¿entendiste?
—¿Por qué? —preguntó Mamá—, ¿sucede algo?
—Sólo haz lo que te digo. Ya tengo que colgar.
—¿Me lo estás pidiendo por favor? —alcanzó a replicarle Mamá.
—Ya me tienes harto, es la última que te paso.
—Me arrebataste las palabras —le espetó Mamá antes de colgarle.
Papá azotó el auricular contra el escritorio, y luego se retorció ante la mordedura de la gastritis. Nadie se atrevió a acercarse para ayudarlo, y él solo tuvo que buscar una pastilla. Justo a tiempo, porque la radio comenzó a sonar. Hubiera deseado hablar a casa otra vez, para ver si yo había regresado, pero las muchas comunicaciones y su orgullo herido se lo impedían.
V
Soñaba. Soñaba yo un aroma dulce, un intenso y violentamente dulce aroma de guayabas, y al mismo tiempo un dolor como una grieta que me partía por media frente la cabeza. Soñaba que estaba trepado en un árbol, de bruces sobre una gruesa rama, con un pie colgando y el otro enredado entre el follaje, mareado por aquel olor insoportable de guayabas que desde entonces me provoca náuseas y jaqueca. Soñaba que quería moverme pero no podía moverme, pues el más leve intento resultaba en dolores todavía más grandes, y ya de suyo, estando inmóvil, no había un pedazo de mi cuerpo sin doler. Y, sin embargo, debía despertar, o cuando menos intentar moverme, pues sentía el impulso de la angustia, como asfixia de guayabas, que me empujaba a salir de allí.
La libertad vino cuando finalmente caí al suelo, rodando entre arbustos, hierbas y piedras, hasta detenerme, harto de dolor, por una segunda eternidad. Ignoro cuando y de qué manera conseguí enderezarme, pero fue entonces cuando lo vi, ladera abajo, a una distancia que se antojaba inalcanzable, patas arriba como vaca atropellada, el camión.
Sentí húmeda la frente, y al tocarla mi mano se llenó de sangre, pero aliviado descubrí que no fluía. Encorvado, di unos pasos vacilantes, y así supe que nada importante se había roto dentro de mí. Entonces, algo o alguien me impulsó a tratar de acercarme al camión. Di tantos traspiés, rodé cuesta abajo tantas veces, y tardé tanto en levantarme en cada una de ellas, que pensé que nunca llegaría.
De pronto me alcanzó un grupo de hombres que, a grandes zancadas, bajaban por la ladera. Portaban botiquines, radios, camillas y escudos de la Cruz Roja en la camisola.
—¿Estás bien? —me preguntó uno de ellos, que alcanzó a verme. Debió juzgar que mi condición no era grave, porque sin detenerse ni darme tiempo a contestarle, continuó