Etnografías nómades. Leticia Katzer

Etnografías nómades - Leticia Katzer


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no se domestican epistemológica y políticamente. En estas salidas a campear por este libro es que encuentro su valía... el goce de su lectura.

      Introducción

      Campeando se aprende.

      A casi un siglo de la aparición de los manuales y monografías etnográficas fundantes, la etnografía como propuesta metodológica y terreno de reflexión sobre la teoría de la cultura y la concepción de lo humano ha ido protagonizando profundas transformaciones respecto de su marco teórico, sus procedimientos y sus positividades. En este proceso, la crítica anticolonial de las décadas de 1950-1960 y la crítica poscolonial de las de 1970-1980 son radicalmente definitorias. Diversas lecturas han dado cuenta de los límites de este universo teórico para problematizar las mismas relaciones coloniales en las que se han visto imbricados los grupos étnicos respecto de las administraciones y de la misma academia, analizándolas como constitutivas de la textualidad colonial y como agentes decisivos en el proceso de colonización imperialista (Asad, 1973; Godelier, 1974; Wolf, 1982; Amselle, 1999 [1985]; Bazin 1999 [1985]; Clifford y Marcus, 1986). En el marco de una crítica a la relación entre antropología y colonialismo (Leclerc, 1972, Asad, 1973, Wolf, 1982, Stocking, 1991) se ubica la estructura del poder colonial como constitutiva del objeto de estudio antropológico (Asad, 1973), emergiendo el género de la noción de colonial ethnography para dar cuenta del condicionamiento de la especificidad de la producción de conocimiento y práctica etnográfica por parte de las interacciones situacionales coloniales (Stocking, 1991; Wright, 1995; Pacheco de Oliveira, 1999). Con las nociones de social situation de Max Gluckman (1987 [1958]), situation coloniale de Georges Balandier (1951), y colonial encounter de Talal Asad (1973), la etnografía como “método” comienza a desarmarse gradualmente, quitándosele su léxico positivista y su estatus de neutralidad. Ya no se lee el trabajo de campo en términos de una operación de observación (la “observación participante”) sino de una “objetivación participante” (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, 2008 [1973]), una “investigación participativa” (Fals Borda, 1992 [1980]). En este marco nace también la crítica de Writing culture (Clifford y Marcus, 1986) y de Anthropology as Cultural Critique (Marcus y Fischer, 2000 [1986]), donde la etnografía deja de definirse como mera fuente transparente de datos para pasar a entenderse como “textos”, como narrativas. Leídas en estos términos, las etnografías se construyen como el soporte de una forma específica de producción del “otro”, y son situadas en complejos contextos de relaciones de poder, de dominación y colonización. Esta línea tendrá continuidad en las producciones de Johannes Fabian (1991), Nicholas Thomas (1991), Nigel Rapport y Joanna Overing (2000), Michel-Ralph Trouillot (1995, 2003), Jonathan Spencer (2001). Para la crítica cultural en su conjunto, L’archéologie du savoir (1969) de Michel Foucault y Orientalism (1978) de Edward Said son obras llave.

      Es decir que ya no se trata de la observación de una tribu, de una “observación participante”, sino de prácticas, relaciones y procesos. La definición del trabajo de campo como “situación” resalta su especificidad política, que deviene de la puesta en escena de intereses y estrategias diversas y con frecuencia contrastantes dentro de la red de relaciones que delimita. Implica entender a los actores partícipes de la interacción como inmersos en relaciones de fuerza y de sentido, cuyas acciones, creencias y expectativas se articulan. En esta perspectiva el trabajo de campo no es considerado como experiencia iniciática que legitima la formación antropológica sino una práctica constante (Bartolomé, 2007 [2002]); tampoco un accidente episódico y fortuito que instaura una mera relación cognoscitiva, sino que los valores y saberes indígenas constituyen parte imprescindible de la construcción sociológica del sujeto observante (Pacheco de Oliveira, 2006). Así, se considera el espacio etnográfico como un espacio de producción de conocimiento conjunto (Tamagno, 2001), definido como una “coteorización” académico-indígena (Rappaport, 2005) y un proceso colaborativo (Lassiter, 2005), y las relaciones entre los interlocutores como relaciones simultáneamente balanceadas y mutables, con alteraciones y ajustes.

      A la par de estas transformaciones, el registro situado y localizado de “comunidades” que hace a la especificidad de la práctica etnográfica desde sus inicios ha tenido dos grandes mutaciones: 1) ya no se objetiva “una comunidad”, entendida como una totalidad cerrada y autónoma, sino que se objetiva una relación, y una relación de tipo colonial entre la comunidad y la sociedad global; 2) esta relación no es delimitada en tanto sistema bipolar y dicotómico –“la comunidad étnica”, entendida como una unidad (el grupo colonizado) y el “blanco”, la sociedad occidental, el Estado, el colonizador–, sino más bien como una red de circuitos diferenciados y jerarquizados que cruzan transversalmente tanto a lo que se define como “el grupo étnico” como a lo que se delimita como “la sociedad global”. Este repliegue nos convoca a preguntarnos sobre qué axiomas o síntomas filosóficos, culturales e históricos se sostiene y legitima la práctica etnográfica y a qué noción y práctica de “comunidad” y “política” la envían.

      Muchas formas de etnografías son posibles. Muchas maneras hay de concebir y vivenciar el trabajo de campo. Desde nuestra experiencia si bien no exclusiva, sí fundamentalmente centrada en el “desierto”, también llamado secano y zona no irrigada de Lavalle en la provincia de Mendoza, no nos queda duda de que se trata de un proceso y una experiencia comunitaria, cuyas cualidades en cuanto a dinámicas de relación, recursos, personalidades, posiciones sociales y sus formas de articulación delinean y posibilitan a la vez la expresión de formas específicas de pensar y estar-en-común, tanto en lo que respecta al propio espacio de campo como a los registros que de él surgen.

      Nuestra experiencia de campo es una experiencia de “desierto”, en un sentido teórico y en un sentido empírico, sensible. La etnografía en el desierto es sobre todo una “espectrografía” (como la definió Jacques Derrida, una no-ontología): nos encontramos con taperas, vestigios de ranchos con objetos diversos, de corrales; restos cerámicos, cadáveres y huellas de caminantes, difícilmente asimilables a una representación unívoca, a un cuerpo individualizado. El espacio etnográfico es un espacio trazado por múltiples huellas de “otros”; está asediado por variados fantasmas y espectros, y por ello mismo nos envía a la espacialidad del resto, del retazo, del rastro, que no es ni más ni menos que el espacio de lo común, en tanto alteridad presente-ausente. “Salir a cortar el rastro”/“salir a campear” es en el desierto lavallino la forma de interacción social posible donde las distancias entre puestos puede llegar a muchos kilómetros y, por tanto, el contacto cara a cara es casi nulo; es una forma de socializar que implica salir a encontrarse con el otro a través de sus huellas; es, entonces, salir a encontrarse con el espectro del otro, con el espectro de la itinerancia del otro, la huella que deja el otro caminante en su andar, en su campeada (Katzer, 2015). El espacio etnográfico es desierto, en el sentido de lugar de los rastros. Aquí “desierto” queda despojado de su sentido más vulgar, prejuicioso, univerzalizado y naturalizado de espacio vacío, sin vida. Sentido que instalaron las campañas de la Nación del siglo XIX y que continuaron reproduciendo los mismos antropólogos en su propia impugnación “no hay desierto”. Nosotros mantenemos una concepción afirmativa. “Desierto” es el espacio semántico y sensible espectral ajeno al logocentrismo, la apropiación, el cálculo del interés y la estructuración analítica. “Desierto” es una manera de pensar, de estar y vivir. Está lleno de vida. Es el espacio del vivir itinerante, nómade. Por ello también proponemos una etnografía nómade, del espacio de lo nómade.

      Si bien esto está muy reconocido en ciertas filosofías, el nomadismo no tiene el mismo eco en la producción antropológica hegemónica americana. En nuestro país y, nos animamos a afirmar, en toda América (excepto en la Amazonia brasileña) el nomadismo es una práctica no reconocida ni en los estudios académicos ni en los marcos jurídicos; constituye una palabra ausente. En los numerosos registros de sociedades pastoras de diferentes regiones solo se habla de “trashumancia” o simplemente de “movilidad”, no de nomadismo. Nosotros creemos que existe una distinción fundamental entre nomadismo y trashumancia. Para ello presentamos argumentos teóricos y registros empíricos. Siguiendo a Gilles Deleuze y Félix Guatarri (1980), el nómade no es trashumante ni migrante, aunque puede serlo por consecuencia o por contingencia, pero no por esencia.


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