El secreto del elixir mágico. Óscar Hernández-Campano

El secreto del elixir mágico - Óscar Hernández-Campano


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mis resultados académicos son bastantes buenos, pero si te refieres a las deducciones y a lo de la caja fuerte, te recuerdo que he crecido entre chorizos y ladronzuelos. Sé más que nadie sobre pistas y delitos. Lo llevo en la sangre, mi padre es policía, un gran policía ―aseveró―. Es el inspector Delagua.

      La sonrisa se nos borró de la cara. Aquella chica era la hija del ser más despreciable que había conocido jamás. Se lo acabábamos de decir. Y lo peor de todo era que, en aquel momento, me di cuenta de que ella me gustaba mucho.

      ―¡¿Eres hija del Cerilla?! ―preguntó Andrés sin poder contenerse.

      Le di un codazo, pero era demasiado tarde. Gabi, que aún seguía de rodillas junto a la caja, se levantó y se colocó a nuestro lado.

      ―Pues sí, soy la hija mayor del inspector Delagua, del Cerilla. Me llamo Susana. Encantada de conoceros. Daniel ―dijo mirándome, y a continuación se fijó en mis amigos―, y vosotros Andrés y Gabriel, ¿verdad?

      Asentimos acompañando el gesto de un ruido que no llegaba a ser ni un sí ni un hola ni nada con sentido, solo un sonido que decía todo y nada, que nos rendía ante Susana Delagua.

      ―Escuchadme, sé que mi padre no ha tenido muchos éxitos últimamente, pero debéis saber que fue condecorado con la medalla de oro al mérito policial hace doce años. Gracias a él conozco al dedillo el mundo criminal ―dijo para ayudarnos a sobrellevar la vergüenza que sentíamos en aquel momento―. Un día seré inspectora. Se me da bien esto, por eso creo que os vendría bien mi ayuda. Quiero unirme a vuestra investigación.

      ―Pero ¿cuántos años tienes? ―preguntó Gabi.

      ―Dieciocho. Y medio.

      ―Encima mayor de edad ―suspiró Andrés. Todos le oímos, pero ninguno le hicimos caso, ni siquiera ella.

      ―Hagamos un trato. Vosotros salís impunes de vuestro pequeño delito, y yo le demuestro a mi padre que ser mujer no me impide ser tan buena investigadora como cualquiera de sus hombres. Todos ganamos. ¿Qué decís? ―preguntó ofreciéndonos la mano extendida.

      Mis amigos y yo intercambiamos unas miradas y, sin decir palabra, acordamos aceptar su ofrecimiento. Por un lado nos sentíamos obligados a trabajar con ella, pese a que se nos haría raro que alguien extraño anduviera por allí. Sin embargo, por otro lado, me hizo muy feliz saber que íbamos a vernos a menudo.

      ―Está bien ―dije dando un paso al frente y cogiendo su mano, que sacudimos con energía al mismo tiempo―, bienvenida al Cuartel General.

      Había que ponerla en antecedentes. Gabi se ofreció para contarle toda la historia. Se sentaron en los sillones y él le explicó lo que sabíamos hasta ese momento. Ella escuchaba atentamente. Andrés y yo nos apartamos al laboratorio, desde donde los mirábamos mientras hacíamos como que poníamos en orden la mesa de trabajo. En realidad era Andrés quien la ordenaba, porque yo me quedé ensimismado observando a Susana. Me encantaba su forma de moverse y gesticular mientras escuchaba el fantástico relato, su manera de tocarse el pelo y atusárselo, su sonrisa, pero sobre todo, su mirada inteligente, despierta y vital…

      ―Dani ―dijo mi amigo dándome un pequeño codazo que me sacó del encantamiento―, ¿ya te has enamorado?

      ―No, no ―disimulé―, pero es que es muy guapa.

      ―El amor… ―suspiró mi amigo―. Siempre llega en el momento más inoportuno. Olvídate de ella. Es mayor que tú, y una pitagorina, como Gabi. No es tu tipo, para nada.

      ―¡Andrés! Que no es nada de eso. Es una chica lista y guapa. Me parece interesante, nada más. Tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos.

      ―Vas a hacerme llorar. Mentiroso. Veo corazoncitos revoloteando a tu alrededor ―se burló mi amigo haciendo como que atrapaba pequeños corazones sobre mi cabeza.

      ―Bueno, vale ya ―dije dándole un empujón amistoso, sin poder evitar que una sonrisa bobalicona se me dibujara en el rostro―. Sigamos a lo nuestro, que nos va a oír.

      Mientras acabábamos de ordenar el laboratorio, Gabi terminó de contarle lo que nos había revelado mi padre en el hospital. Después nos reunimos de nuevo los cuatro.

      ―Y ¿bien? Dinos, Susana, ¿qué te parece el lío en el que estamos metidos? ―le pregunté esperando que no tuviera respuesta.

      ―La verdad es que todo es muy raro, pero estoy intrigada y me muero de ganas por averiguar más. Debemos centrarnos en encontrar a ese Lang Ching y que nos haga un mapa para llegar a la Fuente. Quizá en la base de datos de la comisaría haya algo ―dijo volviendo a sorprendernos―. Vamos, chicos, la información está ahí fuera, solo hay que salir a buscarla.

      ―Las enciclopedias solo mencionan la Fuente de la Juventud como mito. Hablan de las leyendas y de los poemas que se escribieron sobre ella ―señaló Gabi, pensativo.

      ―Si el padre de Dani pudiera recordar… ―suspiró Andrés.

      ―Tal vez pueda… ―sugirió Susana de forma enigmática, llamando nuestra atención―. Veréis, a mí siempre me ha despertado la curiosidad todo lo relacionado con la parapsicología y el esoterismo. Da la casualidad de que hace unos meses asistí a un curso sobre estos temas. Hice amistad con la profesora; una gran profesional de lo paranormal y una mujer extraordinaria. Sabe muchísimo sobre ocultismo, nigromancia, videncia… En resumen: es una bruja; pero una bruja buena. Se llama Úrsula. Y lo más importante, es maestra en hipnotismo. Estoy segura de que podrá hacerle recordar algo a tu padre.

      ―Eso no son más que bobadas y supercherías ―espetó Gabi con vehemencia―. Como científico no puedo aceptar las artes del ocultismo: para mí son solo cuentos de hadas.

      ―No dirás eso cuando Úrsula te muestre sus poderes. De todas formas, creo que no se pierde nada por probar, ¿no estáis de acuerdo?

      Decidimos intentarlo, aunque puse como condición que pasásemos primero por el hospital para preguntarle a mi padre si estaba dispuesto a someterse a una sesión de hipnosis. Todos estuvieron de acuerdo. Así que guardamos de nuevo la flecha, el mensaje y los papeles en la caja fuerte y salimos hacia el hospital. Susana iba en una motocicleta azul que había dejado escondida detrás del Cuartel General.

      Ya bajábamos la colina cuando me percaté de algo extraño.

      Capítulo Nueve

      el cazador negro

      Era media tarde. Estábamos bajando de la colina donde se ocultaba el Cuartel General. La carretera no era muy ancha y estaba en mal estado, con un asfalto antiguo por cuyas grietas despuntaba la hierba. No íbamos muy deprisa; el paseo hasta el hospital era largo aunque muy agradable: amigos, buen tiempo, un hermoso paisaje y juventud. Circulábamos en parejas: Susana y Gabi, delante; Andrés y yo, detrás, a unos metros. Recordé que Gabi me había dicho que había instalado nuevos dispositivos en la Special Bike. Presioné un botón verde e inmediatamente se iluminó una pequeña pantalla esférica. Era el nuevo radar. Junto al punto central, que era mi bicicleta, aparecieron tres puntitos blancos, que debían de ser mis amigos. Pero entonces vi otra cosa que me preocupó.

      ―¡Gabi! Creo que viene alguien siguiéndonos. Hay una luz detrás de nosotros y viene más o menos a la misma velocidad. Se mantiene constante ―le informé, sin quitar ojo de la quinta lucecita.

      ―Lo comprobaremos aminorando y viendo si el que viene detrás lo hace también ―propuso el inventor.

      Redujimos la velocidad y enseguida comprobamos, después de una curva que nos ocultó a la vista de nuestro perseguidor, que una enorme limusina de color negro metalizado, con los cristales tintados y sin matrícula, nos seguía a poca velocidad. Debido a la curva, no se percató de nuestra maniobra y se vio descubierta. Lejos de intentar disimular, el coche aceleró de improviso y se lanzó hacia nosotros.

      ―¡¡Corred!! ―gritó Susana acelerando.

      Huimos lo más rápido que pudimos de las fauces de aquel cazador negro que amenazaba


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