El secreto del elixir mágico. Óscar Hernández-Campano
de acuerdo. Sea quien sea debemos entrar y enfrentarnos a él. Somos tres y Andrés vale por dos, así que es como si fuésemos cuatro ―me avine.
―Habrá más de uno, y seguramente tendrán armas ―repuso Gabi, diciendo en voz alta algo que ya habíamos pensado los tres.
Durante unos instantes cruzamos nuestras miradas nerviosas. El miedo a enfrentarnos a aquellos que habían atacado a mi padre nos mantuvo ocupados un rato, haciendo conjeturas acerca de la identidad de los allanadores de nuestra cabaña. Gabi propuso volver a la ciudad y avisar a la policía. Andrés replicó que si pedíamos ayuda nos arriesgábamos a que los intrusos se marcharan mientras íbamos y volvíamos, y que, además, era probable que la policía registrara el Cuartel General y hallara la flecha y la nota ensangrentada. Tenía razón: no podíamos avisar a nadie. Debíamos encarar aquella situación nosotros solos.
Cogimos sendas ramas a modo de bate y, sigilosamente, nos dirigimos hacia la puerta principal. Caminamos deprisa, de puntillas, avanzando de árbol en árbol, para aproximarnos sin ser vistos. Andrés iba en primer lugar porque su tamaño infundía más respeto. Desde un viejo olivo, muy cerca de la puerta, corrimos hasta la cabaña. Andrés y yo nos pusimos de espaldas a la pared, a la derecha de la puerta, y Gabi hizo lo propio, en el lado izquierdo. Con gestos y sin hacer un solo ruido, conté hasta tres y, entonces, mi musculoso amigo dio una violenta patada a la puerta, como las que solía dar en sus entrenamientos de artes marciales, abriéndola de golpe hasta atrás. Andrés entró gritando a la cabaña, enarbolando el palo con ambas manos, dispuesto a aporrear a cualquiera que se encontrase en su camino. Un segundo después, Gabi y yo lo seguimos.
Nos encontrábamos en medio de la habitación principal, blandiendo nuestras ramas, sin resuello y esperando que nos atacaran en cualquier momento. Entonces, envueltos en el más absoluto silencio, descubrimos que todo estaba en orden. Gabi comprobó que su laboratorio estaba como él lo había dejado.
―Chicos ―dijo Andrés, aliviado―, aquí no hay nadie.
―¡Hola! ―saludó alguien desde lo alto de las escaleras.
Los tres gritamos dando un salto hacia atrás.
―Vaya unos miedosos que estáis hechos ―dijo la misma voz femenina mientras descendía lentamente, peldaño a peldaño, las escaleras de caracol.
La cabaña quedó en silencio. Solamente se oía el crujir de los escalones conforme descendía aquella desconocida de la que solo alcanzábamos a ver las piernas. En unos segundos, se detuvo al pie de la escalera sonriéndonos.
―¿A que jamás hubieras imaginado encontrarme aquí? ―me preguntó con aquella voz angelical que se me había quedado grabada en la mente desde la noche anterior.
―¡Dani! ―exclamó Andrés―. ¿Es, es, es la…?
―¡Calla! ―grité tapándole la boca a mi amigo―. No digáis nada.
―Vamos, entre amigos no tenemos secretos. Efectivamente, grandullón, soy la secretaria que pilló a vuestro amigo Daniel Monreal en la sala de archivos de la comisaría, anoche, hacia las diez y cuarto ―dijo aquella chica mirándome a los ojos―. Y vosotros dos debéis de ser los cómplices del señorito guantes de látex. Sí, los que representasteis ese espectáculo tan divertido que distrajo a todos los agentes mientras Daniel se colaba en el almacén ―añadió, y mis amigos y yo nos miramos con el corazón en un puño―. Entre los tres robasteis el arma de un crimen; ¿no sabéis que eso es un delito? ―preguntó en tono jocoso pero amenazante.
No fuimos capaces de articular ni una sola palabra. La secretaria hablaba con una gran seguridad en sí misma. Nos observaba en silencio, con las manos en jarra y la cadera algo ladeada, apoyando todo su cuerpo en la pierna izquierda, mientras mantenía la derecha relajada. Vestía un pantalón vaquero corto, una blusa blanca y calzaba unas zapatillas deportivas tan blancas como la nieve. No era muy alta y estaba en forma. Su rostro me pareció tan digno de un ángel como su voz. Tenía los ojos grandes, expresivos, del color de la miel. Su piel era clara, cuajada de pecas, y su cabello, cobrizo, liso, no muy largo. Dejé caer el palo al suelo. El estruendo hizo que mis amigos reaccionaran.
―No puede ser, ¡no puede ser! ―exclamó Andrés―. ¿Cómo has dado con nosotros?
―Calla, Andrés. No tiene pruebas de nada ―aconsejó Gabi, desafiándola.
―¿Queréis calmaros, por favor? ―nos pidió, acercándose a uno de los sillones y sentándose en el apoyabrazos―. Puedo daros una explicación ―comenzó despertando nuestro interés e invitándonos a tomar asiento con una señal; cosa que hicimos sin rechistar―. Veréis, en primer lugar no necesito tener pruebas materiales de que él ―dijo señalándome― fuera quien entró en el archivo. Estoy segura de que si mis colegas registran vuestra… ―añadió mirando a su alrededor― casita, encontrarán la flecha que robasteis anoche. Y quién sabe qué más. En segundo lugar, cuando me enteré de que se trataba de la misteriosa saeta que casi mata al eminente estudioso Eduardo Monreal, pensé que aquel muchacho asustado que se había colado en la comisaría tenía que ser el mismo que se la había pedido con insistencia al comisario. Llevo toda la vida rodeada de delincuentes de la peor calaña y los distingo a la legua. Y tú, cariño, no eres uno de ellos. Lo vi claro, anoche; por eso no te delaté ―explicó mirándome con una ternura que me sorprendió―. Así que esta mañana he hecho algunas averiguaciones, unas llamadas y he descubierto este refugio infantil ―relató con una mueca divertida que contrastaba con el enfado que dominaba a Gabi, con el pánico que se estaba apoderando de Andrés, y con las sensaciones contradictorias que se habían adueñado de mí―. Y en tercer lugar, no sois los únicos que sabéis forzar cerraduras ―concluyó sonriendo, enseñándonos un juego de ganzúas.
―No nos denuncies, por favor. No sabes de qué va todo esto ni lo que está en juego ―le pedí finalmente cuando fui capaz de reaccionar.
―No pensaba hacerlo, de momento ―matizó―. Siento curiosidad. Quiero saber qué se os pasó por la cabeza para hacer la estupidez de anoche.
―Y yo quiero saber por qué le mentiste a la policía ―le dije, recordando lo que nos había contado el inspector―. No llevaba puesta ninguna máscara.
―¡Vaya! ―exclamó sorprendida―. Eso parece una confesión.
―Dejémonos de juegos. ¿Qué quieres de nosotros? ―la desafié.
―Poca cosa ―respondió tras ponerse en pie, caminando de forma distraída por la cabaña―. Quiero que me contéis lo que está pasando.
―Nada. Robamos la flecha porque pensábamos investigar por nuestra cuenta. El inspector Delagua es un incompetente ―le espetó Andrés tratando de evitar que se enterase del misterio en el que estábamos involucrados.
―Mientes muy mal, grandullón ―dijo dirigiéndose al lugar donde teníamos escondida la caja fuerte―. ¡A mí no me la dais! Así que no pasa nada, ¿eh? Entonces, explicadme por qué tenéis todos estos papeles escritos con extraños mensajes, con datos sobre el Tíbet, con leyendas mágicas…
―¡Será…! ―exclamó Andrés.
Gabi corrió hasta la caja fuerte y comprobó atónito que la puerta había sido abierta usando la clave. De rodillas, ante la joven y nosotros, la miró con rabia.
―¿Cómo es posible que en tan poco tiempo hayas descifrado la combinación? ¿Sabes cuál es la probabilidad de acertarla? Teniendo en cuenta… ―iba a explicar Gabi cuando fue interrumpido.
―Teniendo en cuenta que son cinco ruedas con diez números cada una, la probabilidad es de una cada 100 000. Pero este modelo de caja fuerte no permite repetir números, de manera que la probabilidad se reduce a una entre 30 240. Finalmente, me decanté por combinaciones sencillas, poniendo fechas conmemorativas. Por vuestra edad decidí poner en primer lugar el mes y luego el año de nacimiento, 1972 o 1973. Al no acertar, deduje que esta caja había sido programada por alguien con un poco más de mollera. Me fijé en el retrato de Albert Einstein ―añadió señalando