El secreto del elixir mágico. Óscar Hernández-Campano

El secreto del elixir mágico - Óscar Hernández-Campano


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no le diré la verdad. Lo que sí os exijo es que devolváis la flecha y la nota a la policía. Hacedlo de manera anónima, pero hacedlo. La policía se encargará de las investigaciones y, con suerte, vuestra participación quedará olvidada y archivada.

      ―Señor Monreal, ¿cree de verdad que la policía descubrirá algo? ―preguntó Gabi.

      ―Bueno, la verdad es que no lo sé. Lo único que tengo claro es que no quiero que os pase nada. Prometedme que devolveréis las pruebas ―insistió.

      ―De acuerdo, lo haremos ―dije tras un momento de silencio durante el cual mis amigos y yo nos miramos con intensidad―. Pero, papá, tienes que saber que el mensaje, la advertencia, está escrita con sangre ―añadí.

      ―Razón de más para que la devolváis. Ellos la analizarán. Quizá haya otras víctimas de las que no sabemos nada. Es un asunto muy peligroso ―aseguró mi padre intentando concluir la conversación―. Bueno chicos, ya sabéis lo que tenéis que hacer. Ahora marchaos; van a venir a hacerme la cura.

      ―¡No! ―protesté―. No nos iremos hasta que acabes de contarnos lo que ibas a decir cuando entró el inspector. Continúa, por favor.

      Mi padre bajó la mirada. Daba la sensación de que tenía miedo, miedo de hablar, de revelarnos aquel secreto, el verdadero motivo oculto tras el atentado, tras su viaje, tras sus mentiras. Me miró, luego a Andrés y a Gabi. Parecía no decidirse a hablar. Nos volvió a mirar, escudriñando nuestros rostros, debatiéndose entre decirnos una verdad que nos iba a empujar hacia peligros inimaginables o mentirnos para tratar de alejarnos de un riesgo que tarde o temprano nos alcanzaría. Nuestra expectación se dibujaba en el rostro. Finalmente, cuando comprendió que persistiríamos hasta conocer la verdad, se decidió a hablar.

      ―De acuerdo ―comenzó―, ¿habéis oído hablar de la Fuente de la Eterna Juventud?

      Capítulo Siete

      más sorpresas

      Nos quedamos perplejos. No podíamos asimilar lo que nos acababa de revelar mi padre. Él nos miraba sonriendo y en silencio, aliviado en cierto modo. Con la mirada todavía perdida, me senté en la silla que había junto a la cama, tanteándola con los dedos, sin verla. Gabi movía las manos como si estuviese palpando algo con la punta de los dedos; miraba hacia abajo, con la mirada extraviada y balbucía palabras sueltas, ininteligibles. Finalmente, comenzó a dar pequeños pasos en círculo hasta que se volvió hacia mi padre y, con los ojos abiertos como platos, con la misma mirada alegre y triunfal que ponía cada vez que inventaba algo, rompió el silencio exclamando:

      ―¡¡La Fuente de la Juventud!! ¡El elixir de la vida eterna, de la eterna juventud! El tesoro más buscado de la historia de la humanidad, el objeto más codiciado por reyes, emperadores, faraones, caudillos y por todos los dignatarios y poderosos del mundo… Pero ¿no estaba en la Atlántida? ―preguntó recordando viejos conocimientos adquiridos en sus largas estancias en la biblioteca.

      ―Eso pensaba yo ―contestó mi padre, contagiado de repente por la excitación que nos embargaba―. Todas las referencias históricas, literarias y mitológicas la situaban en el continente legendario de la Atlántida. Sin embargo, está en el Tíbet. Yo la vi. ¡La vi con mis propios ojos! ―exclamó.

      ―¡¿Dónde?! ¡¿Dónde?! ―preguntamos los tres a coro―. ¡¿Dónde está?!

      ―No lo sé. No recuerdo el lugar exacto ―admitió, derrumbándose en su cama―. Sé que era un templo, o un monasterio, pero he olvidado casi todo.

      ―¡¿Cómo que no lo sabes?! ―pregunté sorprendido y frustrado―. Eso no se puede olvidar. Una cosa así no se puede olvidar. ¡Es imposible!

      ―Veréis ―dijo lacónicamente tratando de darnos una explicación―, apenas la recuerdo, pero sé que justo después de verla, cuando todavía la tenía ante mí, alguien me golpeó en la cabeza. Caí al suelo aturdido y acto seguido me obligaron a beber algo que debe de haberme hecho olvidarlo todo: dónde está, cómo llegar hasta allí, las pistas que seguí, con quién hablé, todo ―repitió, y vi la angustia que le producía bucear en la sima oscura en que se había convertido su memoria.

      ―Pero, entonces, ¿por qué le advierten que no busque la Fuente si lo ha olvidado todo? ―preguntó oportunamente Andrés.

      ―Bueno, no llegué solo hasta la Fuente de la Juventud. Me acompañaba un muchacho tibetano. Cuando recobramos el sentido, embarcados en un vuelo rumbo a Occidente, me contó que a él también le habían hecho beber algo que había nublado su memoria. Aunque parece que no bebió lo suficiente para olvidarlo todo, y me contó lo que recordaba. Me ayudó a rescatar imágenes sueltas, fragmentos del viaje. Como me dolía mucho la cabeza, no sé si por el golpe que me dieron o si debido al brebaje que me hicieron ingerir ―prosiguió narrando mi padre―, decidí dormir un rato. Cuando desperté, mi amigo había desaparecido. Quizá los mismos que nos golpearon junto a la Fuente volaban con nosotros para vigilarnos y lo secuestraron. No lo sé. Una vez de vuelta en casa me puse a investigar. Tenía que dar con ese muchacho y, sobre todo, tenía que encontrar la Fuente de la Juventud. Supongo que me vigilaban también y que de ahí proviene la advertencia.

      ―No lo comprendo ―dijo Andrés verbalizando sus pensamientos―. Si esas personas poseen la Fuente de la Juventud, ¿por qué no quieren compartirla con todo el mundo?

      ―Es obvio ―señaló Gabi―. Si la gente se entera de que en el Tíbet está la Fuente de la Eterna Juventud cundirá el caos. Imaginad cómo reaccionarían los gobiernos del mundo, empezando por el chino. Se destruiría todo lo que hay allí. Construirían hoteles, balnearios, tiendas… Estallarían guerras. Por no hablar de las repercusiones económicas que ello tendría: ¿cuánto pagaríais por ser eternamente jóvenes? ¿Quién tendría acceso al elixir?

      Por un momento guardamos silencio intentando comprender la magnitud del descubrimiento y la importancia que tenía guardar el secreto que acabábamos de conocer. Gabi tenía razón; debíamos ser muy cuidadosos.

      ―Dígame, señor Monreal ―dijo Andrés―, ¿cómo es la Fuente? ¿Es un caño que brota de la montaña? ¿O algo enorme tipo la Fontana di Trevi?

      ―Ojalá lo recordara ―respondió entristecido mi padre―, pero apenas me quedan imágenes en la mente. Por eso quería encontrar a Lang Ching, el chico tibetano que me ayudó a encontrarla.

      ―¡Bien! ―exclamé animado― Entonces hablaremos con él.

      ―Por desgracia ―se lamentó cabizbajo mi padre―, como os he dicho, desapareció. Y no he podido encontrarlo. Desde que regresé he estado haciendo llamadas, pero ha sido inútil. Es como si nunca hubiera existido. Tal vez sea mejor así. Es muy peligroso; esa gente no se anda con bromas. No quiero que lo busquéis ―nos ordenó―. Lo mejor es dejarlo así. Vais a devolver la flecha y la nota, y os iréis a jugar a cosas de vuestra edad ―concluyó de manera categórica.

      ―No, señor, lo siento pero no ―resolvió Gabi, y los demás asentimos―. Aunque como científico me cuesta creer en estas cosas, deseo conocer la verdad.

      ―Chicos…

      ―Papá, ¿crees en serio que se van a detener ahí? Si te han estado siguiendo ya sabrán que la flecha ha sido robada. Y si son un poco más eficientes que el Cerilla, ya habrán averiguado que la tenemos nosotros.

      ―Y que tenemos la nota también. Seguro que estaban vigilando cerca del lago ―observó Gabi.

      ―Y que hemos traducido el mensaje ―añadió Andrés.

      Mi padre nos miró alternativamente, viendo la determinación en nuestros ojos, en nuestros rostros, y la voluntad inquebrantable que nos movía.

      ―Hay otra persona. Alguien que puede ayudaros. Fue quien me habló de la Fuente por primera vez. Recuerdo que me puso en contacto con Lang.

      ―¿Quién es? ―preguntó Andrés, impaciente.

      ―Casi no la recuerdo. Es una mujer, una mujer con el cabello


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