El secreto del elixir mágico. Óscar Hernández-Campano

El secreto del elixir mágico - Óscar Hernández-Campano


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denunciarme, y de que, sin embargo, no había salido tras de mí, gritando y acusándome. De repente la puerta del copiloto se abrió y yo solté un alarido, asustado.

      ―Cálmate, Dani, somos nosotros ―dijo Andrés, esbozando una sonrisa―. Ha salido todo como lo habíamos planeado, ¿verdad?

      ―¿Qué tal, Daniel? ―preguntó Gabi montando en el asiento trasero tras colocar la bicicleta en la parte descubierta del todoterreno―. ¿Cómo te ha ido? ¡Menuda cara llevabas cuando has salido!

      ―¿Vosotros estáis bien? ―pregunté en un susurro.

      ―Sí, sí, nosotros bien. Cuando te hemos visto salir nos hemos reconciliado y nos hemos disculpado. Así que nos han dejado marchar.

      ―¿Ah, sí? ¡Qué fácil! ―ironicé―. Pues a mí no me ha ido tan bien.

      ―¿Qué ha pasado? ―preguntó Gabi con preocupación―. ¿No has conseguido la flecha?

      ―¡Aquí tienes la maldita flecha! ―exclamé lanzando al asiento trasero la bolsa de plástico donde la guardaba―. Será mejor que nos larguemos ―añadí arrancando el motor.

      ―¿Qué te ha pasado? Cuéntanoslo ―me pidió Andrés.

      Mientras conducía hacia el Cuartel General les expliqué lo sucedido en el archivo de pruebas. Gabi se quedó pensativo y Andrés comenzó a lamentarse porque ya se veía entre rejas como cómplice del delito que yo había cometido.

      ―Daniel, comprueba si nos sigue alguien ―me pidió Gabi.

      ―¿Seguirnos? ―pregunté sintiendo que los nervios volvían a apoderarse de mí―. Creo que no ―respondí tras escrutar por los espejos retrovisores la carretera que quedaba a nuestras espaldas y comprobar que estaba despejada―. ¿Por qué no me ha delatado? ¿Por qué no ha salido dando la voz de alarma? ―me pregunté en voz alta, descargando mi temor sobre el volante en un golpe.

      ―A lo mejor la has empujado tan fuerte que la has matado ―aventuró Andrés provocando una estruendosa carcajada en Gabi y poniéndome aún más nervioso―. Lo digo totalmente en serio, chicos. A ver, Dani, ¿la viste levantarse?

      ―No, pero…

      ―¡Ay, madre mía! ―exclamó Andres―. ¡Somos asesinos! ¡La has matado!

      ―¡¿Qué dices?! ―protesté a punto de caer en la histeria―. No, ¡no! No la he empujado tan fuerte… Yo…

      ―Ha podido golpearse la cabeza con un archivador… ―imaginó un Andrés desesperado.

      ―¡Basta! ¡Basta ya! ―chilló Gabi tratando de evitar que cundiese el pánico―. No le hagas, caso, Daniel. No has matado a nadie ―intentó tranquilizarme Gabi al tiempo que me apretaba el hombro para que sintiera un alivio que no lograba vislumbrar―. Ya nos enteraremos de qué ha ocurrido. Es solo cuestión de tiempo ―insistió mi amigo tratando de mantener la calma en aquel coche que atravesaba la noche a toda velocidad.

      Llegamos al Cuartel General en unos minutos. Rápidamente y en silencio, guardamos la flecha en la caja fuerte, dejamos la Special Bike en el laboratorio y escondimos los guantes, la linterna y las ganzúas en el fondo de un cajón. Gabi decidió quedarse a dormir en el cuarto de arriba y, como yo seguía muy alterado, le pedí a Andrés que viniera a dormir a mi casa. Aquella noche necesitaba sentirme protegido, y la compañía de mi amigo siempre me había calmado.

      Al filo de la medianoche aparqué frente a mi porche. Entramos en silencio y, sin apenas hablar, cosa harto complicada tras la aventura vivida, nos fuimos a dormir. Sacamos la cama supletoria que había bajo la mía. Andrés se durmió enseguida. Yo no conseguía conciliar el sueño, así que, tras dar varias vueltas y obsesionarme con el silbido que producía la respiración de mi amigo, que dormía plácidamente, me levanté y bajé a la cocina para beberme un vaso de leche caliente. Lo tomé en silencio, incapaz de deshacerme de aquel desasosiego que me torturaba. Sentía una extraña presión en el pecho, una corazonada que me impedía pensar con claridad. Pero, sobre todo, me acechaban las preguntas sin respuesta: quién había disparado a mi padre, por qué habían intentado matarlo y qué había detrás de todo eso.

      A la mañana siguiente me desperté bastante tarde. Un ruido me sacó del sueño. Salté de la cama sobresaltado. Agucé el oído y me tranquilicé al distinguir las voces de Andrés y de mi madre, que habría vuelto del hospital y se habría encontrado a mi amigo atiborrándose en la cocina. Aquellas voces familiares me calmaron, así que decidí darme una ducha antes de bajar a desayunar. Cuando entré a la cocina, tuve que inventarme una historia que explicase por qué Andrés se había quedado a dormir. Le conté a mi madre que habíamos salido a dar una vuelta la noche anterior, que se había hecho tarde, que Andrés me había acompañado a casa y que, como vio que lo estaba pasando muy mal por lo de mi padre, no había querido dejarme solo. Mi amigo asentía rítmicamente sin dejar de comer las magdalenas que había encontrado en un armario. Mi madre le dio las gracias y le animó a comer una más, cosa que hizo encantado.

      Por fin, cuando se acabaron las magdalenas, nos marchamos, no sin antes llamar a casa de Andrés para tranquilizar a sus padres. Caminamos hasta el Cuartel General. Yo no tenía muchas ganas de hablar, en cambio, Andrés no callaba. Me explicó que había ideado un plan para huir del país y empezar una nueva vida en Sudamérica trabajando en un chiringuito de alguna playa tropical. Viviríamos preparando cócteles y tocando música con unos instrumentos hechos de cocos. Yo asentía a todas sus rocambolescas ideas deseando llegar cuanto antes a nuestro refugio. Eran más de las doce cuando divisamos la cabaña. Gabi estaba junto a la entrada, enfrascado en la reparación de mi bicicleta.

      ―¡Hola, dormilones!

      ―Perdona, Gabi, necesitábamos descansar y pasear.

      ―Y desayunar bien ―añadió Andrés.

      ―Pues yo he estado toda la mañana investigando ―nos informó poniéndose en pie, limpiándose las manos con un trapo e invitándonos a acompañarlo dentro con un gesto de la mano―. Ya verás la Special Bike cuando la acabe; le estoy instalando nuevos dispositivos, incluso un radar.

      ―¿Un radar? ―preguntó Andrés―. ¿Para qué necesita Dani un radar? ¿Por si le disparan misiles?

      ―¡Qué exagerado eres! ―protestó Gabi y, centrándose en el tema que lo ocupaba, continuó―: Dani, la aventura de anoche ha resultado ser vital para resolver el misterio. Verás, resulta que…

      ―Un momento ―lo interrumpí―, lo que hicimos anoche es grave. Estoy preocupado por aquella oficinista. Si está bien y me denuncia, mal, pero si le hice algún daño, será mucho peor.

      ―Si no te ha denunciado ya es que está fiambre ―dijo Andrés.

      ―¿Quieres parar de decir eso? No puede estar muerta. No la empujé tan fuerte ―insistí―. No soy tan bestia como tú.

      ―Tranquilizaos, chicos. Tengo información. Si me prestáis atención os la cuento.

      ―Está bien, Gabi; te escuchamos ―suspiré.

      ―Por lo que he podido averiguar ―prosiguió mi amigo―, no se ha denunciado ningún crimen en la comisaría, ni ningún ataque violento; así que nadie ha muerto ni ha resultado herido ―remarcó mirando a Andrés por encima de sus gafas―. Sin embargo, se ha descubierto que alguien entró en los archivos y se llevó la prueba de un intento de asesinato. Deduzco que aquella secretaria no te delató a propósito. Sus razones son aún un misterio.

      ―¿Cómo te has enterado de todo eso? ¿Has pirateado la frecuencia de la policía?

      ―Ha sido más simple que eso; lo han dicho en la radio. En las noticias han hablado de un robo en la comisaría, pero no se sabe cuántas personas intervinieron en él. El inspector Delagua ha dicho en antena que él personalmente se encargará de la investigación del robo.

      ―¡¿El Cerilla?! ¡Bien! ―exclamó Andrés aliviado―. Entonces ya no tenemos de qué preocuparnos: el astuto


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