El secreto del elixir mágico. Óscar Hernández-Campano

El secreto del elixir mágico - Óscar Hernández-Campano


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A lo mejor Gabi se ha dejado la puerta abierta.

      Nos acercamos con cautela, blandiendo unas ramas, y abrimos la puerta hasta atrás procurando no hacer ruido. Pero la suposición de que no había sido más que un descuido de nuestro amigo se esfumó enseguida. Lo que vimos nos dejó de piedra. Parecía como si un ciclón hubiera entrado en la caseta. Los sillones estaban volcados, las mesas patas arriba y el contenido de los cajones esparcido por el suelo. Las bombillas que colgaban del techo y que estaban conectadas a los cables del tejado estaban rotas, y el ordenador y la máquina de escribir habían desaparecido. La imagen era desoladora.

      ―¡¡La caja!! ―exclamó entonces mi amigo―. ¡Dani, la caja, la caja fuerte! ―repitió dirigiéndose al lugar donde escondíamos los ahorros comunes que íbamos aportando entre los tres para comprar comida, bebida o cualquier otra cosa que precisáramos en nuestro refugio, y que teníamos escondida en un hueco de la pared, detrás del sofá―. ¡Está abierta! ¡Vacía! ¡¡Maldita sea!! ―exclamó Andrés, dominado por la furia.

      Tras un momento de silencio, el mismo pensamiento nos vino a la cabeza: el piso superior. Nos dirigimos rápidamente a las escaleras y, cuando íbamos a subir, una especie de alarido horrible nos detuvo. Alguien bajó las escaleras gritando y corriendo. Su cara no era normal, estaba deformada y resultaba monstruosa. Aquel ser se movía constantemente, como si sufriera espasmos, vociferando palabras sin sentido. No se detuvo; nos arrolló y nos tiró al suelo, sin que fuéramos capaces de reaccionar.

      Cuando estaba a punto de escapar, Andrés lo agarró de un tobillo. El espantoso intruso perdió el equilibrio y cayó de bruces junto a la entrada. Entonces me levanté de inmediato y me lancé sobre él, inmovilizándolo. Mi amigo, furioso, se incorporó y lo amenazó con una de aquellas ramas, dispuesto a golpearlo.

      ―¡Suéltame, Daniel, soy yo! ¡Suéltame! ―exclamó el extraño―. ¡Soy yo! ¡Soy Gabriel! ¡Soy Gabi! ―insistió ante nuestra sorpresa.

      Andrés se agachó y le arrancó lo que resultó ser una máscara, apareciendo bajo ella el rostro risueño de nuestro amigo.

      ―Pero… ¿qué significa todo esto? ―acerté a preguntarle mientras él no paraba de reír.

      ―¿De qué te ríes? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién ha destrozado el cuartel? ¿Y ese disfraz? ―preguntaba Andrés, sosteniendo la horrible máscara en la mano.

      ―Tranquilos, no ha sido nadie. Quiero decir que he sido yo. Pero calmaos, no es para tanto; solo he desordenado las cosas un poco. Vamos, Daniel, deja que me levante y os daré todas las explicaciones sobre el experimento que estoy llevando a cabo. Ahora voy a clasificaros, meteré los datos en el ordenador y listo.

      ―¡¿Clasificarnos?! ―preguntó Andrés, desconcertado.

      ―Sí ―respondió Gabi mientras se ponía en pie―, tengo que clasificar las reacciones que habéis tenido: histeria, nerviosismo, valor, cobardía, humor… ―explicó tras ponerse las gafas y sacar el ordenador de debajo de una manta. Lo colocó en su lugar e introdujo acto seguido la información―. Voilà! Ya está, ya estáis en el archivo. Sentíos orgullosos porque vais a formar parte de las estadísticas. Y ahora ordenemos todo esto.

      Gabi era un genio, al menos eso pensábamos nosotros. Desde siempre se había interesado por las ciencias. Sentía pasión por la física, la química, la astronomía y las matemáticas. Con solo dieciséis años era un verdadero experto en todas ellas. Además de sus conocimientos, su aspecto desaliñado encajaba con el modelo de genio extravagante. Era alto y delgado, llevaba el pelo demasiado largo y revuelto, y sus de por sí ojos saltones destacaban más a través de los cristales de sus gafas redondas y de montura plateada. Era puro nervio y resultaba difícil encontrarlo sin hacer nada. Cuando estábamos en el cuartel se ponía una bata blanca en la que había bordado su nombre y en cuyos bolsillos llevaba varios bolígrafos y libretas para apuntar cualquier idea que se le ocurriese. Le apasionaba la lectura y era capaz de aprenderse de memoria los nombres de todos los animales que salían en los documentales que echaban en la tele. Sacaba muy buenas notas y, gracias a ello, había obtenido varias becas que invertía en ampliar su laboratorio. Además, era jefe del grupo de ciencias del instituto y disponía de libre acceso a la biblioteca del departamento de ciencias, así como a la sala de ordenadores, otra de sus aficiones. Su peculiar forma de ser y de vestir había chocado varias veces con el resto de los alumnos, que lo veían como un bicho raro, aunque para Andrés y para mí era Gabi, nuestro amigo; por eso lo defendíamos cuando algún macarra se metía con él. Nosotros sabíamos que detrás de todas sus excentricidades se escondía un gran corazón y un generoso colega.

      ―Oye, Gabi ―dijo Andrés recordando un detalle del experimento del inventor―, ¿dónde está el dinero de la caja fuerte?

      ―Andrés, te he dicho mil veces que tu excesiva preocupación por el vil metal oscurece tu limpio corazón.

      ―Déjate de rollos y dinos dónde está el dinero ―insistió Andrés.

      ―Bien, como quieras. Subamos a la terraza ―nos indicó el genio con su peculiar forma de hablar, haciéndonos un ademán para seguirlo escaleras arriba.

      Al llegar, Gabi se acercó a un objeto que estaba cubierto por una tela gris.

      ―Eccolo qua! ―exclamó descubriendo un flamante telescopio.

      ―¿Un telescopio? ¿Has comprado un telescopio con nuestros ahorros de todo el curso? Esta vez te has pasado… ―dijo Andrés abalanzándose contra Gabi y dándole palmadas en la cabeza.

      Tuve que intervenir para separarlos. Después, cuando se hubieron calmado los ánimos, le pedí a nuestro amigo que nos diera una explicación.

      ―Bueno, no hay mucho que decir. Fue un flechazo, amor a primera vista. Estaba paseando por la sección de novedades científicas del centro comercial y lo vi. Es tan hermoso, maravilloso… Así que no lo pensé más: vine, cogí el dinero y… ya está, aquí lo tenéis ―añadió de forma entusiasta, aunque nuestras miradas le dejaron claro que no nos bastaba con eso―. Vamos, chicos. Siempre estamos diciendo que desde aquí podemos controlar toda la ciudad, pero hasta ahora hemos tenido que usar esos viejos prismáticos que tienen un alcance bastante limitado. Ahora podremos verlo todo, ¡todo! ―exclamó eufórico, aunque nosotros lo mirábamos sin compartir su entusiasmo―. Pero venga, no os enfadéis. Mirad, se puede ver Venus como si estuviese aquí al lado, los cráteres de la Luna con total nitidez, los anillos de Saturno… ¡Ah!, y la ciudad, claro, incluso el lago… Podremos ver las lluvias de estrellas, las constelaciones, el cometa Halley…

      ―El cometa Halley, ¿eh? ―repuso Andrés―. Cuando el cometa Halley vuelva a pasar, quizá ya estemos muertos, ¡listillo! ―espetó el muchacho, recordando que el astro había sido visto por última vez en 1986, y que su próxima visita se esperaba para el lejano 2062.

      Muy bien, de acuerdo ―aplaudió Gabi, queriendo apaciguar a nuestro amigo―. Veo que has estado atento en clase de astronomía.

      ―Venga, Andrés, déjalo, ya ―medié―. Tampoco es tan mala compra.

      ―Dani, parece mentira que digas eso ―se quejó Andrés―, sobre todo después de lo que te ha pasado con la bicicleta. Sí, Gabi, está para el desguace ―sentenció ante la mirada inquisitiva de nuestro amigo―. El dinero que te has gastado sin consultar habría servido para arreglar la Special Bike y para irnos de acampada, que ya está bien de estar siempre aquí encerrados.

      ―Eso también es verdad ―reconocí. Entonces, pensando en la acampada planeada, recordé algo―. Gabi, ¿has dicho que se ve el lago con el telescopio?

      Mi amigo asintió con la cabeza y yo me precipité sobre el artilugio.

      ―Un momento, Daniel ―interrumpió Gabi, ajustando las lentes del flamante telescopio a la distancia que separaba la cabaña del lago.

      ―Sí, es verdad, se ve muy bien… ¿a ver?… Sí, ahí está… El todoterreno de mi padre… el lago… la barca y… ―les fui describiendo a mis amigos―. ¡Un momento!


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