El secreto del elixir mágico. Óscar Hernández-Campano

El secreto del elixir mágico - Óscar Hernández-Campano


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y yo empezamos a discutir, pero sin pegar de verdad, fingiendo, ¿eh? ―repasó Gabi el plan, mirando por encima de las gafas a nuestro común amigo, quien sonrió maliciosamente―. Daniel, un par de minutos después entrarás en la comisaría y alertarás a los polis. Aprovecha la confusión para colarte en las oficinas. Aquí tienes un kit de ganzúas, una linterna en miniatura con pilas nuevas y guantes de látex para no dejar huellas. Póntelos en cuanto des la voz de alarma. Tendrás solo unos minutos ―añadió, y un escalofrío me recorrió la espalda al imaginar lo que estaba a punto de hacer―. Nosotros te cubriremos. Si vemos que las cosas se ponen feas, alargaremos el espectáculo. Pero tendrás que darte mucha prisa. ¡Ah! Aquí tienes el plano de la comisaría, cortesía de un colega que me debía un favor… no preguntéis quién, ¿de acuerdo? Es solo un croquis, pero al menos sabrás a dónde tienes que dirigirte.

      ―¿Con qué clase de gente te relacionas, Gabi? ―preguntó Andrés―. Aparte de nosotros, claro.

      ―No seas tan exagerado. Solo os diré que es un tipo que ha pasado por la comisaría unas cuantas veces por… problemas informáticos. Nada grave, hombre. Lo importante es que sabemos dónde se guardan las pruebas.

      ―Pero si me pillan con las manos en la masa…

      ―Alegaremos trastorno mental o algo así, por lo de tu padre. En cualquier caso, eres menor de edad. Insisto, no hay problema. Si sale bien dispondremos de la prueba principal para investigar quién y por qué intentaron asesinar a tu padre. Si sale mal, nos sentaremos a esperar a que el Cerilla lo solucione.

      Conforme lo planteaba Gabriel todo parecía sencillo, pero las dudas y los nervios seguían dominándome. Al fin y al cabo, a pesar de que creíamos que nuestra acción estaba justificada, ya que estábamos convencidos de que la policía y el inspector Delagua iban a ser incapaces de esclarecer aquel crimen, nos disponíamos a infringir la ley.

      La noche ya dominaba el cielo y una enorme luna pálida fue testigo de nuestra sigilosa marcha hacia el centro. Avanzábamos despacio, sin llamar la atención. Aunque no había mucha gente por la calle, era la hora habitual para sacar la basura, pasear el perro o, simplemente, tomar algo en alguna de las terrazas de verano que surgían por toda la ciudad a partir de mediados de mayo.

      Aparcamos a un par de manzanas de la comisaría y descargamos la bicicleta. Como había algunas personas por allí, decidimos esperar un rato en un parque cercano. Al rato, nos separamos, fingiendo que cada uno se iba a su casa. Gabi se encaminó hacia la comisaría arrastrando la bicicleta, yo di la vuelta a la manzana y Andrés fue hasta la avenida para alcanzarnos después de dar un pequeño rodeo.

      Poco después nos reunimos en el lugar convenido, ocultos tras unos coches. Aunque Andrés se retrasó y eso nos puso más nerviosos.

      ―¡Venga, Andrés! ―exclamé en susurros cuando apareció al fin―. ¿Dónde estabas?

      ―Perdonad chicos, es que me he quedado viendo las noticias en una tienda de teles. Estaban retransmitiendo desde el Tíbet el entierro de un buda.

      ―Bueno ―interrumpió Gabi sin hacer mucho caso al joven, ya que permanecía atento al edificio―, basta de charlas. Es la hora. Vamos, Andrés, nos toca. Daniel, calma y rapidez, ¿de acuerdo?

      ―De acuerdo ―le respondí con un nudo en la garganta.

      ―¿Cuál habías dicho que es la pena por atracar la comisaría? ―preguntó Andrés en un último intento por hacernos desistir.

      ―Quién sabe. Diez o veinte años… pero para los mayores. Nosotros, nada ―insistió Gabi, exasperado, estirando de su compañero de pantomima hacia la puerta de la comisaría.

      A una distancia prudencial de la puerta principal, y tras mirar a su alrededor para comprobar que nadie los había visto colocarse en el improvisado escenario en el que iban a dar su pequeña representación, comenzaron a discutir, primero en voz alta, y después más acaloradamente, fingiendo que se pegaban. Tras los primeros gritos, que llamaron la atención de la gente que pasaba por allí, entré corriendo en la comisaría y alerté a los agentes de que había una pelea.

      Tres policías salieron y otros tres se asomaron a mirar. Yo me deslicé hacia un lado intentando pasar desapercibido. Me arrinconé junto a la máquina de café y aproveché esos primeros instantes de confusión para echar un vistazo a la comisaría. Tal y como aparecía en el plano del colega de Gabi, había una gran sala principal, que era donde yo me encontraba. Allí estaban los agentes de guardia, varios escritorios donde se tomaba declaración a los detenidos, un par de bancos corridos contra la pared para que los delincuentes esperasen a ser interrogados y, detrás de un biombo, varias sillas de plástico dispuestas en forma de U para el resto de la ciudadanía. Al fondo de la gran sala había tres puertas, tal y como señalaba el croquis. La de la izquierda era el aseo, y así lo indicaba un cartel con las siglas WC; la puerta del medio conducía a los calabozos y al garaje; y la de la derecha daba acceso a las oficinas y al almacén de pruebas. Tuve suerte: aquella era la puerta menos visible, aunque de vez en cuando entraba o salía alguien. Decidí acercarme poco a poco, aunque para ello tendría que atravesar toda la sala.

      Gabriel y Andrés entraron dando voces cogidos por los brazos por varios agentes. Seguían porfiando sobre la bicicleta siniestrada. Un policía transportaba la Special Bike. Los sentaron en los bancos destinados a los detenidos y, como ellos seguían gritando e insultándose como si fueran enemigos acérrimos de verdad, el personal administrativo se acercó a ver qué ocurría. Yo aproveché la distracción general para ir directamente hacia el baño, pero no llegué a entrar. Con la espalda contra la puerta, me saqué los guantes del bolsillo del pantalón y me los puse mientras sentía la sangre martillearme las sienes. Miré a mi alrededor. Los agentes y los demás funcionarios se reían de mis amigos y no perdían detalle de la discusión que representaban magistralmente. Andrés me miraba de vez en cuando y si notaba que la gente perdía curiosidad lanzaba otra arenga contra Gabi, quien, con el rostro enrojecido y las venas del cuello hinchadas, trataba de seguirle el juego. Supe que era el momento. La distracción era absoluta. Tenía vía libre. Solo me separaban cuatro pasos de aquella puerta. Luego tenía que recorrer un pasillo y atravesar la puerta del fondo, a mano derecha. Pan comido.

      Avancé decidido, pero cuando iba a entrar, la puerta se abrió. Un policía de unos cuarenta años, uniformado, salía murmurando: «¡¿Qué demonios pasa esta noche?!». Metí las manos en los bolsillos mientras sentía que la cara se me ponía roja. El agente se me quedó mirando, escrutándome como solo los policías hacen. Por el rabillo del ojo vi una fuente de agua, de esas que lanzan un chorrito cuando se pulsa un pedal. Sin vacilar me acerqué hasta ella y me puse a beber, esperando que aquel tipo dejase de observarme. El policía, que aún me miró un poco más, se alejó por fin, interesado en la bronca que divertía a todo el mundo.

      Entonces me abalancé hacia la puerta, la abrí, entré, la cerré con cuidado y me quedé apoyado en ella un segundo para recuperar el resuello. No me extrañó que aquel policía hubiera salido a ver qué ocurría, los gritos se escuchaban perfectamente desde allí dentro. Avancé con paso firme hacia el fondo del pasillo creyendo que lo peor ya había pasado. Sin embargo, las dificultades no habían hecho más que empezar. La puerta del almacén estaba cerrada con llave.

      ―¡Maldita sea! ―protesté en voz baja.

      Saqué la ganzúa del bolsillo y empecé a manipular la cerradura. No era un cerrojo de seguridad, pero yo no forzaba puertas habitualmente, así que, pese a que Gabi me había explicado cómo se hacía ―de pequeño solía colarse en la biblioteca los fines de semana para leer libros exentos de préstamo―, aquella cerradura se me resistía.

      ―Vamos, vamos, ¡ábrete!… ―rogaba en susurros sin dejar de mirar al fondo del pasillo, consciente de que la sala principal estaba repleta de agentes de policía.

      ―Vuelvo a la oficina, aquí no hay más que gentuza ―escuché decir a alguien al otro lado de la puerta.

      El corazón me latía a mil por hora. Seguía manipulando la ganzúa con todas mis fuerzas, pero sin éxito. En apenas unos segundos la puerta del fondo se abriría y me pillarían con las manos en la masa.


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