El secreto del elixir mágico. Óscar Hernández-Campano
pagar un alto precio por su silencio. Me disponía a sentarme en uno de los sillones para reflexionar sobre aquel asunto cuando me fijé en algo que había visto de reojo al entrar al Cuartel General. Junto a las butacas había una mesa de camping repleta de libros abiertos y de folios escritos. Me acerqué para observarlos con atención. Andrés, que se había sentado, o más bien tumbado, en el sofá, me miraba sonriendo porque sabía lo que iba a ocurrir a continuación. Gabi se me adelantó y se colocó delante de la mesa, mirándonos al tiempo que su rostro se iluminaba con una enorme sonrisa. Colocó sus manos abiertas sobre los libros, inspiró profundamente y, acto seguido, me miró y borró la sonrisa de su cara.
―Como veis, amigos míos, madrugar tiene sus ventajas. Aparte de enterarme de todo el asuntillo de la comisaría y de ponerme manos a la obra con la bicicleta, también he pasado por la biblioteca y he tomado prestados unos tomos de las enciclopedias y diversos volúmenes sobre el sudeste asiático: India, Tailandia, Laos, Vietnam, Camboya, China, etc. He encontrado ciertos datos que me han parecido interesantes ―alardeó mostrándonos unos folios escritos―, y que después os explicaré. Lo primero que debéis saber es que la flecha en cuestión está limpia, no tiene ni una sola huella. Los asesinos eran profesionales.
―¿Qué más has descubierto? ―pregunté con ansiedad interrumpiendo a mi amigo, que amenazaba con extenderse en tecnicismos.
―Siéntate, Dani ―me pidió Andrés―. ¿Abro una bolsa de patatas? Esto va para largo ―me advirtió mientras me sentaba a su lado, acercándome una bolsa recién abierta, que rechacé preguntándome cómo podía seguir comiendo después de acabarse todas las magdalenas de mi casa.
―Si me lo permitís ―dijo Gabi, contrariado por las interrupciones―, continuaré. He estado estudiando los símbolos labrados en la flecha, y coinciden exactamente con los que hay dibujados en los bordes del papel que estaba enrollado en ella. En otras palabras: son idénticos.
―Sí, pero ¿qué son? ―interrumpió Andrés, con la boca llena de patatas.
―Y ¿qué significan? ―añadí.
―Esperad, esperad. Ya llegaremos a eso. Lo primero es lo primero ―dijo Gabi haciéndose el interesante, consciente de que había conseguido nuestra atención―. Y lo primero es saber por qué atacaron a tu padre.
La ansiedad que bullía en mi interior aumentaba por momentos: tenía la extraña sensación de que nos acercábamos a algo grande; la misma sensación que había experimentado la noche anterior.
―¡¡Sí!! ―bramó Andrés―. ¿Por qué le dispararían a tu padre? ¿Qué relación hay entre esos símbolos, la flecha, el mensaje y él? ―preguntó esperando que Gabi le respondiera.
Pero todos nos quedamos en silencio mirándonos. Comprendimos que eso era lo más extraño de todo, la relación de mi padre con los autores del intento de asesinato.
―Es extraño ―dije rompiendo el silencio, exteriorizando mis pensamientos, con la mirada perdida en ninguna parte―, pero juraría que todo esto ha empezado en su último viaje.
―¡Claro que sí! Fue a Oriente, ¿verdad? ―preguntó entusiasmado Gabi.
―No, no ―mascullé―, fue a Italia.
―¿Como que a Italia? ―cuestionó mi amigo, contrariado, sintiendo que su seguridad se resquebrajaba, contagiándonos a todos su decepción.
―Sí, a Italia. Pero ¿por qué creías que había ido a Oriente? ¿Tiene que ver con la inscripción? ¿Sabes lo que dice? ―insistí recordando sus libros.
Sin contestar, Gabi se quitó las gafas, las limpió con la bata, se las volvió a poner, ajustándoselas cuidadosamente, y comenzó a revolver los papeles que tenía sobre la mesa. Mientras ponía todos los apuntes patas arriba, farfullaba palabras que ni Andrés ni yo fuimos capaces de entender.
―¡Aquí está! ―exclamó mientras sostenía una hoja en alto―. ¡Bien, Daniel! ―la satisfacción regresó a su rostro. Se aclaró la garganta y me miró―. Esto que os voy a desvelar es, como tú dirías, alucinante. Para empezar, anoche, como no podía conciliar el sueño, estuve examinando la nota un buen rato. Pese a que está escrita en caracteres orientales, me dio la sensación de que los trazos eran muy violentos, además de ese extraño color granate, así que esta mañana se lo he enseñado a Matilde, la bibliotecaria, que además de una excelente estudiante y colega, es grafóloga titulada. Ella no sabe lo que dice, pero me pudo asegurar que lo escribió una persona zurda y que la tinta no es tinta normal y corriente. Haría falta un análisis para corroborarlo, pero ella opina que es sangre.
―¡¿Sangre?! ―preguntamos Andrés y yo incorporándonos al momento.
―Exacto. Matilde no pudo determinar nada más, así que me marché al gimnasio de artes marciales.
―Gabi, ¿a qué hora te has levantado? ―preguntó Andrés.
―¿A qué hora os habéis levantado vosotros, perezosos? ―Andrés y yo nos miramos y luego lo miramos a él sin decir nada más. Viendo la curiosidad dibujada en nuestros rostros, continuó relatando sus descubrimientos―. El monitor, a quien di clases de inglés el año pasado, es chino. Cuando le mostré la inscripción, se sorprendió mucho.
―¡¿Y?! ―pregunté impaciente.
―Y no supo contestarme… ―Andrés y yo nos lamentamos, decepcionados. Andrés le lanzó a Gabi la bolsa de patatas y yo me eché las manos a la cabeza temiendo estar en un callejón sin salida―. ¡Al principio no supo contestarme! ―exclamó entonces captando de nuevo nuestra atención―. Veréis, ya me marchaba cuando me llamó y me pidió que entrara en su oficina. Me dijo que esos caracteres le resultaban familiares. Me pidió que lo acompañara a su casa. Vive cerca, así que fuimos andando. Al llegar se puso a buscar entre sus cosas hasta que dio con un libro bastante antiguo, un libro que le había regalado su abuelo cuando era niño y que él releía de vez en cuando. Un libro de cuentos, fábulas y leyendas. Pasó adelante y atrás sus páginas hasta que dio con algo. Una de las notas a pie de página estaba escrita en los mismos caracteres que nuestro papelito ―y mostrándonos el papel en cuestión, exclamó―: ¡La nota que acompañaba a la flecha está escrita en magadhí!
Andrés y yo nos miramos, compartiendo la misma sensación de ignorancia.
―¿Magadhí? ¿Qué idioma es ese? ―le pregunté con ciertas dudas acerca de la verosimilitud de aquella información.
―Cierto es que la ignorancia es atrevida ―constató Gabi con una mezcla de ironía y altivez en su tono de voz, mientras arqueaba la ceja izquierda―. Magadhí, querido amigo, es el idioma que se hablaba hace unos dos mil quinientos años en una amplia zona entre el Himalaya y la India, más o menos el área que hoy ocupan el Tíbet meridional y Nepal ―nos explicó mientras paseaba de un lado al otro de la estancia―. El mismísimo Buda lo utilizaba para predicar.
Andrés me miraba como queriendo preguntarme si nuestro amigo estaba loco, y a continuación le dijo:
―Vamos, Gabi, no te pases.
―Es la verdad; no me estoy inventando nada ―protestó y, alzando con ambas manos uno de los tomos de las enciclopedias que había consultado, exclamó―: Daniel, tu padre ha estado en la cuna de civilizaciones milenarias, ¿no es cierto? Por lo tanto, no es ninguna locura pensar que haya tenido algo que ver con alguien que aún hable magadhí y que haya tenido problemas con quien sea que conoció en el Himalaya, ¿no?
Nos quedamos en silencio. La hipótesis de Gabi era verosímil. No era la primera vez, ni la segunda, que Eduardo Monreal había tenido que salir corriendo de algún lugar perdido, perseguido por ladrones, fanáticos religiosos, terroristas o policías. Incluso, una vez, lo persiguió el ejército entero de un pequeño reino gobernado por un sátrapa.
―Bien, supongamos que tienes razón, ¿qué dice la inscripción? ¿Has podido traducirla? ―le pregunté a mi amigo.
―Está bien, vayamos por partes ―nos rogó Gabi, ajustándose