El secreto del elixir mágico. Óscar Hernández-Campano

El secreto del elixir mágico - Óscar Hernández-Campano


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Margarita. Era una anciana de setenta y tres años, enjuta, espigada, con el cabello plateado y los ojos azules pequeñísimos, perdidos entre las arrugas que habitaban en su rostro. No tenía más familia que nosotros, ya que nunca se casó ni tuvo hijos. Para ella mi padre era como un hijo, y mi hermano y yo, como sus nietos.

      En un rincón, oculto en la penumbra, descubrimos al inspector Delagua, un policía mediocre, gris, con el que ya habíamos tenido un par de problemas en el pasado debido a su total incompetencia para detener a alguien, a no ser que lo pillase con las manos en la masa y a plena luz del día. El inspector era un hombre muy alto y delgado, tenía una frondosa cabellera pelirroja y barba y bigote del mismo color. Siempre vestía una gabardina beis, estrecha, tanto en invierno como en verano. Su fisionomía y su peculiar aspecto habían hecho que fuera conocido como el Cerilla. En su mano, como de costumbre, sostenía una libreta en la que tomaba notas de sus pesquisas.

      Aunque entramos en silencio, atrajimos las miradas de todos. Un gemido de mi padre captó nuestra atención. Lo vimos parpadear y volver en sí.

      ―Menudo susto que os he dado, ¿eh? ―bromeó con un hilo de voz, esbozando una sonrisa, mientras miraba a su alrededor.

      El inspector esperó a que abrazáramos a mi padre y hablásemos unos instantes con él. Después, tras carraspear de forma exagerada para recordarnos que estaba allí, se acercó a la cama.

      ―Disculpe, señor Monreal, pero he de hacerle unas preguntas.

      ―¿Tiene que ser ahora, inspector? Lo acaban de operar ―le espetó mi madre, enfadada, antes de que mi padre pudiera contestar al Cerilla.

      ―Estela ―intervino mi padre después de un silencio incómodo―, dejemos que el inspector haga su trabajo.

      ―Gracias ―dijo―. Seré breve, el niño también puede responder. Solo quiero saber si vieron algo o a alguien. ―Tanto mi padre como Óliver, que seguía muy asustado, negaron haber visto nada, solo la flecha, que llegó silbando desde algún lugar del bosque―. Está bien, gracias. Los iré informando en cuanto descubramos algo nuevo. Buenos días ―se despidió al salir.

      ―¿Este es el policía que va resolver el caso? ―preguntó mi tía, indignada―. Si estuviera aquí Manolo, el guardia civil del pueblo, ya verían esos asesinos.

      Tanto mis amigos como yo sonreímos al darnos cuenta de la razón que tenía la anciana. Salimos tras el Cerilla. Lo alcanzamos al final del pasillo.

      ―Perdone, inspector, tenemos que pedirle algo ―le dije sin rodeos―. Queremos que nos permita ayudarle en este caso. Es muy importante para nosotros ―insistí previendo su respuesta.

      ―Daniel Monreal, muchacho ―comenzó en tono despectivo dándome un par de palmadas en la mejilla que me dolieron por dentro, en mi amor propio―, te conozco muy bien. Y a tus amigos también. Sé que tenéis la manía de meter vuestras narices en los asuntos de la policía ―añadió señalándonos con un bolígrafo mordisqueado―. Os creéis muy listos, sí. Pero ¿qué os pensáis? ¿Que no seremos capaces de resolver un asunto tan sencillo como este? Anda, niñatos, marchaos a alguna de esas fiestas que hacéis en el instituto y dejad a los profesionales que hagamos nuestro trabajo ―espetó soltando una carcajada despectiva mientras se alejaba de nosotros caminando hacia atrás, lentamente, sin dejar de mirarnos, apuntándonos con su bolígrafo.

      ―Claro que no serán capaces ―balbució Andrés observando al inspector alejarse por el pasillo.

      ―Vámonos, chicos. De momento tenemos algo que él no tiene. Y vamos a conseguir esa flecha. Después atraparemos al que intentó asesinar a mi padre ―les dije a mis amigos dándoles sendas palmadas en la espalda, rumiando en mi mente la manera de conseguir el arma del crimen.

      Mi madre se quedó en el hospital y mi tía, Óliver y yo fuimos a casa a comer. Después salí en seguida hacia el Cuartel General, donde había quedado con mis amigos. Cuando llegué, los chicos estaban acabando de ordenar el desastre causado por Gabi aquella mañana.

      ―¿Qué vamos a hacer? ―me preguntó Andrés.

      ―Sea lo que sea, debemos decidirlo rápido, porque mañana por la mañana se llevarán la flecha y las demás pruebas al juzgado ―nos recordó Gabi desde la silla de su escritorio.

      ―Está bien. Entonces no hay tiempo que perder ―resolví―. Esta noche tenemos que entrar en la comisaría y apoderarnos de la maldita flecha.

      ―¿Y cómo se supone que vamos a hacer eso? ―preguntó Andrés―. Sería como meterse en la boca del lobo. La comisaría está llena de policías, de delincuentes, de armas que pueden matar…

      ―Creo que ya sé cómo entrar en la comisaría sin levantar sospechas… ―dijo entonces Gabi, sonriendo.

      Capítulo Cuatro

      Incursión en la comisaría

      Gabi le dijo a su madre que iba a dormir en mi casa porque queríamos probar un programa de ordenador nuevo. Andrés le dijo a la suya que dormiría en casa de Gabriel para ver la lluvia de estrellas con el nuevo telescopio; y yo, aprovechando que mi madre iba a pasar la noche en el hospital y que mi tía cuidaría de mi hermano, no tuve que inventarme ninguna excusa.

      Tal como habíamos quedado, llevé el todoterreno de mi padre al Cuartel General. Aunque no tenía edad para conducir, mi madre me llevaba de vez en cuando al aparcamiento del centro comercial a hacer prácticas. La convencí aduciendo que, cuando cumpliera los dieciocho años, estaría mejor preparado para aprobar el examen. Mi padre no estaba de acuerdo: decía que mientras no fuera mayor de edad no debería hacer cosas de mayores, y que con tantas ganas de ser adulto me estaba perdiendo unos años irrepetibles. Sin embargo, mi madre me había concedido un deseo que aquella noche nos iba a resultar muy útil.

      A las nueve y media en punto, Andrés estaba sentado en el sofá, pensativo, Gabi consultaba un par de libros en su escritorio y yo rumiaba en silencio lo que estaba ocurriendo mientras observaba desde la ventana cómo el cielo se iba oscureciendo. Y consultaba mi reloj. Tal y como habíamos convenido, vestíamos ropa sin estampados llamativos y no llevábamos documentación.

      ―Chicos, no creo que sea buena idea, no quiero meteros en ningún lío. Debería hacerlo yo solo ―dije por fin, tras darle muchas vueltas, a y treinta y cinco.

      ―Daniel, a mí tampoco me hace gracia, pero no te voy a dejar solo en esto ―respondió Andrés sin dejar de frotarse las manos, como hacía siempre que estaba nervioso.

      ―No hay de qué preocuparse ―aseveró Gabi acercándose a nosotros―. Somos menores de edad, así que, como mucho, nos imputarían una falta… Peccata minuta. Las leyes son claras; no hay nada que temer. Una vez detenidos, nos tomarán declaración y todo quedará en nada. He estado consultando el Código Penal. Calmaos, de verdad.

      ―¿Por qué arriesgarnos tanto? ―protestó Andrés, que, pese a las explicaciones de Gabi, seguía sin verlo claro―. Me ficharán, llamarán a mis padres, no me darán becas, quedaré marcado, estigmatizado, señalado para siempre. La gente me verá por la calle y me señalará con el dedo. Dirán: ahí va ese, estuvo en… en un reformatorio. Seré un paria, un renegado, un apátrida….

      ―¡No exageres! ―lo interrumpió Gabi―. Mantén la boca cerrada y todo saldrá bien. Además, lo más peligroso lo va a hacer Daniel.

      ―Eso no ayuda, Gabi. Quizá Andrés tiene razón y este plan es una locura ―reconocí―. Tal vez deberíamos limitarnos a estudiar el pergamino.

      ―Ya te he dicho que sin la flecha es como tener la mitad de las piezas de un puzle. Necesitamos ver todos los signos juntos para entender qué ocurre ―insistió Gabi―. Daniel, no pasará nada. Confiad en mí.

      ―Sigo sin verlo claro ―protestó una vez más Andrés.

      Sin embargo, la seguridad que impregnaba a sus palabras nuestro amigo Gabriel terminó por disipar las dudas que seguíamos albergando. Y movidos por la temeridad y el valor que caracterizan la adolescencia, nos


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