El secreto del elixir mágico. Óscar Hernández-Campano
criatura ya se había habituado a la luz del día. Desde mi precario escondite la vi escupir el cartucho y lanzar a continuación un escalofriante rugido. Después entornó los ojos y escrutó la zona, buscándome. Me agazapé lo mejor que pude. No obstante, no tardó en dar conmigo. Volvió a rugir y aquel sonido me llenó de terror. Me lancé ladera abajo en una carrera desesperada. La bestia se arrojó hacia mí, furiosa y dispuesta a despedazarme. La sentía cada vez más cerca, a punto de darme alcance. Entonces saltó. Yo tropecé, caí rodando y vi que una de sus garras se precipitaba sobre mí. De pronto… me caí de la cama enrollado en las sábanas y empapado en sudor.
―¡Daniel! ―escuché gritar a mi madre, llamándome desde la cocina―. ¡Levántate ya! Se te está enfriando el desayuno.
Todavía estaba desorientado, confuso, y miraba a mi alrededor sin entender. Al ver mis pósters ―la mayoría de películas de aventuras de la época―, mis muebles y, al otro lado de la ventana, el pino por el que entraba y salía de casa a escondidas, me di cuenta de que había sido un sueño. Estaba en el suelo, entre las sábanas, recordando las fauces del monstruo, cuando el reloj que mi padre me había traído de Japón dijo con su voz robótica: «¡Son las nueve de la mañana!».
Me liberé de las sábanas y me dirigí al cuarto de baño. Encendí la luz y me miré al espejo. Mi cabello negro, todo revuelto, me cubría la cara y, a través de algunos mechones, podía verme los ojos oscuros, aún nublados por el sueño. En aquel momento mi cabeza era un torbellino de ideas sin orden ni sentido: recuerdos, pensamientos y el maravilloso, terrible y emocionante sueño que había tenido. De entre todas las voces que me abarrotaban la cabeza aislé una que se fijó en mi mente: era la del reloj oriental, que poco antes había marcado las nueve en punto.
―¡Oh, maldita sea! ―exclamé al tiempo que abría apresuradamente el grifo de la ducha―. ¡Llego tarde a los Tres Robles!
Fueron unos minutos vertiginosos. Resbalé en la ducha, tropecé con el calzado, me hice un lío con los pantalones y, por pisarme los cordones de las deportivas, casi caigo rodando por las escaleras.
El motivo de tanta prisa era mi amigo Andrés. Había quedado con él a las nueve y media en el cruce de los Tres Robles y se tardaban unos veinte minutos en bicicleta desde mi casa. Aquella era una mañana de principios de julio y ya hacía un par de semanas que disfrutábamos de las merecidas vacaciones de verano tras un curso duro del que había salido airoso. No debería haber tenido prisa, pero mi amigo era un fanático de la puntualidad y, la verdad, habría hecho cualquier cosa por no aguantar uno de sus famosos sermones.
Atravesé la cocina en dirección a la puerta de atrás, que daba al jardín y al garaje. Mi madre, sorprendida por mi comportamiento, aunque suponiendo lo que ocurría, dijo frunciendo el ceño:
―¡Alto ahí! ¿Adónde vas sin desayunar? Vamos, hijo, tienes que comer algo. Andas todo el día por ahí y vete tú a saber qué comerás.
―Mamá ―dije mientras cogía unos bollos, los metía en la mochila y me acercaba a ella con intención de darle un beso―, he quedado con Andrés y ya llego tarde. Ya sabes cómo se pone cuando no somos puntuales. Tranquila, con esto ―añadí señalando los dulces y dirigiéndome a la nevera― y un par de refrescos, paso la mañana.
―Ten cuidado, hijo ―me pidió mientras me arreglaba la ropa, cosa que le encantaba hacer, pese a que sabía que yo lo odiaba―. Sabes que me preocupo mucho cuando hacéis el loco con las bicicletas.
―Tranquila, ya sabes que Gabi nos cuida como si fuese una madre.
Ignorando mi incomodidad y la prisa que tenía, continuó arreglándome la ropa y atusándome el pelo. Cuando conseguí que me soltara, salí corriendo, atravesé el jardín, abrí el garaje y monté en mi Mountain Special Bike. Ese era el rimbombante nombre que le había dado a mi bicicleta su creador: mi amigo Gabi.
Siempre me habían gustado los artilugios transformables y los vehículos llenos de sorpresas utilizados por mis héroes favoritos, así que le pedí a mi amigo ―un proyecto de genio algo excéntrico― que hiciera un par de ajustes a mi bicicleta convencional, que le añadiera un par de trucos y…, bueno, el resultado fue una bicicleta aparentemente normal, pero que ya me había sacado de apuros en algunas ocasiones.
Por fin salí de casa y me puse a pedalear a toda velocidad. Tenía que atravesar la ciudad y el tiempo apremiaba. El aire fresco de aquella soleada mañana de verano me acariciaba la cara y revolvía mi cabello. Aquello me hacía sentir muy bien, libre e invencible, como es natural a la edad que yo tenía entonces. Mientras esquivaba personas, farolas y buzones de correos, recordé el sueño y una sonrisa se dibujó en mi rostro. Mi mente me había hecho vivir una aventura a la altura de la que veía en las películas de mis héroes favoritos: exploradores del África virgen, del misterioso Oriente, intrépidos arqueólogos, aventureros todoterreno, agentes secretos, pioneros del espacio exterior…
Entre todos aquellos héroes había uno a quien admiraba por encima de los demás. Se trataba de un aventurero que había estudiado historia, arqueología, arte y lenguas muertas, un explorador de civilizaciones desaparecidas, descubridor de secretos y viajero incansable. Ese era mi padre, el profesor Eduardo Monreal, quien dedicaba su vida a desenterrar reliquias y a buscar tesoros olvidados. Viajaba constantemente por todo el globo y había trabajado para muchos gobiernos recuperando objetos perdidos por el paso de los siglos, o rescatándolos de las manos de ladrones y traficantes de obras de arte. Aquel verano en el que yo pedaleaba contrarreloj, mi padre acababa de regresar de un largo viaje en el que había recuperado la corona de oro y piedras preciosas de un legendario sátrapa del siglo V a. C. Se acababa de coger unas merecidas vacaciones ―que pasaba en casa de forma invariable, cansado de viajar por todo el mundo― durante las que solo se dedicaba a pescar en un lago cercano. De pequeño solía acompañarlo, pero como había que madrugar mucho y cada vez me daba más pereza, era mi hermano Óliver ―un diablillo de diez años― quien iba con él desde hacía un par de veranos.
El reloj que llevaba en el manillar marcaba las nueve y veinticinco y me encontraba bajando la cuesta de la calle Antonio Machado a toda velocidad. Según el cuentakilómetros iba a 65 kilómetros por hora y aumentando. Al final de la calle se veía el paso a nivel del ferrocarril. Apenas tuve tiempo de pensar que ojalá no pasara ningún tren, cuando un antiguo convoy de mercancías empezó a cruzarlo de forma lenta y acompasada. El tren, cargado de contenedores, en su mayoría metálicos, aunque también transportaba algunos de madera, era muy largo e iba demasiado despacio como para que le diera tiempo a terminar de pasar antes de que yo alcanzase las vías.
Me invadieron los nervios. No tenía tiempo ni había distancia suficiente para frenar antes de que me estrellase contra el tren. Podía frenar, pero iba demasiado rápido y no lograría mantener el control de la bicicleta. Solo treinta metros me separaban de un impacto seguro. Cerré los ojos con fuerza, intenté idear algo que me salvara, veinte metros, no podía frenar, diez metros, abrí los ojos y traté de imaginar qué habría hecho alguno de mis héroes en mi situación; cinco, cuatro, tres. En el último instante giré violentamente a la derecha y choqué contra el tren.
Impacté contra uno de los vagones de madera. Los viejos y carcomidos tablones del contenedor cedieron ante mi embestida y el manillar quedó atascado entre ellos. Mi cabeza se había golpeado también contra el vagón y me sentí aturdido, aunque conseguí mantenerme en equilibrio. Traté de desengancharme del tren dando fuertes tirones y empujando con la pierna izquierda, pero resultó inútil. Estaba buscando la manera de salir de aquella situación cuando la sirena de la locomotora llamó mi atención. Miré hacia adelante y noté como mi corazón se desbocaba. A unos cien metros un viejo roble se erguía junto a la vía, interponiéndose en mi camino y amenazando con engullirme a no ser que consiguiera soltarme a tiempo. Forcejeé cuanto pude, pero todo resultaba inútil: el manillar seguía atascado. Solo unos instantes me separaban del impacto. Me iba a estrellar si no saltaba y abandonaba la bicicleta. Un sudor helado me recorrió el cuerpo.
Capítulo Dos
Andrés, Gabi y el Cuartel General
Apenas quedaba tiempo. Me iba a estrellar contra un roble que, sin duda, me partiría en