El secreto del elixir mágico. Óscar Hernández-Campano

El secreto del elixir mágico - Óscar Hernández-Campano


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se iba convirtiendo por momentos en mi única alternativa, se me encendió la bombilla. Sin perder un segundo, me volví y desenganché los propulsores traseros que Gabi había instalado en la bici para permitirme saltar obstáculos con facilidad. Los coloqué apuntando al vagón y confié en que el trabajo conjunto de la propulsión y mi pierna izquierda liberase la Special Bike. Apreté el botón correspondiente en el control de mandos y los propulsores chispearon lanzando su chorro de energía contra el vagón. Al mismo tiempo, empujé con todas mis fuerzas y, a tan solo metro y medio del roble, escuché un crujido de madera, el manillar se desenganchó por completo y la bici y yo salimos disparados.

      No sé exactamente cuántas vueltas dimos ―creo que una volando y dos o tres rodando por el suelo― hasta que chocamos contra unos arbustos. Creo que perdí el conocimiento porque, cuando abrí los ojos impelido por las palmadas en la cara que alguien me estaba dando, sentí que despertaba de un profundo sueño.

      ―Dani, despierta, ¡Daniel! ¡Vamos, despierta!

      Solo veía una gran silueta borrosa a contraluz: seguía aturdido.

      ―Andrés… ―farfullé reconociendo aquella voz.

      ―¡Menudo golpe! Vamos, arriba, muchacho. Me imagino que vendrías haciendo el loco, para variar, y seguro que sin mirar, soñando con tus películas, olvidando los riesgos de la vida real, los peligros que una ciudad como esta encierra, donde el más pequeño de los detalles puede convertirse en una trampa mortal y…

      ―¡¡¡Andrés!!! ―grité, interrumpiendo unas de sus archiconocidas frases sin final―. Ayúdame a levantarme; estoy un poco mareado… Oye ―le dije cuando ya estaba de pie, recuperando el equilibrio―, ¿qué haces aquí? ¿No habíamos quedado en los Tres Robles?

      ―Sí, pero como te conozco, amigo mío, supuse con razón que llegarías tarde, como siempre. Así que decidí venir paseando y encontrarte por el camino. Y, mira por dónde, te veo aquí tumbado, tomando el sol. Yo podía haberme quedado esperándote hasta el día del juicio final. Aunque, conociéndote, seguro que me hubieras hecho esperar todavía más…

      ―¡Andrés! ¡Para ya! ¿No te das cuenta de que he tenido un accidente? Me quedé enganchado al tren y… ―callé de repente, al verla―. ¡¡No!!

      ―¿Qué pasa, Dani?

      ―¡¡La Special Bike!! ¡Está destruida! ―exclamé llevándome las manos a la cabeza.

      Con mucho cuidado la levantamos del suelo. La rueda delantera estaba retorcida, la cadena hecha añicos, el manillar partido por la mitad, los propulsores traseros inutilizados y el cuadro de mandos convertido en un montón de cables y placas electrónicas inservibles. En fin, un siniestro total.

      ―Oh… Pero… No puede ser… ―me lamentaba una y otra vez mientras examinaba los restos―. ¡Qué desastre! ―repetía arrodillado bajo la mirada solidaria de mi amigo.

      ―Tranquilo, Dani, al menos tú estás entero; Gabi la reconstruirá ―me animó Andrés, palmeándome el hombro―. Por cierto, son las diez menos diez. Llegamos tarde, así que vas a ser tú el que le dé explicaciones a nuestro amigo ―resolvió.

      Asentí y, cogiendo la malograda bicicleta entre los dos, nos dirigimos hacia el punto de encuentro.

      Andrés era mi mejor amigo. Era un muchacho un poco nervioso e inquieto, pero con un corazón de oro. Era fiel, leal, honesto y todo lo que se puede pedir a una verdadera amistad. Tenía dieciséis años, como Gabi y yo. Íbamos juntos a clase desde pequeños. Andrés era más alto que yo y su cuerpo era dos veces el mío. Aparte de ser insaciable a la hora de comer, estaba hecho un verdadero toro. Su fuerza era legendaria. Además, tenía cinturón negro en kárate y se estaba especializando en la milenaria lucha de sumo. Solíamos bromear con él, porque, como tenía el pelo rizado, rubio y cortito, no podría lucir la coleta que acostumbran a llevar los luchadores de esa arte marcial. Sus ojos, pequeños y oscuros, desprendían una bondad enorme, aunque cuando se enfadaba, se transformaban en dos diminutas brasas de carbón. Pero si por algo era conocido Andrés, era por sus largas e interminables peroratas que repartía a diestro y siniestro cuando se le presentaba la ocasión de echarle a alguien un buen sermón.

      Veinte minutos más tarde, comiendo los bollos que había cogido de casa, llegamos a nuestro Cuartel General. Era una pequeña cabaña de madera que nos había construido el padre de Andrés y que permanecía oculta entre los árboles de la cima de una colina cercana a la ciudad. Era un refugio, un santuario, un espacio solo nuestro en el que pasábamos gran parte del tiempo libre charlando, jugando, leyendo revistas y algunos libros, trabajando en nuestros proyectos, refugiándonos de un mundo que a nuestra edad nos resultaba hostil y demasiado extraño… La cabaña pasaba inadvertida a los ojos de cualquiera que paseara por la zona, ya que Gabi había plantado enredaderas que la habían cubierto casi por completo, camuflándola a ojos extraños. A pesar de su tamaño modesto, el cuartel se componía de dos pisos. En la fachada que daba al sendero principal, había dos ventanas disimuladas con cortinas hechas con tela de camuflaje militar. La puerta principal estaba pintada de los mismos colores. El interior era una sala dividida en dos espacios. A la derecha teníamos un sofá de escay azul algo roído, un par de sillones, uno verde oscuro y otro granate, y un escritorio de madera de pino con un par de cajones. Sobre esa mesa descansaba una máquina de escribir y una emisora de radio de medio alcance que había construido Gabi con piezas de otros aparatos. Sobre una mesita auxiliar, frente a las dos butacas, había un pequeño ordenador personal y una impresora. La verdad es que la computadora solo la usábamos para jugar durante horas a matar marcianitos de manera inmisericorde.

      A la izquierda, y separado del resto de la estancia por un biombo, se encontraba el laboratorio de Gabi. Mi amigo solía hacer experimentos y dedicaba tardes enteras a construir artilugios que, casi siempre, acababan abandonados por inservibles o porque lo que él ideaba resultaba imposible de llevar a la práctica con la tecnología de aquellos años. Gabi era un adelantado a su época que, de vez en cuando, inventaba alguna maravilla, como la Special Bike.

      El salón estaba adornado con pósters de películas de aventuras, de paisajes exóticos y, en el laboratorio, supervisando los progresos del joven científico, un retrato de Albert Einstein completaba la decoración.

      Justo enfrente de la puerta se hallaba la escalera de caracol por la que se accedía al piso superior. Esa planta se dividía en dos partes, una cubierta y otra al aire libre. En la primera, adonde iban a parar las escaleras, había una habitación con una pequeña cama para emergencias, un armario donde guardábamos mantas, ropa y un montón de revistas viejas, y una cómoda sobre la que descansaba un botiquín de primeros auxilios. En los cajones había juegos de mesa y ropa pasada de moda. En un rincón se abría una minúscula habitación del tamaño de una cabina de teléfonos en la que habíamos instalado un retrete y un diminuto lavabo. Las cañerías, derivadas de las que suministraban agua a la ciudad desde el embalse, entraban por el techo y desembocaban en un arroyo cercano.

      En la terraza, a la que se accedía desde la habitación, teníamos tumbonas para tomar el sol. También albergaba la estación meteorológica de Gabi: una caseta con pluviómetros, termómetros, una veleta, un anemómetro y otros aparatos para estudiar el tiempo. Era, además, el lugar idóneo para observar las estrellas y vigilar la tierra, ya que se divisaba la ciudad, el lago y el acceso a la colina.

      Sobre el tejado de la habitación que hacía las veces de dormitorio, habíamos instalado la antena de la emisora de radio y la conexión de la electricidad, que, apoyada sobre las ramas de un enorme pino contiguo, llegaba a la red principal, donde estaba enganchada. El agua subía al piso de arriba impulsada por una pequeña bomba hidráulica.

      En definitiva, nuestro Cuartel General era un espacio único en el que los tres amigos crecimos y compartimos conversaciones, risas y confidencias.

      Cuando Andrés y yo nos aproximábamos a la entrada principal nos percatamos de que la puerta estaba entreabierta, cosa que nos preocupó, ya que siempre la dejábamos cerrada.

      ―Rodea la cabaña, a ver si hay alguien en la parte de atrás ―le indiqué a mi amigo en voz queda, apoyando la bicicleta sobre


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