El secreto del elixir mágico. Óscar Hernández-Campano
de mí. Me agazapé en un rincón y entonces escuché claramente el rumor que llegaba de la comisaría, ya que alguien había abierto la puerta del fondo y caminaba pasillo arriba. Deseé con todas mis fuerzas que quien quiera que fuese no se dirigiera al almacén. Oí una puerta que se abría y que se cerraba. Otra vez silencio. Respiré profundamente y poco a poco mi corazón se calmó.
Me puse en pie y encendí la pequeña linterna de bolsillo tras guardar las ganzúas; no podía dejar pruebas de mi incursión. Aquella habitación estaba llena de armarios y archivadores de metal pintados de un amarillo que en la penumbra parecía crema. Estaban ordenados alfabéticamente, así que no fue muy difícil encontrar el que buscaba.
―¡Aquí está! ―exclamé tratando de contener la emoción―. De la L a la O ―susurré y lancé un suspiro al comprobar que por fortuna los archivadores no estaban cerrados con llave. Abrí y comencé a leer los diferentes ficheros, que estaban etiquetados por apellidos―. … Lacalle, … Lamarca, … López, … Luna, … Madinier, … Martínez, … Menéndez, … ¡Eureka! ―exclamé―. Monreal, Eduardo Monreal; aquí está.
Sustraje la carpeta, la abrí y saqué el informe y la bolsa de plástico donde estaba la flecha, aún manchada de sangre. Me quedé en silencio durante un instante, observando aquel dardo ensangrentado que había estado a punto de matar a mi padre. Dudé una vez más, tal vez estábamos cometiendo un gravísimo error. Solo éramos adolescentes; quizá debería confiar más en la policía y en sus investigadores… Pero recordé las palabras de Gabi y me decidí. Enrollé la bolsa de plástico con la flecha en su interior y me la guardé en el bolsillo trasero del pantalón. Devolví el informe a su lugar y cerré el archivador.
Salir de allí tampoco iba a ser tarea fácil. Tendría que ser rápido. Repasé mentalmente el recorrido que me esperaba: salir de aquella habitación, caminar pasillo abajo hasta la puerta que daba a la sala principal de la comisaría, abrirla y disimular con la máquina de agua, con el baño o con lo que fuera. Después, abandonar la comisaría como si no pasara nada.
Me saqué la camiseta del pantalón para cubrir el trozo de flecha que sobresalía del bolsillo. Me acerqué a la puerta e inspiré profundamente. Me disponía a abrirla cuando, de repente, escuché una voz en el despacho contiguo que decía: «Señorita Delagua, vaya por favor al archivo de pruebas y tráigame el expediente número… 20.234/2B, con nombre… García Torres, Amparo García Torres».
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Miré a mi alrededor buscando una salida. Me pregunté por qué no habíamos tenido en cuenta que podía haber gente en las oficinas aunque fuese de noche, ya que la policía no duerme nunca. Decidí que no volvería a hacer caso a Gabriel y que le cantaría las cuarenta. Bueno, tal vez no esa noche, sino cuando saliera de prisión, en mi vejez, después de toda la vida entre rejas pagando por los delitos que había cometido en los últimos minutos.
Escuché la puerta de la oficina abriéndose y unos pasos que se dirigían hacia el archivo. Escruté otra vez aquella sala buscando un escondite. Si al menos pudiera ocultarme a la vista… aquella oficinista entraría, buscaría su expediente y se marcharía. En dos minutos todo habría acabado. Estaba a punto de entrar y yo seguía sin encontrar dónde ocultarme. La sala de archivos no tenía más mobiliario que varias decenas de archivadores colocados contra sus cuatro paredes. Ni mesas ni rincones escondidos. La secretaria abrió la puerta. Vi una mano que se deslizaba por la pared buscando el interruptor. ¿Qué podía hacer? La puerta se abrió del todo y la oficinista entró, pero no me vio porque en el último instante me había colado detrás de la puerta, confiando en que la dejara abierta tras de sí.
Me quedé inmóvil conteniendo incluso la respiración. Escuché a aquella mujer caminar hasta el fondo de la habitación, abrir un archivador y el ruido metálico de los raíles según desplazaba las carpetas. No sé cuánto tiempo tardó, pero se me hizo eterno. Por fin oí el cajón cerrándose con un golpe seco. De nuevo los pasos. Un silencio desconcertante. ¿Por qué no se marchaba ya? De repente la puerta se movía, mi escondrijo se evaporaba. Deseé que apagara ya la luz y se marchara: el peligro habría pasado. Pero no fue así. La puerta se cerró, pero ella no se fue. En vez de eso la vi frente a mí, observándome con una mirada reprobatoria.
―¡No digas nada! ―le pedí con la voz temblorosa―. ¡No grites, por favor! ¡No voy a hacerte daño!
―No creo que pudieras. ¿Quién eres? ―preguntó, sin ni siquiera una pizca de temor en su voz.
―¡No grites, por favor! ¡No voy a hacerte daño! ―repetía yo de forma estúpida.
―No voy a gritar, pero esto tenemos que solucionarlo de alguna manera ―propuso ella en un tono de voz muy suave que actuó como un bálsamo sobre mis nervios―. Mira, te propongo una cosa. Vamos a salir juntos y les vas a explicar a mis compañeros qué hacías aquí. Seguro que hay una explicación lógica…
No sé qué se me pasó por la cabeza. Pero debió de ser algo parecido a eso que llaman instinto de supervivencia. Salté hacia ella y la empujé. Cayó al suelo y yo salí corriendo de aquella habitación sin pensar en nada que no fuera escapar de allí. En unos segundos llegué a la puerta que daba a la sala principal de la comisaría. La abrí, no sin antes quitarme los guantes de látex, que guardé en mi bolsillo junto a la ganzúa y la linterna, y la atravesé. Por fortuna mis amigos seguían con su numerito, aunque el show había perdido interés para muchos, que ya habían regresado a sus puestos de trabajo. Me acerqué a la máquina de agua para disimular. Después, tratando de mantener los nervios a raya, caminé hacia la salida, sin mirar a nadie, con seguridad fingida. Aquella chica tardaría un par de segundos en dar la voz de alarma. Tenía que salir de allí. Me había visto la cara; ya no podría volver nunca a la ciudad. ¿Qué podía hacer? Gabi tendría alguna idea para ayudarme. Buscaría un cirujano que me operara la cara o me conseguiría documentación falsa para empezar una nueva vida lejos de casa. No podía pensar en eso. Lo prioritario era salir de allí antes de que la oficinista apareciera gritando y apuntándome con el dedo. Caminé hacia la entrada principal. Mis amigos me vieron y siguieron actuando, discutiendo sobre quién tenía la culpa del destrozo de la bicicleta. Dos agentes trataban de calmarlos. Ya tenía un pie en la puerta, estaba prácticamente a salvo. Sentía en la cara el aire fresco de la noche. Ya me creía libre cuando una robusta mano me agarró del brazo.
―¡Eh, chaval! ―dijo una voz severa, y al volverme descubrí que pertenecía al mismo agente con el que me había tropezado unos minutos antes.
―¿Sí? ―musité, muerto de miedo.
―¿Has sido tú el que ha avisado de la pelea entre esos dos?
―¿Eh? Sí, sí. Bueno, yo pasaba por ahí y los he visto discutir…
―Ya podías haberte quedado calladito. Menuda noche que nos están dando. La policía tiene cosas más serias de las que ocuparse.
―Lo siento. No pretendía molestar. ¿Puedo irme ya? ―pregunté con la voz trémula sin dejar de mirar la puerta que llevaba a los archivos y sin entender por qué no aparecía ya aquella chica.
―¿Por qué tienes tanta prisa? Oye, ¿tú no eres el que he visto hace un rato allá, junto a la máquina de agua?
―Yo, bueno, yo… ―El agente me escrutaba con sus pequeños ojos marrones―. Tenía sed.
―¡Pérez! ―lo llamó entonces otro agente, desde detrás de una mesa―, tienes una llamada: tu mujer.
―Recuerda que me he quedado con tu cara… No vuelvas por aquí si no es grave, ¿me entiendes?
―No, señor, digo ¡sí, señor! No volverá a pasar.
El agente Pérez me soltó el brazo y se fue hacia el teléfono. Yo me di media vuelta y salí a la calle. Rodeé el edificio con paso firme pero disimulando la prisa y, cuando me encontraba a cierta distancia, eché a correr. Corrí lo más rápidamente que pude hasta que por fin llegué al coche. Me senté en el asiento del conductor y me quedé en silencio, respirando con dificultad y sin saber qué hacer.
Capítulo Cinco