El secreto del elixir mágico. Óscar Hernández-Campano
par de años Lin asistió a unas conferencias en las que un maestro budista explicaba el Canon Pali y, entre otras cosas, aprendió que el pali, el idioma en el que está escrito el Canon, no es el idioma en el que Buda predicó; es decir, que el Canon Pali es en realidad una traducción del texto budista original, una traducción de las enseñanzas escritas en magadhí, o sea, una traducción del Canon Magadhí ―concluyó Gabi extendiendo los brazos, sonriendo satisfecho.
Andrés y yo lo mirábamos incrédulos.
―¿Y? ―pregunté por fin.
―Sí, todo eso qué nos importa, ¿eh? ―espetó Andrés, recuperando la bolsa de patatas y dejándose caer de nuevo en el sofá.
―Pues que les enseñaron algo de magadhí por si alguna vez encontraban textos en ese idioma.
―Y ¿cuándo iban a encontrarlos? ¿Al ir al súper? ¿En un cartón de leche caducado hace dos mil quinientos años? ―se burló Andrés, y rompimos a reír.
―No, idiota ―protestó Gabi, contrariado, lanzándole a Andrés una mirada centelleante―; en sus futuros estudios sobre Buda.
―Bueno ―intervine para reconducir la cuestión―, ¿al final te supo decir lo que pone en la nota?
―Sí. Aunque hace tiempo que lo estudió, todavía recuerda lo suficiente para decirme más o menos qué pone ―aseveró cogiendo el manuscrito con una mano y un folio en la otra―. Insisto en que no es una eminencia, pero, poco más o menos, viene a decir algo así. Os leo su traducción:
Olvide la Fuente. Sus aguas pertenecen
al destino y al sueño de la gran
Nindún-Rinpoché.
Son para su amor Eterno.
Olvídela o morirá.
―Bueno, hay amores que matan ―bromeó Andrés.
―Entonces ―dije recapacitando―, no querían matarlo. ¡Era una advertencia! ―exclamé.
―¡Exactamente! ―apostilló Gabi―. Imagina qué puntería hay que tener para dispararle al corazón para que parezca que querían matarlo y fallar adrede.
―Yo ya me lo imaginaba. ¿Para que mandarle una nota al tío que vas a matar? ¡No va a poder leerla! ¡Es de cajón! ―explicó Andrés mientras se sacudía los restos de patatas fritas de la camiseta haciendo que Gabi y yo cayéramos solo entonces en aquella perogrullada. Y rompiendo el silencio que se había adueñado de la habitación añadió―: ¿Y a qué Fuente se refiere la nota? ¿Qué misión? ¿Quién es Nindún-no-sé-qué? ¿Qué quiere decir todo eso?
―Paciencia. Si la nota os parece un sinsentido esperad a saber lo demás ―anunció Gabi despertando de nuevo nuestra curiosidad.
―¿Hay más? ¿Qué más? ―pregunté con temor al ver el gesto que ponía.
―Daniel, recuerdas que en el hospital nos llamaron mucho la atención los dibujos que rodean el mensaje, ¿verdad?
―¡Sí! Sí, claro, los símbolos en los bordes del papel. Cada vez que pienso en ellos me entran escalofríos. Sí, sí, los recuerdo perfectamente ―insistí cuando Gabi me entregó la nota y vi otra vez aquellas aterradoras figuras.
―Bueno, he investigado esta iconografía ―explicó buscando algo en la mesa; enseguida cogió un libro y se sentó frente a nosotros abriéndolo por donde había puesto un marcapáginas―. Mirad, estos símbolos reciben el nombre de mandalas. En esencia, un mandala es la representación alegórica del universo, de las fuerzas que lo rigen y lo ordenan. En la mística tibetana, según el autor de este libro, son dogmas esenciales. Se utilizan en rituales, en reuniones sociales y, en definitiva, en casi todos los aspectos de la vida tibetana. Lo importante y esencial ―añadió bajando la voz, como si temiera que alguien pudiera escucharnos―, es lo que está dibujado. Este libro explica que todos los mandalas simbolizan algo o representan alguna fuerza. Es decir, que son como mensajes subliminales. Estos ideogramas ―continuó mientras acariciaba con las yemas de sus dedos los dibujos del libro― son inductivos. Transmiten energía positiva si representan a deidades apacibles o negativa si muestran a dioses malvados. El conjunto que forman los dibujos geométricos y los símbolos provoca bienestar o malestar en quien los observa. Normalmente se utilizan para ayudar a la concentración, para alcanzar la sabiduría, el Nirvana o lo que sea. Pero también se pueden usar para hacer el mal, para causar dolor o sufrimiento ―concluyó cerrando el libro de un golpe que nos asustó.
Andrés y yo nos recostamos en el sofá con una extraña sensación en el cuerpo. Gabi nos había impresionado con su explicación.
―No me extraña que me diesen escalofríos ―dije levantándome y frotándome las manos―; incluso ahora estoy destemplado.
―Eso es, captaste su frialdad. Lograron transmitirte el mensaje del mal que llevan implícitos ―me aclaró.
El silencio se apoderó del Cuartel General. Y los nervios me dominaron otra vez. Me dirigí a las escaleras. Me senté, agarrando con fuerza los barrotes de la barandilla, con la mirada perdida más allá de la cabaña. Aún sentía la frialdad de aquellos terribles símbolos. Me preguntaba por el porqué de toda aquella trama de muerte, amenazas y sangre. Andrés también se lo preguntaba, pero él lo hizo en voz alta.
―Mi padre nos lo explicará. Tiene que hacerlo ―resolví con determinación sin dejar de mirar aquella nota maldita que descansaba sobre las rodillas de mi amigo, aquel mensaje en apariencia inocente, pero que escondía una amenaza que ya nos alcanzaba a todos.
Capítulo Seis
Confesiones en el hospital
Antes de marcharnos, recogimos los libros y guardamos la flecha y la enigmática y amenazadora nota en la caja fuerte. Gabi me pidió diez minutos de paciencia, ya que tenía que terminar los últimos ajustes en la Special Bike. Tras ese espacio de tiempo, con puntualidad británica, mi amigo anunció que mi bicicleta estaba lista para la acción. Sin más demora, tras cerrar con llave el Cuartel General, nos marchamos a la ciudad.
Llegamos al hospital enseguida. Al principio no nos querían dejar entrar, pero supimos convencer a la enfermera que nos impedía el paso de que se trataba de un recado importante, y de que no tardaríamos mucho. Dudó bastante porque era la hora de las comidas y el hospital era muy severo en cuanto a las visitas. Finalmente, tras la convincente intervención de Andrés, que era todo un maestro de la elocuencia, nos dieron permiso. Subimos a la cuarta planta, avanzamos por el pasillo, impregnado por el característico olor a medicamentos, aunque mezclado con el aroma de la comida que ya habían servido a los enfermos, y llegamos a la habitación de mi padre.
La puerta estaba entreabierta; todas lo estaban porque se buscaba que corriera el aire para hacer más soportable el calor, que se colaba en el edificio pese al incansable esfuerzo del aire acondicionado. Entramos y cerramos la puerta para poder hablar sin que nos escucharan. Mi padre estaba comiendo; le habían quitado el suero a primera hora de la mañana, tras la visita de la doctora Estevil.
―¡Hola, papá! ¿Cómo estás? ―le pregunté tras darle un beso.
―Bien, hijo, mucho mejor. Hola, chicos. ¿Cómo habéis conseguido entrar?
―Bueno ―balbució Andrés, delatándose culpable―, tuve que convencer a la enfermera de que necesitábamos pasar.
―Ya entiendo ―dijo sonriendo mi padre―. Bueno, y ¿qué hacéis aquí? Tu madre, la tía y Óliver se han ido hace rato a comer. Me han dicho que habíais dormido en casa y que habéis salido a media mañana. ¿No has pasado por casa?
―No, todavía no. Hemos estado en la cabaña… investigando ―dije esperando su reacción.
―¿Investigando? ¿En qué andáis metidos ahora? ―preguntó sin darle la importancia que yo esperaba.
Las dudas nos invadieron. Por un instante nos pareció que mi padre no tenía ni idea de nada. Nuestras miradas se