Bajo la piel. Gunnar Kaiser

Bajo la piel - Gunnar Kaiser


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y pestañas demasiado largas; no podía dejar de observarla, su mirada como sumida en sus propios pensamientos, una actriz de una película de Antonioni. Cuando cinco minutos después Pedro le llevó el café, yo aún no me había animado a decirle una palabra. Ahora que lo tenía enfrente, le pedí tartamudeando lo primero que me vino a la mente. En un intento de dar una impresión de cool y desenvuelto, a la diez de la mañana pedí con voz ronca una cerveza. No había conseguido leer el título de su libro ni había podido distinguir ningún detalle que me permitiera entablar una conversación casual con ella; una conversación inofensiva, que no despertara sospechas, como las que entablan hombres y mujeres en tantos lugares de esta Tierra. Una conversación por la que uno no fuera ni lapidado ni proscrito públicamente. Jonathan, ¿por qué eres tan cobarde, pese a todos tus juramentos y los buenos propósitos para tu nuevo año?, me pregunté.

      Mientras me preguntaba esto, un hombre se había parado delante de su mesa. Debía haberle hablado, porque ella alzó la vista hacia él, sonrió y cerró el libro. Supuse que había estado sentado en algún oscuro rincón, fuera de mi campo visual. Entonces se acercó a sólo unos pasos de la muchacha e intercambió algunas palabras con ella, pero en voz tan baja que no alcancé a comprender nada. Al principio pensé que se conocían, pero pronto tuve que admitir que él era un desconocido como yo. La rapidez con la que ese hombre, un judío espigado de unos cuarenta y tantos largos y camisa blanca de cuello duro, había establecido una suerte de familiaridad con ella me dejó perplejo, pues ella volvió a sonreír, dijo algo y con un parpadeo dejó que tomara asiento enfrente de ella.

      Lo que dijo entonces lo entendí. Lo dijo tan fuerte y claramente que es el día de hoy que no lo he olvidado.

      “Aunque viajemos por todo el mundo para encontrar la belleza, no la hallaremos si no la llevamos dentro.”

      Lo dijo como en una letanía, por lo que supuse que estaba recitando algún verso de un poema. La muchacha se echó a reír fuertemente, con dos dedos se corrió un mechón de pelo de la frente y luego acarició con la palma el libro que tenía delante.

      –¿Lo leyó? –preguntó.

      –¿Leerlo? –Él tomó el libro, fue palpando el gastado volumen de tapas de lino, amarillo sol con una cinta señaladora verde, y lo sostuvo sobre las palmas de sus manos como si fuera un pequeño animal que durmiera allí bajo su guarda–. Yo lo escribí.

      –¿Entonces usted es Ralph Waldo Emerson? –Ella rio–. Encantada, Sir. Pensé que hacía tiempo que había fallecido.

      –Se podría decir así –respondió él–. Pero tranquila, llámeme Ralph.

      Ella bajó la vista y sonrió mientras Mr. Emerson observaba el libro y, repitiendo el mismo gesto de la muchacha, acariciaba delicadamente la tapa con la yema de los dedos. Ahora que él lo sostenía en la mano finalmente alcancé a ver el título.

      R.W. Emerson. Naturaleza.

      Luego él volvió a hablar. Había algo en su voz que me irritaba, pero no podía decir qué era.

      –Es una bella edición la que tiene usted. Algo así no se consigue en cualquier sitio.

      Se hizo una pausa en la que mi muchacha bajó la vista. No me quedaba claro qué podía tener el libro que fuera tan valioso; me hubiera gustado observarlo más de cerca para poder participar en la charla, pero tenía que cuidarme de no llamar demasiado la atención mientras los miraba. La pareja negra de la mesa de billar debía haber notado mi curiosidad y seguro que ya estaban cuchicheando sobre mí.

      Finalmente ella dijo:

      –Un regalo de mi padre.

      El hombre acercó el libro a su rostro. Parecía olerlo, inspirar su aroma, con los ojos cerrados, como si entre esas tapas estuvieran ocultos todos los secretos del mundo. Luego fue pasando cuidadosamente la palma de la mano por el lomo, bajó la cabeza y dijo:

      –Un libro magnífico.

      Oí cómo la chica se deslizaba hacia un lado y otro en su silla como si de pronto algo la hubiera excitado. Yo me había olvidado de toda mi timidez, tenía la vista clavada en ellos como un idiota, y vi cómo la mirada de ella iba de las manos del desconocido a sus ojos.

      –Siempre lo llevo conmigo.

      La sonrisa había desaparecido de su rostro.

      –Yo también tengo una edición en casa –dijo el hombre casi en un susurro, pero a un volumen suficientemente alto como para que yo entendiera. Él parecía responder a la inquietud de ella, querer calmarla con sus palabras–. La primera edición del ensayo. Un suntuoso volumen de Concord que incluso quizás Emerson tuvo alguna vez en sus manos. Ya es un poco antiguo, pero no se le nota. ¿Quieres verlo?

      Diciendo estas palabras se levantó, sin devolverle el libro, y ella lo permitió. Por un momento pensé que él se pondría de rodillas y le pediría casamiento, pero no, permaneció erguido y la miró, y al cabo de tres interminables segundos ella también se levantó, tomó su chaqueta y su mochila, siguió a Mr. Emerson sin siquiera mirar atrás y se fue del diner con él.

      ¿Yo estaba furioso o entusiasmado? Ya no lo sé, y quizás tampoco lo supe en ese momento. No sólo era que me había robado la chica definitiva con un truco barato sin dignarse a dedicarme siquiera una mirada; no sólo que ella se había involucrado con él con una presteza como si aquella mañana sólo hubiese ido allí con esa intención; no sólo era que él era tan viejo como ella y yo juntos y hubiera podido ser nuestro padre: lo que más me desconcertaba era el hecho de que aquel tal Mr. Emerson no había tocado ni un solo momento a mi chica, ni su hombro, ni su espalda, ni su mano, y no obstante ella se había ido con él como llevada por un hilo invisible.

      Acabé mi cerveza. La parejita del billar se había quedado muda y estaba allí parada como indecisa, el hombre del periódico dormitaba. Pedro levantó las mesas y se quedó mirándome con una sonrisita mientras yo agarraba la cámara, abría la puerta de un golpe y salía del local.

      2

      La Nueva York de aquellos días y el joven que llevaba una cámara colgada al cuello y también mi nombre: ninguno de los dos existe más. En mí ya no hay ningún cabello, ninguna célula de la piel que le pertenecieran, y también la ciudad, por cuyas calles él fue andando, hace tanto tiempo que desapareció que ni siquiera las viejas fotos consiguen evocarla. Cuando miro las fotos que me enviaron y que ahora tengo de nuevo delante mío, no encuentro en ellas ningún indicio real de cómo era la vida en aquel entonces. Las veredas, los autos, los ruidosos niños con su soga para saltar, la salida del sol sobre el muelle 1, las calles con los cafés gitanos, los gatos reunidos en los patios traseros al caer la noche, los brazos fláccidos de los hombres mayores en camiseta, los últimos hippies del Bridge Park: todo eso que yo alguna vez registré ahora me parece falso y como si fuera una imitación, artificial y afectado, como si junto con el polvo sobre el papel fotográfico se hubiese depositado también una capa de un nostálgico kitsch. También de los detalles del edificio de la Willow Street, delante del cual estuve por primera vez aquel día de junio de 1969, recuerdo otros diferentes a los que me muestra la fotografía. No recuerdo la hiedra de hojas pequeñas que va trepando desde gruesos maceteros de piedra a ambos lados del pórtico y cubre toda la fachada hasta el segundo piso; no recuerdo los nichos de las ventanas con sus vidrios repartidos de seis piezas, tan altos y angostos como troneras y que hacen que el frente parezca una fortaleza; apenas si recuerdo los tres frontones georgianos de ladrillo colorado de los cuales los dos pequeños forman el caballete del tejado, y el grande, sostenido por austeras columnas, se destaca sobre la entrada del edificio. No lo recuerdo.

      Y eso, aunque desde el día con el que comienzo estas notas estuve tantas veces delante de su casa como de ninguna otra en mi vida. ¿Cómo puede ser? ¿Las fotos están mal hechas? ¿Me quieren engañar con sus extraños ángulos, con sus manchas de humedad y su pátina blanco-negruzca? ¿O con los años algo se interpuso a mi recuerdo, la imagen de un sueño, de un modo tan imperceptible que ahora me hace dudar de estos insobornables testigos del pasado? ¿Es en realidad sobre mí sobre el que se depositó una capa de kitsch nostálgico?

      Pero yo recuerdo. Recuerdo


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