Bajo la piel. Gunnar Kaiser

Bajo la piel - Gunnar Kaiser


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atravesó la sala hasta una puerta de estilo francés rodeada de armarios de libros.

      –A esta hora del día hay mejor luz en el atelier.

      Yo comprendí, o mejor dicho: esperé haber comprendido. Con un golpe de puño él había abierto el ala izquierda de la puerta, logré echar un vistazo al enorme cuarto inundado de luz y vacío salvo por una cama que había del otro lado; él abrió también la otra ala de la puerta y se quedó parado bajo su marco. Cuando entonces Gretchen avanzó y pasando por delante de él ingresó a la luz, yo estuve seguro de que se trataba de un error: un error, empero, que yo no debía dejar escapar. Lo que estuviera sucediendo allí y lo que fuese a suceder, a fin de cuentas... me encontraba en una misma casa con mi chica definitiva; ella me había hablado, me había dado su nombre y –aunque no había sido del todo mi propio mérito– me disponía a tomarle fotos. Mi nueva vida comenzaba de un modo sumamente prometedor.

      Los resplandecientes rayos de sol que entraban en el atelier me hicieron entornar los párpados. Brillaban sobre la cama blanca como la nieve que había en el centro y se reflejaban en los cuatro pomos de bronce de sus esquinas. Las paredes y el techo, incluso las vigas sobre las ventanas estaban todos pintados de blanco, sólo el piso de madera relucía en un gris hielo. Mientras nuestro anfitrión permanecía en el marco de la puerta, yo entré al austero cuarto y me pregunté qué podía justificar su denominación como “atelier”; me pareció más bien un dormitorio que no se había terminado de acondicionar.

      Gretchen se sentó sobre el borde del colchón, con las piernas cruzadas sobre la manta blanca, se ubicó en el centro del cono de luz, el que parecía que iluminaba todos los edificios y todas las calles de todo Brooklyn, se ubicó en ese resplandor santo, presentó su sonrisa perlada y compitió radiante con el sol. Y ganó.

      Yo temí que las veinticuatro fotos que le hice estuvieran sobreexpuestas y también movidas sin arreglo, tal luminosidad irradiaba su belleza, y tanto temblaba yo mientras cumplía con aquel repentino encargo y en silencio Mr. Emerson nos miraba desde el dintel de la puerta.

      Ella sabía exactamente cómo quería que la fotografiaran, no necesitaba que le dieran indicaciones. No era su primera vez. Ponía su rostro donde estaba la mejor luz, a veces miraba a la cámara, le sonreía o la miraba meditabunda, a veces miraba soñadora por la ventana por debajo de sus largas pestañas, a veces se mordía el labio inferior como plagada de dudas sobre sí misma, luego volvía a separar los labios como si el airecillo calmara un dolor invisible, a veces alzaba el torso, a veces dejaba caer los hombros, a veces se pasaba los dedos por el pelo. Ella sabía cómo hacerlo, sabía lo bella que era y por lo visto también sabía cuándo se acababa una película; pues con el último clic se levantó, se alisó la falda y me agradeció con un beso en la mejilla. La cámara se me escapó de las manos, justo alcancé a rescatarla antes de que golpeara contra el piso. Gretchen se había ido del atelier.

      –Si quieres, podemos comenzar mañana con las sesiones.

      Tardé unos segundos en darme cuenta de que él no se había dirigido a mí, sino a ella. Los vi a ambos de pie en la semipenumbra del salón, vi el rostro de ella resplandecer cuando se volvió hacia él y dijo algo. Finalmente unió las manos delante del pecho y se inclinó ante él. Él también unió las palmas e inclinó lentamente la cabeza ante ella.

      Luego ella desapareció en la oscuridad, tan rápido como una hora antes había salido del metro detrás del Prospect Park y había ingresado en mi vida.

      4

      –Una chica inteligente se va antes de que la dejen.

      Lentamente comencé a sospechar de dónde venía ese malestar que me provocaban sus palabras. No era lo que decía, y tampoco ese tono negligente, casi lacrimoso, era algo totalmente diferente. Antes de poder reflexionar sobre ello me hizo un gesto para que me acercara. Yo cerré detrás de mí la puerta del atelier y volví al salón donde ahora me encontraba a solas en la oscuridad con el dueño de casa, el que acababa de acompañar a la puerta a Gretchen; la única luz era la de las bombillas que había arriba de los armarios de libros y que iluminaban su colección de por lo visto valiosos volúmenes.

      Me miró, nos quedamos callados. Por primera vez registré su figura completa; era alto y delgado y, aunque su cuerpo estaba envuelto en una especie de bata oriental, pude percibir una cierta condición física, sí, buena forma por entrenamiento. Sus movimientos eran elásticos, ligeros, más los de mi hermano mayor que los de un hombre de cincuenta años como había estimado que tenía. Pero cuando fue hasta el atril y bajó la tela de él mientras yo permanecía allí parado con la espalda contra la pared y las manos delante del pecho como un alumno que espera las preguntas del rabí y pude observarlo mejor, me invadió la duda: sus sienes grises, las blancas líneas alrededor de los ojos negros en el rostro exangüe, los tres surcos en la frente, su voz ronca, todo ello contradecía lo ancho de sus hombros, sus pasos al mismo tiempo gráciles y enérgicos y las manos fuertes que sostenían la tela y la volvieron hacia mí de modo que pude ver que estaba vacía.

      –Gretchen es una chica inteligente –dijo, y en ese momento me di cuenta de por qué sus palabras me resultaban tan perturbadoras. Él pronunció su nombre, el que oí por primera vez de su boca, no con acento norteamericano, con una oscura y hueca “r” después de la primera letra y un rápido siseo al final, sino como lo hubiera pronunciado mi padre. Como mi padre pronunciaba mi nombre a la alemana cuando se ponía serio, así dijo también ese hombre el nombre de la muchacha, con acento alemán, del mismo modo en que todas sus frases, recién me di cuenta en ese momento, tenían un ligero acento alemán. Un norteamericano común quizás no lo hubiera notado, pero la severa y ligeramente monótona melodía de sus frases, la “l” de “girl” pronunciada un poco demasiado adelante así como las fuertes consonantes al final de algunas palabras: de pronto me recordó tanto la forma de hablar de mis padres, sobre todo de mi padre, que estuve seguro de que Emerson también debía ser de familia alemana, y quizás en los primeros años de su infancia sólo le habían hablado la lengua materna. Quizás incluso había vivido en Alemania.

      Pero no dije nada. En lugar de eso contemplé la tela virgen y comencé a tiritar. O bien en la sala había comenzado a hacer notablemente más frío o yo me estremecía porque era consciente de que ya no iba a poder evitar más aclarar la confusión e iba a tener que mostrarme como el stalker sonámbulo, adicto a la luna que era. Él debió percibir mi temblor, pues en ese mismo momento apoyó la tela sobre el piano, se frotó las manos y dijo:

      –Y también es bonita. Tan bonita que se siente frío en el cuarto cuando se va.

      Se quitó la bata y la dejó caer sobre el sillón; debajo llevaba sólo un pantalón de lino, de modo que ahora estaba delante mío con el torso desnudo.

      –Una chica tan inteligente como ella, tan bonita como ella y que además lee libros... una chica así no la encuentras todos los días. Debes atacar, muchacho.

      Yo me esforzaba por no mirarlo fijo, su pecho con su vello canoso y sus redondos hombros, los largos y fuertes brazos debajo de la piel quebradiza, el torso de un exboxeador, el que ahora cubrió con una camisa blanca. Con un gesto de la cabeza me indicó que lo acompañara, aparentemente quería salir. Delante de una especie de tocador que había en la esquina derecha del salón, tomó de una percha su saco, el mismo que llevaba cuando lo había visto en el diner, se lo puso, se alisó los cabellos delante del espejo y tiró luego de los puños de su camisa para luego volverse sonriente hacia mí como preguntándome si podía salir así.

      Yo tomé coraje.

      –Pero ahora se fue. ¿Me robó la chica sólo para dejarla ir?

      –La dejé irse para que pueda volver.

      –¿Por qué iba a hacerlo?

      –¿Por qué no? Tiene la chance de que la pinte un tipo como yo. Quizás de que se la tire un tipo como tú, ¿quién sabe? ¿Qué podría haber más tentador en su joven vida? ¿No es el motivo por el que se ponen bonitas todas las mañanas? ¿Por el cual se sientan en un café, dejando que el sol ilumine sus cabellos, y abren sus libros delante de ellas: la esperanza de que un día les hable alguien que ha percibido su verdadero ser?


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