Bajo la piel. Gunnar Kaiser

Bajo la piel - Gunnar Kaiser


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en las manos el cuaderno de apuntes para intentar registrar por segunda vez aquellos días del verano de 1969 debo admitir que no puedo. Que es imposible. Y que no obstante debo hacerlo.

      La mera presencia de Gretchen me desequilibró, a pesar de que me había preparado tan bien para ese momento. Pero quizás todo el tiempo que había pasado solo en mi cuarto con sus fotos no había hecho más que enloquecerme. Allí estaba ella ahora, como siete días antes, sentada en la gran cama blanca de bronce en el medio del atelier, y me miraba. Pero a diferencia de la vez anterior no me sonreía, sino que me miraba con gesto severo, los combos arcos de sus rodillas castamente unidos, los brazos desnudos apoyados detrás de sus caderas, ofreciéndome la curva de sus clavículas... todo en aquel cuerpo me miraba serio y expectante.

      El atelier estaba más oscuro, cortinas de gasa cubrían completamente las altas ventanas velando toda la luz que caía sobre su cuerpo y sumergiendo el cuarto en un naranja mate, un vapor del color de las bayas del espino falso en el que danzaban las partículas de polvo. Yo me concentré en lo que se veía, en lo que la tela de su estrecho vestido ofrecía a la vista del observador, aunque ardía por ver lo que había debajo. Así estaba parado yo allí, joven e inexperto, con la cámara delante del rostro como una máscara que debía ocultar mi excitación, y sin saber qué hacer. Tanto tiempo había soñado con muchachas, sin haber llegado jamás a una situación atrevida en lo más mínimo, excepto por el beso sin permiso en el establo que la hija del granjero, de doce años, me había estampado en los labios cuando yo, de dieciséis, había pasado en las vacaciones tres cálidas semanas de agosto en su granja. Cuatro veranos más tarde finalmente me había propuesto hacer las cosas en serio, me había jurado que, costase lo que costase, conseguiría estar con una bella muchacha, estar junto con ella en una casa, en la misma habitación, y ahora que lo había logrado, aunque sin saber exactamente cómo había sido, temblaba de tensión y no podía sacar ni una foto.

      Y ahora era justamente su cuerpo el que debía ser fotografiado. Justamente esa figura, esa forma, esa superficie, y justamente ahora que estaba más excitado que nunca mi trabajo era fotografiar la causa de esa excitación, llevarla fría y profesionalmente al papel para que luego otro pudiera pintarla. Titubeé, me quedé paralizado, giré el objetivo como si no hallara la toma correcta. Minutos pasaron sin que pudiera sacar ninguna foto, minutos en los que me escondí detrás de esos ojos de la Rolleiflex a través de los cuales inspeccionaba el cuerpo de Gretchen.

      Ella pareció notarlo. No se inmutó, permaneció como sin respirar, sentada apoyada hacia atrás, ofreciéndome sus pechos; pero su rostro la delató. A diferencia de la semana anterior su tez ya no era tan delicada, las mejillas estaban enrojecidas y los hoyuelos debajo, más oscuros, como si la sangre le hubiera subido a la cabeza. El espacio a nuestro alrededor se hizo más pequeño, la luz, más difusa, el aire, más pesado. Ella también estaba excitada entonces, quizás tan excitada como yo, y recién en ese momento, cuando lo noté, me volvió a la mente él. Él, que en aquellos últimos minutos que yo había pasado con la muchacha en su atelier, había desaparecido por completo de mi mundo, aunque estaba parado a sólo unos pasos de nosotros y fumaba: expectante bajo el marco de la puerta que daba al salón, sólo interrumpía el silencio cuando cada tanto daba una pitada a su cigarrillo. Al volver a verlo, había percibido en él un extraño nerviosismo. Tampoco era ya más el amable, arrogante gentleman de la primera vez, sino que lo sentí más bien como el jugador en el momento en el que caen los dados, como un apostador desesperado poco antes de que termine la carrera. Apresuradamente se había levantado cuando yo había entrado al salón o biblioteca o estudio, como quisiera llamarlo, sólo para hacer una breve inclinación, indicarme con un gesto de la mano la puerta del atelier y luego volver a dejarse caer sobre el borde del diván en el que antes había estado echado. Y ahora se encontraba allí bajo el dintel de la puerta por la que yo había pasado para volver a ver a Gretchen, vigilaba desde la negra entrada su cueva y apenas si se lo alcanzaba a distinguir con su oscuro traje. El contorno de su cuerpo, los rasgos de su rostro yo sólo podía adivinarlos, sólo el blanco de sus ojos centelleó artero desde la oscuridad cuando entonces lo miré.

      En realidad hasta un momento antes yo había creído que no había nadie en el apartamento del último piso del edificio de la Willow Street. Solo y perdido había ido andando por el largo corredor, esta vez sin la guía de Gretchen. Pues sin haber golpeado a la puerta o haber hecho señal alguna de que estaba allí, había entrado. O bien el dueño de casa me había vuelto a esperar esta vez o tenía la costumbre totalmente atípica entre los neoyorquinos de dejar la puerta abierta. Con la cámara sobre el pecho y el correspondiente nudo en la garganta había entrado finalmente al salón, el que continuaba sin ser iluminado por ninguna luz del día, inmerso en viejo humo de cigarros y el olor a libros de cuero, y donde seguía reinando el retrato de Zeus en su trono que había encima del escritorio. Antes de darme cuenta yo ya estaba de nuevo en el atelier donde Gretchen adornaba la cama como dispuesta por un colocador de maniquíes y sin dignarse siquiera a dirigirme una mirada. Recién cuando me puse la cámara delante del rostro, como para protegerme de la vista de su cuerpo, el que me dejaba sin palabras y me hacía temblar porque temía convertirme en piedra si no apartaba mis ojos de él... recién entonces ella me miró con su severa mirada de diva como si supiera del poder de sus ojos y por un cruel capricho al principio hubiera querido librarme de ellos. Y recién cuando resolví que ese día no habría fotos porque yo temblaba demasiado, porque la luz era muy difusa y su figura se veía demasiado vaga, noté que él, Eisenstein, nos observaba desde el marco de la puerta.

      Aunque tengo absolutamente clara y presente la imagen de lo que habría de suceder en los siguientes minutos o horas, es el día de hoy, a veinte años y diez mil millas de distancia, que ya no puedo recordar quién dijo las palabras que flotaban en ese momento en el ambiente. Y puedo volver a traer todo a la memoria de un modo tan absolutamente claro y presente porque aún meses y años después pensé en ello día tras día, noche tras noche. Y no tanto porque aquel cálido atardecer de junio fue la primera vez que me acosté con una mujer, sino porque... bueno, ¿por qué? ¿Porque sucedió lo que sucedió? Cuántas veces me pregunté si mi primera vez se me hubiera grabado de un modo tan imborrable si hubiera sucedido en circunstancias, digamos, más comunes. Quizás con una prostituta en el auto de mi padre o con la hija del portero en el garaje detrás de las palas para nieve. Cuántas veces me pregunté si en mi vida la relación con las mujeres hubiese sido más fácil de no haber comenzado con esta extraña experiencia.

      Extraña e inolvidable: y sin embargo no puedo recordar quién fue exactamente el que empezó, quién habló y quién escuchó, quién actuó y quién esperó. ¿Fue ella? ¿O él? ¿Fui yo? ¿O fue sólo una voz en mi cabeza que en ese momento de duda en el que había dejado la cámara y primero me había vuelto a mirar al hombre que fumaba en las sombras y luego a la mujer tendida en la luz, me había ordenado hacer lo que hice? ¿O sólo después, en un sueño quizás, me había imaginado que alguien había hablado, para atenuar lo improbable del hecho, de ese silencioso consentimiento con lo que pasó, y neciamente había creído literalmente en aquel sueño?

      Quizás yo había obedecido las palabras que me habían ordenado que me sentara al lado de ella, quizás las palabras habían seguido a mi acción. Como fuera, allí había estado sentado yo y de pronto mi cuerpo a sólo un palmo del de ella, el temblor había cesado como una maldición que se revoca por medio del único gesto correcto. A un palmo de ella me encontraba, el que pese a la distancia ya recorrida, aún me parecía insuperable; podía contemplarla, todo el esplendor de su cuerpo, el que ella extendía hacia mí, pues sin vacilar ni retirarse sobresaltada ella permaneció medio sentada, medio tendida, bajó la mirada, respiró pesadamente y esperó. Yo la contemplé y me dije que si Dios verdaderamente había muerto, no podía haber sucedido hacía mucho tiempo si existía una criatura como ella. Como un pintor, como un escultor, como el arquitecto de una catedral gótica contemplé la impecable realización de un plan maestro, la complexión de su cuerpo, las vetas de su piel, la lisura marmórea de su rostro, el brillo de sus hombros, los finos vellos rubios en su nuca, la capa de terciopelo moreno dorado en su cuello y las venas debajo, los huesos de la clavícula como arbotantes sobre el ábside de su escote, la bóveda de su tórax. ¿Qué había debajo?

      De nuevo me ordenó él, de nuevo obedecí yo. Alzó mi brazo como si quisiera quitarle a ella una brizna de hierba


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