Bajo la piel. Gunnar Kaiser

Bajo la piel - Gunnar Kaiser


Скачать книгу
leyendo, repantigados, bebiendo vino y embriagándonos juntos con el humo del único y mismo cigarro. Ese fue nuestro bed-in.(3) Pero la paz mundial no nos importaba un bledo, a nosotros nos interesaban las mujeres.

      Conversamos, comimos, escuchamos música. Dentro del armario tenía un tocadiscos de caoba de 78 r. p. m. Eisenstein puso un par de discos, piezas para piano de Beethoven y Brahms, sonatas para chelo de Bach, arias de Gluck. Un compartimiento entero de sus armarios para libros estaba reservado para discos, pero allí no había ni jazz ni swing, ni folk y mucho menos rock ’n’ roll. Después de Mahler se acababa para él, dijo, algo más moderno no entraba en su casa. A lo sumo Gershwin.

      –Nómbrame a alguien que pueda hacer esto –susurró mientras escuchábamos a Kathleen Ferrier cantando las Rückert-Lieder–, y yo empiezo de nuevo a escuchar otra música.

      Cuando unas semanas más tardé husmeé en su colección para meter de contrabando Another Side of Bob Dylan, pude constatar que el disco más nuevo en su armario era La Traviata, dirigida en 1960 por Carlos Kleiber, y el más antiguo, dirigido por su padre, Erich (¿una casualidad?), una grabación argentina de Tristán e Isolda del año 1948. Entre esos dos años parecía haberse editado para él todo lo que valía la pena escuchar.

      Alrededor del mediodía llevamos jamón y queso de la cocina, también pan y la segunda botella de oporto. Esta vez no llegamos ni a la puerta, no fuimos a ningún restaurante, nos quedamos en casa y nos pasamos el tiempo así, holgazaneando. De todas maneras el tiempo era algo que no existía en su reino. En las paredes no había relojes, las horas y los minutos se difuminaban en una masa inerte, los días se deshilachaban hasta no distinguirse más los unos de los otros. Y no obstante ahora me parece como una espera, una espera de algo monstruoso que debía suceder, ineludiblemente. Eisenstein me contó sobre una puesta de El oro del Rin que había visto en el Met la semana anterior, y sobre una encantadora joven cantante cuyo nombre no había oído nunca antes. Luego me contó sobre las numerosas muertes que había habido en la historia de la Metropolitan Opera, infartos sobre el escenario y accidentes detrás de bambalinas, suicidios entre el público e incluso hasta un asesinato.

      –Hace un par de años, todavía era el viejo Met de la calle 39, en un pozo de ventilación debajo del lobby encontraron el cadáver de la joven violinista francesa Renée Hague... desnuda, maniatada y amordazada. La buscaban desde hacía tres días, su compañía ya había tomado el vuelo de regreso a París, ya se hablaba de secuestro. Pero resultó que alguien primero la había matado, luego amordazado, luego violado, luego maniatado y luego la había arrojado al pozo de veinte metros de profundidad. Extraño orden, ¿no te parece también? –Rio–. Hay quienes dijeron que por eso tiraron abajo el Met y lo construyeron de nuevo. No por los años del edificio. Hasta hoy no atraparon al asesino.

      Animado por el alcohol yo también comencé a hablar y le conté sobre mi vida desde que había llegado a Nueva York, sobre mi trabajo como chofer de reparto de escalopes y muslos de pollo kosher, sobre las clases en la universidad de Columbia y las estudiantes de allí. Eisenstein no dejó percibir si prestaba atención a mi relato o simplemente dormitaba o escuchaba el cuarteto de cuerdas; mientras yo hablaba él tenía los ojos cerrados y cada tanto daba una pitada a su cigarrillo. Estaba lejos de mí. Pero no hizo tampoco ningún amague de interrumpirme y así, a medida que las sombras que iban pasando por su salón se iban haciendo cada vez más largas, yo fui cobrando coraje y le fui contando más y más sobre mí. Le conté sobre mi infancia en las montañas de Catskill, sobre mi hermano en Vietnam y sobre mis padres. Cuando dije que habían huido de Alemania en 1933, Eisenstein abrió los ojos y me miró.

      –¿Solomon County?

      –¿La gente joven ya no lo dice más? Pero “los Alpes judíos”, eso sí te suena, ¿no?

      Yo reí.

      –Sí, todavía se dice. En nuestro auto antes teníamos incluso atrás una calcomanía: “Mi castillo está en los Alpes judíos”. Y durante un par de años, en los años cincuenta, poco después de que yo naciera, mis padres les alquilaron un pequeño bungaló que tenían a judíos de Nueva York.

      –Un Koch-allein –dijo Eisenstein ahora en alemán.

      Yo le respondí también en alemán.

      –Exactamente. Una pequeña casita sobre el Lago Lebanon, con todo para cocinarse uno. En esa época a menudo los judíos no conseguían vivienda en el estado de Nueva York, me contó mi padre, y así se las arreglaban. Pero ahora ya casi todas las colonias de vacaciones y los campos de campamento cerraron.

      –Y... los judíos de Nueva York tendrán que volver a Europa a los campos...

      Mi alemán y mi experiencia de cómo hablaba mi padre me alcanzaban justo para percibir el doble sentido en la frase de Eisenstein, pero no lo conocía lo suficiente como para saber si esa era exactamente su intención o sólo simple torpeza al expresarse o si se debía a una ambigua traducción de la palabra camp.

      Antes de poder hacer referencia a ello, sonrió divertido y volvió a pasar al inglés:

      –Si hoy un viaje de ultramar nos cuesta lo mismo que tres horas de auto rumbo al Norte, ¡a qué Tierra Prometida hemos llegado por fin! Verdaderamente no exageraron con las promesas. ¡Dios bendiga a América!

      Yo admiré su biblioteca, quedé asombrado de la cantidad innumerable de libros con sus encuadernaciones en cuero rojo, marrón, negro, y le pregunté si alguna vez los había contado. Él dijo que no y así fuimos andando entonces por el apartamento y juntos calculamos que habría más de cinco mil. Los libros ocupaban las tres paredes del salón donde no había ventanas en todo su largo y tres metros y medio de alto hasta el techo, había libros apilados junto a la puerta del baño, el corredor era todo un largo túnel de libros, y hasta en la cocina había algunos arriba de la heladera. Sólo la pared con las dos ventanas que daban a la Willow Street y el atelier contiguo no tenían libros. Allí no había plantas como en otros apartamentos, ningún gomero ni ninguna orquídea, ni siquiera una maceta con berro hortelano en la cocina. Allí no había nada de verde ni aire fresco, ningún busto de mármol u otra cosa que hubiera ocupado lugar: ese reino les pertenecía a los libros.

      Ya en ese primer día de los muchos que pasaría allí con él desde las tempranas horas de la mañana hasta la noche, la biblioteca privada de Eisenstein me pareció impecable y perfecta. No sólo la calidad y el estado de los volúmenes, también la selección de los distintos títulos y su ordenamiento eran algo excepcional. Aunque no pude leer ni una mínima parte de todos los títulos y de los que leí sólo había oído hablar de algunos, supe que me encontraba ante una valiosa colección que un hombre de posición muy acomodada debía haber ido formando a lo largo de décadas. Si el mundo a nuestro alrededor hubiese desaparecido y sólo se hubieran salvado esos cinco mil volúmenes, con ellos se hubiese podido restaurar la memoria de la humanidad.

      Nos parábamos delante de las paredes como de cuadros en un museo, y fumábamos y bebíamos a nuestro antojo.

      –Hay que vivir con los libros –dijo–, si no no tiene sentido poseerlos.

      Su relación con los libros era todo lo opuesto de sacra. Allí podía haber una edición centenaria del Cantar de los Nibelungos entre una botella de vino y jamón sobre la mesa de la cocina, como en una naturaleza muerta de un pintor barroco. Jamás lo vi ponerse un guante cuando sacaba un antiguo libro de la estantería. A veces leía como un niño de segundo grado con el dedo puesto sobre la página. Al final del día había un montón de libros diseminados por todo el piso del salón y encima de los divanes, pero cuando regresaba a la mañana siguiente, estaban todos de nuevo ordenados en su sitio. Allí estaban los clásicos de las grandes literaturas del mundo; de Homero y Hesíodo, de Ovidio y Virgilio hasta Gogol y Kafka. El Beowulf y Le roman de la rose, Dante, Petrarca, Cervantes, Shakespeare y Goethe, el Talmud, la Torá, la Biblia, el Corán, la epopeya de Gilgamesh, las Upanishads, el Canon de Pali, Confucio y Lao-Tse, los cuentos de Las mil y una noches, el Libro de los reyes, las Historias de Heródoto, César y Tácito; Horacio, Cicerón, los autores de teatro


Скачать книгу