Bajo la piel. Gunnar Kaiser
todo un semestre para poder empezar.
–Quizás fue por ti –dijo y volvió a abrir los ojos–. Quizás faltabas tú para que las protestas tuvieran éxito y en la lista ya no hubiera más antisemitas ni fascistas. Nunca se sabe lo que puede conseguir un solo hombre si está convencido de sus ideas y posee la suficiente determinación.
Volvió a llenarnos las copas. Ahora sonreía de nuevo, su ira parecía haberse desvanecido. Yo permanecí callado.
–Imagínate, Jonathan: hasta no hace mucho en este país no hubieras ni podido estudiar. En las universidades el ingreso de gente como tú y como yo estaba restringido. En Harvard había una cuota del diez por ciento, aunque casi la mitad de los postulantes eran judíos. ¿Y sabes cómo lo justificó el presidente de Harvard? “El mejor remedio para que haya menos antisemitismo es muy simple: menos judíos.” Hasta hace un par de décadas en este país hubieras debido tener cuidado cuando salías a la calle durante las celebraciones de Pascuas. “¡Los judíos mataron a nuestro Dios!”, decía en los letreros de las iglesias. Yo lo vi. Por ahora esos tiempos pasaron, pero autores como estos –sacudió el libro de Dostoievski– van a seguir siendo leídos siempre.
–Pero aquí también están en la biblioteca –objeté. Y todos los otros autores que él decía que eran antisemitas los tenía por supuesto también, como luego pude comprobar: Gustav Freytag, Gogol, Edith Wharton y por supuesto Martín Lutero.
Él sonrió abochornado como si lo hubiera pescado robando golosinas.
–Tienes razón, yo soy el peor de todos. Una vez hace mucho tiempo intenté sacar todo lo que tuviera una reputación algo dudosa, pero luego me di cuenta de que hubiera tenido que empezar por Shakespeare y lo dejé así.
Volvió a guardar el libro de Dostoievski en el estante, fue andando despacio y algunos metros más adelante sacó otro libro, uno rojo con inscripciones en dorado.
–Si adivinas de quién es, tengo una sorpresa para ti.
De nuevo se puso a hojear, luego tamborileó con el dedo sobre un párrafo y comenzó a leer: “En la primavera si una doncella como una virgen me ofreciera una copa de vino junto a un verde campo de granos, aunque para el vulgo sea blasfemia, peor que un perro sería yo si mencionara otro paraíso”.(5)
–Dostoievski no es...
–Bueno, ya vas bien.
–¿Goethe? –¿Cuál podía ser la sorpresa?
–No, pero cerca. Mira... –Se acercó a mí, me pasó el libro y señaló algo en la portada. Yo leí mi propio nombre.
–Quizás fue tu bisabuelo, ¿quién sabe?
Me quedé con el libro y me senté. Estaba cubierto por una fina capa de polvo y tenía los lados gastados. En la tapa, en el centro de un escudo oriental ricamente ornamentado, estaba escrito con letras doradas en alemán: Las sentencias de Omar, el fabricante de tiendas, y en la portada: “Traducido del persa por Friedrich Rosen. Berlín, 1922”.
Yo estaba entusiasmado y quería seguir mirando, quería ver lo que había escrito mi eventual antepasado, pero Eisenstein me quitó el libro de las manos y se echó en su diván.
–Es el famoso Rubayat de Omar Khayyam. Siglo XI, Persia. Y esta es una de las dos traducciones que tengo. La mejor. A propósito, el traductor, este Friedrich Rosen, fue ministro de Relaciones Exteriores del Imperio alemán, el antecesor de Walther Rathenau.
Pero yo no había oído nunca ninguno de los dos nombres y pensé que si hubiésemos tenido un verdadero ministro de Relaciones Exteriores en nuestra familia, con toda seguridad mi padre no hubiera dejado de mencionarlo todos los días en la cena.
–Quién sabe –dijo Eisenstein, abrió el libro, lo apoyó sobre su pecho y se puso a hojearlo.
Durante un largo rato leyó para mí y para él los cuartetos de Omar, el fabricante de tiendas; la mayor parte del tiempo hablaba de muchachas y vino. Leía bien, en voz baja y lentamente, pero también melódicamente y en un alemán impecable como el que yo conocía de mi padre. Así me había leído él también hacía mucho tiempo, cuando yo estaba enfermo en cama. Seguimos bebiendo. En un momento cerró suavemente el libro y lo dejó apoyado sobre su corazón.
–En todos estos años –dijo– no logré descubrir qué es más importante en la vida: seducir a una muchacha o leer un buen libro. Simplemente no encuentro una respuesta. Y es la pregunta más importante en la vida de un hombre.
Yo había cerrado los ojos y veía la imagen de Gretchen bailando delante mío. Tenía que dejar de beber urgentemente.
–No sé –dije. Sentía la lengua lenta y pesada–. Las dos cosas me resultan tentadoras.
Eisenstein se había levantado sigilosamente, como si no quisiera despertarme, y había ido hasta el escritorio.
–Creo –dijo mientras se sentaba en su sillón– que el secreto es no llegar nunca a la situación en la que uno tenga que decidirse. Mientras las dos cosas sean posibles no es errada la vida.
3 Se refiere a la “encamada” o “la cama de la paz” de John Lennon y Yoko Ono en 1969, en tiempos de la guerra de Vietnam. En un acontecimiento-performance abierto a la prensa pasaron una semana en la cama en un hotel de Ámsterdam y otra en un hotel de Montreal como forma no violenta de protestar contras las guerras y en pro de la paz [N. de la T.].
4 Sopa que suele comerse, entre otras, en la cultura judía de origen europeo [N. de la T.].
5 La versión al alemán es: “Im Frühling mag ich gern im Grünen weilen, und Einsamkeit mit einer Freundin teilen, und einem Kruge Wein. Mag man mich schelten : Ich lasse keinen anderen Himmel gelten” [N. de la T.].
9
Ya no sé si ella había entrado exactamente con esas palabras, pero de pronto la tenía delante de mí, en el medio entre los dos divanes, entre el polvo de los libros y la niebla de los cigarros. Llevaba una camiseta blanca holgada y pantalones cortos de jean, su cabello rojizo relumbraba bajo la exigua luz, me sonrió y me miró. Yo quise levantarme, pero ella se sentó al lado mío en el diván y colocó su mano sobre mi pecho. Luego se inclinó sobre mí y me dio un beso.
Yo no había adivinado de quién era el poema, pero él igual tenía una sorpresa para mí.
Horas más tarde, cuando después de acompañarla a la puerta, fui tambaleándome por el corredor y entré a ese salón inmerso en la difusa turbiedad de un acuario, con la mente vacía y llena al mismo tiempo como después de una fuerte embriaguez, incapaz de cualquier idea clara y cercado por miles de imágenes de los últimos momentos, Eisenstein seguía como escondido detrás del escritorio. No se había movido un centímetro, por lo que pude distinguir en la semipenumbra; se había deslizado, empero, hundiéndose en el asiento del sillón negro como la pez, tenía las orejas a la altura de los reposabrazos, la cabeza hundida entre los hombros, de modo que su cuerpo, normalmente imponente, ahora se veía como el de un niño de delicada contextura. Pero su rostro tenía otra expresión. Si antes Eisenstein había parecido introvertido, distante como el distinguido contemplador de una obra de arte, de un happening que Gretchen y yo celebrábamos ante él, ahora que estaba solo conmigo su mirada era de una curiosidad clínica y de una indiscreción como si tuviera que saber sí o sí cómo había logrado yo lo que él acababa de presenciar. Como si hubiera algo que saber...
Indeciso de pie en el medio de la habitación incliné la mirada para ver lo poco que alcanzaba a espiar de él: sus blancos dedos, la colilla de un cigarrillo encendido entre ellos, los labios entreabiertos. Sus ojos negros centelleaban desde la oscuridad, un animal depredador en su cueva.
–¿Y?
–¿Y qué?
–Y... ¿cómo fue? –susurraba.