Bajo la piel. Gunnar Kaiser
era incómodo y molesto, pero luego finalmente cobró coraje, superó la última aparentemente insuperable barrera, finalmente sus dedos se extendieron y elevaron hacia el sitio que ahora entre los múltiples a los que hubieran podido llegar era el único que quedaba en el mundo, y tocaron el punto que quedaba libre detrás de su oreja derecha, entre el nacimiento del allí más oscuro, casi castaño cabello y el haz del músculo de la nuca. Allí se posaron. Allí permanecieron como si allí acabara toda ansia, al menos por un momento. Luego continuaron explorando lo que había para explorar, sintieron lo que había para sentir, la nuca, la curva entre el cuello y los hombros, sintieron los contornos de la piel, el lóbulo de la oreja, la mejilla, la frente, el nacimiento de la nariz entre las cejas, el párpado, las pestañas, la sien, el corto y transparente vello allí, el terco labio superior, el suave labio inferior que no ofrecía resistencia, la curva del mentón, la coraza de la laringe, el nacimiento de la columna vertebral debajo del cráneo, los omóplatos, los músculos de su pecho, su suave temblor.
Sus dedos sintieron todo su cuerpo, sus manos la sujetaron, sus brazos la tomaron. Dejaron que sucediera, se olvidaron del tiempo.
7
Cómo regresé a mi casa, no lo sé. Esa noche me encontré en mi cama, despierto desde hacía horas y con la vista clavada en el techo. ¿O sí había dormido? No podía quitarme de la cabeza las imágenes de ese atardecer. El torso de Gretchen giraba y se volvía en el resplandor de la luz del crepúsculo que fluía en el atelier a través de la cortina, sus cabellos eran un torrente de malvas y frambuesas sobre mi rostro, a la derecha e izquierda de mi cabeza colocaba ella sus gráciles brazos, delgados como los de una adolescente. Sus tobillos sujetaban mis piernas, ella apretaba sus muslos contra mis caderas, su pelvis se estremecía sobre la mía. Sus ojos no se fijaban en ningún punto, su mirada suave, su boca entreabierta. Me parecía tener aún su olor en mí, el aroma de su piel, el aroma de sus codos y sus axilas, el perfume sobre el hueso de su pecho, el champú en sus cabellos, la fragancia de su regazo, el aliento de su boca, su respiración profunda: todo eso me parecía sentir en mí mismo. Y cada tanto estaba también allí una y otra vez de nuevo el aroma a viejos libros y cigarros que yo erróneamente había supuesto desvanecido hacía mucho, perdido entre esa profusión de nuevos y desconcertantes estímulos. Sólo conmigo mismo seguía sintiendo sus caricias: sus manos se deslizaban subiendo por mi cuello, yo iba palpando sus costillas, asía sus pechos, apresaba sus caderas. Como si la palma de la mano fuera un rostro, como si las yemas de mis dedos tuvieran ojos. Podían verla.
En medio de todas estas imágenes aún hoy lo veo a él, lo vi esa noche, cómo nos miraba. En medio de todos estos recuerdos de mis sentidos está él. Está de pie en la entrada de su cueva, calla, fuma y mira. En silencio, sin respirar. Y a nosotros no nos parece inaudito. Nos sentimos a salvo. El pudor de nuestra desnudez se diluye en la protección de su mirada.
También las noches que siguieron regresó el recuerdo de lo que había vivido. La vi, la olí, la saboreé, la oí, la toqué, hice de ese momento único e irrepetible una cadena de sensaciones cada vez más uniformes, cada vez más placenteras, las alargué artificialmente, sentí el éxtasis que me provocaba el poder de volver a traer el pasado al presente una y otra vez, de no dejarlo seguir su curso natural, sino de detenerlo y dirigirlo adonde yo quería, de obligarlo a servirme cada vez que lo deseaba. Apenas si dormía.
Y así me entregué al sueño de esa muchacha. Por las mañanas recorría millas por la ciudad perdido en mis pensamientos para acabar finalmente en la autopista Turnpike de Nueva Jersey sin saber cómo había llegado hasta allí. Cuando en el estacionamiento del matadero de Yonkers vi a los operarios pasar por delante de mí cargando medias reses y no pude evitar pensar en la pelvis de Gretchen, comencé a sentir vergüenza. Sentí vergüenza como años antes me había avergonzado al masturbarme. Sentí vergüenza de disponer de tal poder y de usarlo a mi antojo. No le tenía que preguntar nada a nadie, no le tenía que pedir ayuda a nadie. Esa semana insomne por fin fui libre de sentir lo que quería, y la nueva libertad me hizo estremecer.
Pero cuando finalmente al cabo de unos días y noches la atracción del recuerdo declinó, comprendí lo que sucedía. Me había vuelto adicto. Tardé una semana, no obstante, en comprender a qué.
El fin de semana salí de la ciudad y fui a casa de mis padres. Quería aprovechar el retiro de Sullivan County para poder avanzar por fin con mi lista de lecturas. Leer a Hawthorne, los relatos de viajes de los colonos, quizás a Emerson. Al menos eso es lo que les dije, y casi no hubiera sido una mentira. Pero en verdad los dos días en casa de mis padres junto al lago Swan y sobre todo las noches en mi antigua habitación de la infancia fueron un intento por luchar contra la adicción. El intento por borrar para siempre de mi memoria la fascinación de lo vivido.
–¿No crees, Gittel, tú también, que hoy en día se exagera mucho con la importancia que se les da a los modales? –preguntó mi padre mientras cenábamos. Puso el codo derecho sobre la mesa, apoyó la cabeza sobre la palma de la mano y miró a mi madre con los ojos bien abiertos. Por lo visto estaba enojado por lo poco educado de mi postura y me imitaba, porque yo estaba sentado allí como hundido en mis pensamientos y ausente, pero como tantas otras veces en su rabia se había deslizado una pizca de sorna, como un guiño que se sentía en su voz.
–Hijo mío, ¿para qué te mandamos a los mejores colegios del país?
Los dos no pudimos evitar reír, porque ni mis padres me habían mandado a los mejores colegios del país ni ninguno de nosotros pensaba que en aquellos días allí se podía aprender mejores modales que los que mi madre y mi padre nos habían enseñado con gran esfuerzo a sus dos hijos. No era con negligencia y chapucería que se pasaba de pobre inmigrante a ser el más reputado arquitecto de la región. Schludern era el término que usaba mi padre para referirse a hacer las cosas en forma chapucera, evidentemente porque creía que era una palabra ídish.
Y efectivamente mis padres vivían en aquella casa junto al lago que imponía tanto respeto por el trabajo que había hecho de mi padre alguien indispensable en un radio de cien millas a la redonda. Lo que él normalmente se olvidaba de mencionar era que desde hacía años era buscado como experto en el diseño de baños públicos y no de prestigiosos museos o teatros de ópera como se había imaginado en sus épocas de joven estudiante de arquitectura.
Yo apoyé el brazo sobre la mesa, alcé la cabeza y me senté erguido.
–¿Cómo van los estudios, Jonathan? –preguntó mi madre.
Para ganar tiempo tomé un bocado de la carne de res que nos había servido.
–Todavía me tengo que acostumbrar un poco –dije después de tragar ruidosamente–, a cómo funcionan las cosas. Es todo tan... diferente. Los profesores... y bueno. Y las clases teóricas... cómo aprender algo ahí, eso tampoco nos lo enseñaron en los mejores colegios del país. Pero así son las cosas, quizás fue siempre así.
Y cuando vi que mis padres estaban callados ocupados con sus platos, agregué:
–Pero a veces realmente quisiera que alguna vez nos ocupáramos también de algo que tenga vida. Quiero decir, verdadera literatura, no libros que ya estaban muertos cuando los escribieron. En lugar de eso tenemos cosas como esto en la lista de lecturas. –Alcé La letra escarlata de Hawthorne que, como coartada, me había dejado en la silla de al lado y del que aún no había leído ni una página.
–Bueno, lo principal es que seas aplicado y estudies como corresponde.
A pesar de no esperar en absoluto otra cosa, esa noche me sentí enfadado con mi madre porque no me había escuchado. A diferencia de lo que me sucedía con mi padre, del que ocasionalmente lo hubiera deseado.
–Oh, estoy seguro –objetó y dejó a un lado los cubiertos– de que actualmente en Nueva York te enseñan un montón de cosas útiles para la vida.
Yo alcé la vista. Por la mente se me cruzó la idea de que podía haberse enterado de mis experiencias de la última semana y que se refería a eso. Pero al verlo colocarse ambas manos ahuecadas delante de la boca e inhalar ruidosamente mientras ponía los ojos en blanco me di cuenta de que él, que hacía años que se quejaba de las costumbres cada vez más laxas y de la