Bajo la piel. Gunnar Kaiser
mera existencia; el enigma con el que me volvía a enfrentar siempre su presencia, su renovada presencia en el apartamento de Eisenstein, su repetida entrega a mí, la que desde la primera vez que estuvimos juntos adquirió ese carácter de lo que sólo sucede una vez, de lo que sucede más allá de nuestra voluntad, sólo por azar y de lo que ya en el momento del acto uno se arrepiente. Así como esta vez todos teníamos en claro que era en forma consciente y voluntaria que Gretchen se entregaba a la aventura que Eisenstein y yo podíamos significar para ella, así me trató también ella a mí esta vez y así fue nuestra nueva unión: consciente, voluntaria, deliberada; una posesiva, casi calculadora intimidad se apoderó de nosotros en aquellas horas de la tarde.
Ya no necesitábamos ningún pretexto. Eisenstein no pintaba, yo no era fotógrafo, ni ella modelo. Ella era una mujer y nosotros éramos hombres. El salón no era ninguna biblioteca de una culta burguesía, sino una cueva del vicio, un antro de corrupción. Una habitación trasera de mala fama que se convirtió en testigo de nuestra pasión. Mi inseguridad cedió lugar a un indisimulado deseo no sólo por su cuerpo sino por el poder abandonar con él también el mío. Por sentir lo que ella sentía. Ya no era sólo su belleza lo que yo quería poseer. Era la presunción de un mundo interior al que yo en esos instantes y en esos clímax –y sólo en ellos– llegaba a tener acceso.
También el interés de Gretchen en mí parecía haber cambiado. Ella mostraba una curiosidad frente a mí y mi delgaducho, blanco cuerpo, un ansia nerviosa por indagar lo que podía hacer con él, y esta experiencia de que mis miembros pudieran tener importancia para otro ser humano era algo aún nuevo para mí. Ella me rodeó con brazos y piernas, me atrajo hacia ella, dentro de ella, me cercó, me sostuvo fuerte con sus pequeñas manos, apretó sus muslos contra mis caderas; luego volvió a apartarme de ella, golpeándome en el pecho y en el hombro, interponiendo su pelvis como un escudo que debía protegerla de mis ataques, mordiéndome con tal fuerza en el labio que sentí el gusto de mi propia sangre.
Pero yo también tomé posesión de ella. A medida que fui sintiendo crecer, endurecerse mis músculos bajo sus manos descubrí una fuente adicional de placer; un placer que ya no residía exclusivamente en el descubrir y admirar el cuerpo ajeno, sino en el ejercicio de la propia fuerza y de la propia voluntad sobre precisamente ese cuerpo; y en el percibir sus reacciones ante ello. Tiré violentamente de ella, tiré de sus cabellos, le doblé la cabeza sobre la nuca mientras ella cabalgaba encima mío. Le apreté los brazos detrás de la espalda, luego de nuevo se los extendí hacia ambos lados del diván cuando yo estaba arriba de ella, casi le disloqué el hombro y disfruté de no saber si su rostro estaba deformado de dolor o de placer.
La presencia de Eisenstein, el que estaba sentado hundido en su sillón detrás del formidable escritorio debajo del cuadro de Zeus, no nos molestaba. Apenas si lo registrábamos. Ya la primera vez su muda mirada extrañamente nos había incitado más que intimidarnos, estimulado más que inhibido, y sin embargo de forma borrosa por mi mente había pasado el pensamiento de que de algún modo podía no ser correcto lo que estábamos haciendo allí. El pensamiento de que debía sentir pudor si no ante los ojos de una muchacha desconocida, sí ante los de un hombre adulto que podía ser mi padre; y más todavía el temor de que la ausencia de ese pudor fuera el indicio de un problema psíquico que yo venía vislumbrando desde hacía mucho tiempo, de un carácter perverso, de una naturaleza malograda que tarde o temprano sería mi perdición. Tampoco durante los días que pasé en casa de mis padres, y pese a todos mis esfuerzos por descartarlos interpretándolos como los restos de ese temor de Dios en el que me habían criado, conseguí desterrar estos pensamientos de mis recuerdos. Pero en ese instante, desnudo en los brazos de esa muchacha maravillosa, no sentí nada de eso. Ni pudor ni turbación. Ni pensé en lo particular de la situación ni en lo que un suceso tal significaría en mi vida. Yo tomé lo que ella me dio y le di lo que ella quería. Y Eisenstein miró.
Y luego ya había pasado. Permanecí tendido en sus brazos, ella, en los míos; desnudos y estrechamente abrazados sobre la manta a cuadros de lino marrón y roja, aliento contra aliento, susurro contra susurro, piel contra piel. El sol se puso, yo oí música, el sonido de la ciudad parecía desvanecerse, el latido de nuestros corazones se hizo más lento, alguien fumó. Las sombras se acrecentaron, comenzó a hacer más frío. Luego el silencio. Las paredes llenas de libros se acercaron, nos rodearon como guardias, nos dieron refugio y cobijo. Estábamos tendidos allí, el mundo se había acabado, no queríamos nada más.
De algún modo transcurrió luego el tiempo, quizás había dormido, quizás también soñado, lo cierto es que el tiempo había transcurrido, el momento había pasado.
Nos vestimos, en silencio de pie uno frente al otro en la oscuridad. Luego la acompañé hasta la puerta y no volví a verla nunca más. Hasta el día de hoy ambas cosas continúan siendo un enigma para mí: tanto su mera existencia como su repentina desaparición. Hasta el día de hoy muchas otras vinieron después de ella y del mismo modo se fueron también. Pero hasta el día de hoy extraño a esa muchacha. Su belleza, su mirada, sus dedos sobre mi piel.
Pero eso no lo sabía cuando se despidió de mí con dos besos en la mejilla y una intensa mirada... ¡qué fuego en mis venas!, ¡qué ardor en mi corazón!... No lo sabía y no podía saberlo cuando ella sonrió y su sonrisa fue toda para mí, no podía ser para nadie más que para mí; cuando cruzó la puerta y en el rellano de la escalera se volvió una vez más hacia mí, y parado allí yo me quedé mirándola, la vi desvanecerse en la nada, varios minutos me quedé aún allí escuchando el ruido de sus pasos bajando los escalones.
Luego regresé por el oscuro corredor. Había transcurrido un día entero: un día en el que por fin había vuelto a ver a Gretchen y a Eisenstein, y que había resultado una mayor aventura y más excitante que lo que yo me había imaginado tumbado en la cama de mi habitación de la infancia. Sin hacer escala en mi sucucho de mala muerte y sin perder un instante pensando en la promesa que les había hecho a mis padres me había dirigido a Brooklyn, de la soledad de Sullivan County directamente a la soledad del interior de su cueva. Había tomado el tren de las nueve que iba a la Estación Grand Central y, en lugar de continuar en dirección al Norte y a East Harlem, había ido hasta City Hall y las últimas millas hasta la Willow Street las había hecho a pie con la intención de que la caminata cruzando el Puente de Brooklyn me ayudara a aclarar la mente. En qué estado febril me encontraba ante la esperanza de volver a verlo, ante la incertidumbre de cómo reaccionaría él cuando me viera después de que hubiera pasado más de una semana desde la tarde con Gretchen sin que yo me hubiera comunicado, y ante el temor de encontrar cerrada su puerta.
Pero él estaba allí, como siempre, y como siempre su puerta estaba un resquicio abierta. Quizás yo había esperado sorprenderlo, y hacerlo en una situación que volviera a traer mi imagen de él a la realidad: esa imagen de un Jay Gatsby judío que se presentaba como artista, ganaba su dinero con negocios turbios, pasaba sus días con la lectura de valiosos libros (si es que no se encontraba en cafés y diners acechando a muchachas demasiado jóvenes para él) y sus noches en cervecerías poco iluminadas, en dudosos clubes y fiestas en la Quinta Avenida. Quizás había esperado desenmascararlo para así poder destruir esa fascinación que se había apoderado de mí, como último medio para dominar mi adicción.
Sigilosa y rápidamente había pasado yo esa mañana por delante de las estanterías de libros y había entrado en el salón. Pero el ensimismamiento en el que hallé a Eisenstein no hizo más que reforzar mi impresión de él. Estaba en camiseta parado delante del atril, el que había acercado más a la ventana, aunque casi no entraba luz a través de las cortinas. En la mano sostenía pincel y paleta, pero no pintaba, sino que estaba allí parado sin moverse, los fuertes hombros y antebrazos tensos como los de un boxeador, sus ojos clavados en la tela. Recién cuando al cabo de unos segundos me hice notar carraspeando, me vio, arrojó el pincel y la paleta encima del escritorio y me saludó a su manera. Después de la interminable semana en la que no habíamos tenido noticias uno del otro yo sentía la necesidad de abrazarlo, al menos de estrecharle la mano o si por mí era de simplemente tocar sus pies. Pero algo en él, un aura de fría amabilidad, me ordenó conformarme con una inclinación. Me indicó los divanes que estaban en el medio de la habitación, donde ya había dispuestos sobre la mesita dos copas de oporto y un cigarro; me senté, me dejé caer, me hundí