Bajo la piel. Gunnar Kaiser
percibía claramente en esas fotos no existía en absoluto entre mi chica definitiva y yo, sino entre ella y ese judío desconocido que hubiera podido ser mi padre? ¿Si yo no era ni hipnotizador ni víctima en esta historia, sino simplemente un mediador, un involuntario cómplice o apenas un observador ajeno a los hechos que el mero azar había involucrado en esta historia? Yo necesitaba certezas. Apresurado volví a guardar las fotos en el sobre, me vestí y salí.
Tomé el metro hasta Atlantic Terminal, fui andando por la avenida Flatbush hasta el Prospect Park, me paré en la salida del metro Grand Army Plaza donde había visto por primera vez a Gretchen y esperé. Allí había surgido ella de las profundidades, allí había aparecido ante mí, allí debía volver a verla. No tenía ni idea de qué era exactamente lo que pretendía, pero me daba lo mismo. No quería pensar, quería actuar. Al cabo de una media hora, sin embargo, me di por vencido y fui andando sin rumbo por las calles de Brooklyn y al final llegué al diner de Pedro.
La pareja negra seguía jugando al billar, y desde su ubicación detrás de la barra Pedro me saludó con la misma mirada cansina de tres días atrás. Ella no estaba allí.
En ese momento me di cuenta de cómo se le había ocurrido a Gretchen llamarme Johnny cuando me tuvo parado delante de ella con la boca abierta en la escalera. Pedro, cuyo padre (también Pedro) era el dueño del local, me había saludado así; como lo había hecho siempre desde la primera vez que había ido al diner y él había leído mi nombre en el sobre del cual yo había sacado los billetes que había ganado esa semana para pagar los tacos y un par de cervezas. En lugar de Jonathan me había llamado Johnny, y un hombre atento que estaba sentado en una esquina y revolvía su café lo había escuchado. Me había visto, había notado que yo había ido allí por un único motivo y se me había adelantado. Y camino a su apartamento o luego en el salón, cuando en la conversación había salido el tema del arte y de que él era pintor y de que le gustaría mucho hacerle un retrato, él le había contado a Gretchen que su fotógrafo Johnny llegaría en unos momentos y que podía tomarle algunas fotos para que con ellas él pudiera ir preparando el cuadro. Y como a pedido, minutos después yo estaba parado delante de la puerta.
Le pregunté a Pedro si el tipo que un par de días atrás se había ido con la chica bonita iba a menudo.
No lo pensó ni un segundo.
–¿El señor Eisenstein? –Su mirada se animó–. Por casualidad no se encontraron. Estuvo hace media hora.
–¿Lo conoces?
–Tanto como a ti –dijo Pedro.
–O sea que no lo conoces...
–Lo único que sé es que se llama Eisenstein, que vende libros y que ustedes dos comparten el mismo hobby.
Frunció los labios, enarcó las cejas y puso una sonrisa tan salaz que yo me avergoncé de mí mismo. Sospeché que con “hobby” no se refería a la pasión por sus tacos. ¿Pero qué sabía él exactamente?
–¿Vende libros?
–Eso dijo. Pero por la pinta que tiene debe ser proxeneta o algo así.
Reí.
–¿Cómo se te ocurre?
–Tengo un primo. Emilio, diez años mayor que yo. Vive en Co-op City. El tipo es proxeneta. Un tipo simpático, pero la forma en que mira. Y ese Eisenstein tiene la misma expresión cuando está acá en el local. Tiene algo en los ojos. Algo que no se olvida fácilmente.
Pedro hizo una pausa durante la cual recogió mi copa de la barra y la lavó. Luego volvió a poner una sonrisita y dijo:
–Además acá se levanta a un montón de chicas. Viene todos los días, bebe un café y si aparece algo potable, puedes apostar que en algún momento ella se irá con él. Proxeneta, te lo digo.
Sentí el deseo de protestar y de aclararle a Pedro algunas cosas en lo que se refería al verdadero ser del señor Eisenstein. Aleccionarlo sobre eso de que la apariencia a veces engaña. Eisenstein no era ningún proxeneta, sino incluso un artista, un pintor importante, probablemente de origen alemán, como yo, judío, como yo. Sentí el deseo de alardear con el vínculo más cercano que tenía con ese hombre. Pero pronto me di cuenta de que, a pesar de haber estado en su casa y de haber almorzado con él, sabía tan poco como Pedro, quizás incluso menos. Así pues, no dije nada, pagué y me fui.
Al final Pedro tenía razón. Un rostro como ese no se olvida. En los días que siguieron intenté retomar mi vida de siempre, pero no me podía quitar de la cabeza la expresión de Eisenstein, su mirada, su sonrisa, sus gestos. El jueves por la mañana volví a hacer el reparto de carne, llevé un par de cientos de libras de achuras a Staten Island, por la tarde fui a una conferencia sobre poesía victoriana, y en todas partes a las que fui tuve la sensación de verlo. Las personas más disímiles de pronto me hacían pensar en él. El encargado de pagos del Mercado Kosher Westville, un delgado sefardí medio ciego llamado Alkalai que por lo general me ponía demasiados billetes en el sobre del jornal, casi me hizo estremecer. Su rostro huesudo, los altos pómulos debajo de unos ojos de un negro profundo en los cuales sólo cada tanto relampagueaba una franja blanca: así era él. El colaborador del profesor de la Universidad de Columbia, el que le llevaba el portafolios y borraba la pizarra, un tipo robusto, apuesto, de cuarenta y tantos largos, que ya llevaba un par de años de más capacitándose para acceder a una cátedra: un medio hermano menor de Eisenstein. Los canosos mechones engominados en las sienes, las espesas cejas bajo la ancha frente, el fino bigote bajo la alargada nariz que hacían que pareciera el Errol Flynn judío: así era él.
El viernes me compré los ensayos de Emerson en una de las librerías de viejo de la avenida Lexington. En Goldberg’s Books, para ser más exacto. Quedaron mucho tiempo sobre la caja de madera en mi cueva del East Harlem, luego entre Thoreau y Alcott en mi estudio en Montauk y finalmente, cuando ya me había ido del país, en una caja de cartón junto con las fotografías en blanco y negro y mis viejos manuscritos. Mr. Goldberg, que me condujo al estante donde estaba la amarillenta edición de 1838, se parecía a Eisenstein casi como su hermano gemelo. La misma alta estatura, impresión que reforzaba al tener la costumbre de llevar el fuerte mentón alzado por encima de la articulación de la mandíbula, lo que resaltaba su nuez de Adán y le otorgaba al mismo tiempo un aire de arrogancia; su andar orgulloso por los pasillos... cuando al despedirnos se inclinó apenas levemente hacia mí, casi no pude contenerme y casi le menciono a su presunto hermano. Pero también entonces callé, pagué y me fui.
Al final de la semana tantas veces me había imaginado el rostro de Eisenstein, tantas veces lo había visto en los rostros de la gente que pasaba por mi vida que casi me había olvidado de cómo era mi chica definitiva.
De no haber existido las fotos.
6
Cuando la volví a ver, me quedé mudo. En la semana que había pasado habían subido las temperaturas, uno salía de su casa una mañana de primavera y pocas horas después estaba en un mediodía de verano tumbado en un parque con la camisa abierta. Las magnolias se habían marchitado, pero las muchachas de la ciudad recién comenzaban a ganar en atractivos, y también Gretchen parecía haber ganado en gracia y belleza desde nuestro último encuentro. Aquella noche llevaba un ligero vestido sin breteles a grandes cuadros, de tal modo que la piel de sus hombros brillaba bajo la luz, sólo superada por el brillo de sus cabellos, ondas de oro veneciano que envolvían su rostro. Las venecillas que corrían pálidas y azuladas desde la curva de su mandíbula hasta la concavidad entre los tendones vibraban apenas perceptibles bajo el moreno estival del relieve de su cuello, el escote de su vestido apenas cubría sus pechos hasta donde comenzaba a insinuarse la hondonada entre los senos; la falda, las piernas apenas hasta donde comenzaban los músculos de los muslos sobre la rodilla, y sus delgados pies estaban desnudos y juntos sobre los listones del piso de madera.
Esa era ella, mi chica definitiva.
Algunas semanas más tarde, cuando Gretchen ya había desaparecido de mi vida, intenté registrar mis impresiones en una especie de cuaderno de apuntes y ya entonces me di cuenta de lo inútil que era pretender hallar una expresión para todo aquello que me había