Bajo la piel. Gunnar Kaiser
cobre que conocía de un libro escolar: el Zeus de Fidias, con su ancho tórax, en su trono. Debajo, él y su sonrisa de niño pícaro. Sacudí la cabeza, más en respuesta a sus palabras que a lo que me ofrecía. Volvió a guardar el segundo cigarro y se puso el suyo en la boca. Hoy ya no sé más si contradije sus palabras sólo por principio, aunque en mi interior pensaba sobre las chicas igual que como él lo había expresado, o si esa visión sobre el ser de la mujer recién cobró forma en mi cabeza más tarde, recién con el transcurso del verano.
–¿No? –preguntó–. ¿Crees que las muchachas sueñan con buenas notas en la escuela y el elogio de la madre cuando por la noche se acuestan solas en sus camas? ¿Crees que su verdadero ser no quiere ser reconocido?
–No tengo ni idea de lo que quiere su –al decir esto curvé dos dedos en el aire– verdadero ser. Pero no creo que sea querer que se las tiren.
Al menos no sólo eso, pensé quizás, pero no lo dije. Él dio una pitada a su cigarro y exhaló lentamente añadiendo al olor de la habitación esa mezcla algo rancia de cuero y humo, una fuerte nota de este último.
–Espero que tus fotos sean mejores que tus conocimientos sobre el ser humano, muchacho.
Yo repliqué sin saber qué decir.
–Yo no estaría tan seguro.
–Confía en mí, regresará. Y además –fue hasta la mesa que estaba junto al sillón donde había estado sentada Gretchen y agarró el volumen amarillo sol– se olvidó algo que pronto echará de menos.
El cielo resplandeciente sobre el puente, las sirenas de los patrulleros viniendo del parkway, las vidrieras de las tiendas con sus persianas levantadas y el gesto hambriento en las colas delante de los delis me recordaron que era mediodía en Brooklyn y que se acercaba el verano. El hombre mayor que iba andando mientras fumaba por la Pierrepont Street y que me generaba una sensación para mí casi imposible de definir –como si me aceptara en su vida, como si me quisiera tener de algún modo en ella– me hizo creer que aquel sería el verano más excitante de mi joven vida. Un verano de una energía y una curiosidad desmesuradas. El verano definitivo, en cierto modo.
Fuimos andando uno al lado del otro, él con el sombrero puesto, yo con el rostro de Gretchen veinticuatro veces dentro de la cámara, él envuelto en un suave abrigo color crema, yo, en incredulidad, excitación y esperanza. ¿Debía estarle agradecido o debía estar enojado con él? Evidentemente siempre había ido un paso adelante de mí, ya me había visto en el diner de Pedro antes de que me sentara al lado de Gretchen, sólo le había hablado para ganarme una (¿o para darme una lección?), me había probado a mí y a mi cámara, había urdido un plan y lo había llevado a la práctica con una frialdad absoluta.
Fuimos paseando rumbo al sur, por Cobble Hill y luego por debajo de los ya casi marchitos árboles de magnolia del Carroll Park hasta que finalmente entramos a un restaurante al que no era la primera vez que él iba, según pude juzgar por las reacciones de las tres jóvenes camareras –rubia, castaña, morocha–. Comimos: yo, huevos fritos, él, hígado picado con una hoja de menta; bebimos: yo, jugo de naranja, él, vino tinto; él habló, yo pagué. Lo que dijo no parecía tener ningún motivo especial, eran pensamientos sobre diversos temas, más bien una charla intrascendente. Habló sobre pintura y dónde se podían conseguir buenas telas, sobre los trascendentalistas, sobre escribir un diario, sobre los alquileres en el barrio. No hablamos más sobre chicas ni sobre el verdadero ser de la mujer, y callamos sobre Gretchen.
–¿Cuánto pides por las fotos? –preguntó finalmente cuando ya habíamos salido a la calle.
–No sé siquiera si salieron bien. Quizás no le sirven para nada...
–No te preocupes –dijo–. Las necesitamos. La semana que viene tráelas.
Hizo una inclinación con el sombrero en la mano, se lo puso con una sonrisa y se fue y me dejó allí parado.
Ese día no supe su verdadero nombre.
5
Por lo visto me había convertido en un genio de la fotografía. Pero quizás la clave estaba simplemente en el objeto. Dejé pasar dos días hasta que abrí la Rolleiflex y llevé la película a la tienda. El dueño era un viejo negro de barba blanca, la tienda estaba en la avenida Lexington y se llamaba “Harlem One-Hour-Photo”, pero para las mías necesitaba veinticuatro horas. Otras veinticuatro horas las pasé resistiéndome a la tentación de mirarlas. Dejé el sobre cerrado entre los libros de teoría y mis apuntes de las clases encima de la caja de madera contrachapada que me servía de escritorio en mi apartamentucho del piso dieciséis del edificio más al sur de las Triborough Houses, y desde mi colchón miraba sus bordes marrones. Una caja de madera contrachapada, un colchón de goma espuma, un anafe eléctrico, un estante en la pared con siete libros y una tarjeta del futbolista Babe Parilli sobre la repisa debajo de la ventana, la que ofrecía una vista de unos veinte metros hasta la pared del edificio vecino: esa era toda mi habitacioncita, cuyo alquiler pagaban mis padres y donde yo pasaba el menor tiempo posible. Pero en los días después del encuentro con Gretchen y el pintor alemán sólo dejé mis doce metros cuadrados cuando fue absolutamente indispensable: para ir al baño con candado que había en el corredor con alfombra de hilo sisal y que yo compartía con una docena de otros habitantes de la casa, la mayoría italianos, de los cuales, salvo por nubes de marihuana, gritos nocturnos y la suciedad en el baño, poco era lo que me enteraba; para ir al supermercado de la esquina a comprar huevos, tocino, manzanas y dos sachets de leche; y finalmente para ir a la tienda fotográfica, donde ya sabedor el viejo negro de barba blanca me guiñó el ojo. Durante esos días hice todo lo posible para no pensar en Brooklyn, no pensar en la casa de la Willow Street, no pensar en Gretchen ni en el hombre de acento alemán. Pero no lo conseguí.
El miércoles por la mañana me arrojé finalmente encima del sobre como un animal hambriento. Saqué las fotos, las extendí arriba de la manta de la cama y entendí por qué me había guiñado el ojo el hombre de la tienda. Eran brillantes. Sin mácula, como si hubiéramos trabajado varios días y de miles de fotos hubiésemos elegido las mejores veinticuatro. Las mejores veinticuatro que ahora tenía delante de mí y de las cuales todas y cada una eran perfectas y al mismo tiempo como si hubieran salido espontáneamente. Eran grandiosas y yo me sentí de pronto como el Cartier-Bresson de Nueva York. Pero no era así. En aquel momento no hallé palabras para lo que vi, y aún hoy, ahora que las saqué de la única caja de cartón que quedó de mi antigua vida en los Estados Unidos y que las tengo en la mano, no me resulta fácil describir la sensación que esas fotos me causaron en ese momento. La muchacha que estaba allí en blanco y negro en mi cama, una joven y prometedora estrellita, una futura diosa de la pantalla grande, estaba evidentemente enamorada de mí. O caliente conmigo. O acababa de acostarse conmigo. En cada una de las fotografías, cuando sonreía, cuando miraba tímida, salvaje, soñadora o seria, cuando miraba a la cámara o a lo lejos: en todas las fotografías esa conexión que había entre la muchacha y quien la observaba tenía algo increíblemente íntimo. Como si hubiera un lazo mágico, como entre un hipnotizador y su víctima, aunque no quedaba claro quién era quién.
Lo extraño era que en los cinco minutos en los que había hecho esas fotos yo no había percibido nada de ello. Pero del mismo modo en que Gretchen había estado sentada en esa cama aquella mañana de Brooklyn ahora estaba en mi cama. Y del mismo modo en que en ese momento Gretchen supo cómo tenían que fotografiarla, ahora sabía cómo tenía que mirarla yo.
Un segundo después tuve una sensación extraña en el estómago. Inconscientemente pensé en que le había prometido a él mostrarle las fotos, las palmas de las manos comenzaron a sudarme. Me imaginé que él las vería... exactamente como las veía yo en ese momento. Me sobrevino una mezcla de aversión y celos. Me imaginé su mirada, la penetrante mirada de sus ojos negros como el carbón, cómo se posaba sobre ella, cómo la penetraba. Me imaginé la marca de sus dedos arácnidos sobre el papel. Me imaginé su sonrisa, la sonrisa lasciva que le provocaba el pensar en pintarla. Me imaginé cómo ella le lanzaba la misma mirada apasionada y entonces, de golpe, me vino a la mente un pensamiento que casi me hizo vomitar de lo nauseabundo: ¿qué si esa mirada íntima desde el principio no iba dirigida a mí, el fotógrafo, sino a