Bajo la piel. Gunnar Kaiser

Bajo la piel - Gunnar Kaiser


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      –No es tan terrible como te imaginas siempre –dije sabiendo perfectamente que no era tan terrible, sino mucho más terrible. Ninguna mentira, pero tampoco la verdad sobre el tipo que en realidad ya era demasiado grande como para pasarse mirando sin sacarle la vista de encima a toda chica que cruzara las piernas en el metro.

      Mi madre no hizo más que sacudir la cabeza como lo hacía siempre cuando no quería seguir hablando sobre un tema, alisó el mantel y me sirvió un par de papas más en el plato.

      Pero mi padre insistió y reclamó que satisficiera su curiosidad, la que él seguramente en su interior denominaba preocupación paternal.

      –¿Entonces no es cierto lo que se escucha decir sobre la generación de ustedes, que quieren hacer todo mejor?

      –¿Dónde escuchas decir eso?

      Aunque en ese momento me costó más que nunca, ya fuera por sabiduría o por costumbre contuve la actitud sabionda de corregirle sus expresiones lingüísticas y en cambio dije:

      –Como si los de la televisión tuvieran idea de lo que pasa en el Village.

      –Parece que tú lo sabes mejor, Jonathan. Por propia experiencia, digamos.

      –Sí, ¿y? Yo vivo en Manhattan, trabajo y me gano mi propio dinero y vivo mi vida. Yo tampoco vivo, ¿cómo se dice?, detrás de una roca.

      –No te olvides de que tu madre y yo aún pagamos tus estudios.

      –Yo les estoy eternamente agradecido. Pero no sabía que significaba que mientras tanto tenía que vivir según las normas de ustedes.

      –Ya bastaría sólo conque te tomaras tus clases un poco más seriamente. ¿Por qué no nos cuentas un poco cómo es tu vida allí?

      Yo había sospechado que la cena, en el peor de los casos el fin de semana entero, podía degenerar en un examen de conciencia, pero tan terrible no me lo había imaginado. Mi madre sacudió la cabeza y me extendió por tercera vez la salsera.

      –Por favor, no se preocupen –dije, y como para reforzar lo dicho di un golpe sobre el libro de Hawthorne que ahora tenía al lado de mi bistec ya frío–. Voy a terminar mis estudios.

      –Y entonces, cuando seas abogado o juez, nos devuelves... –Mi padre se interrumpió e hizo una pausa artificial de esas en las que nosotros habíamos aprendido a no caer–. Ah, pero no, los jueces normalmente no estudian Literatura. A ver, déjame pensar... –Se colocó pensativamente un dedo en la frente–. Literatura... Literatura... ¿qué puedes ser con eso?

      Por un breve instante pensé en enumerarle algunas posibilidades de trabajo más realistas como las que nos habían mencionado en la Secretaría de Alumnos, profesor de Literatura, periodista... Pero el modo en que mi padre intentaba ponerme en evidencia en la cena me dejó en claro que no estaba buscando una discusión objetiva y que por lo tanto yo no necesitaba hacer como que quería convencerlo.

      –Con literatura uno al menos no se convierte en un arquitecto de tercera que se pasa los días diseñando casetas para baños.

      En un primer momento temí que tomara impulso para darme la merecida bofetada, pero luego percibí en él un segundo de indecisión, sí, lo vi inseguro, aún con el dedo índice sobre la frente; luego se arrancó la servilleta del regazo y la arrojó sobre el plato, directamente sobre su bistec también frío, se levantó y sin decir palabra se fue de la habitación.

      Yo miré a mi madre como queriéndole decir que él me había provocado, pero ella no me miró, sino que con hábil maniobra y como si fuera algo que hiciera todas las noches evitó que la servilleta de él siguiera absorbiendo demasiada salsa de la carne asada.

      Un momento antes de que la puerta a la sala amenazara con cerrarse de un golpe, mi padre se volteó y volvió a poner un pie en el comedor.

      –Si esto es lo que aflora cuando uno le ha dado la espalda a su patria, entonces deberíamos preguntarnos si no hubiéramos debido quedarnos allí. Nos hubiéramos ahorrado algunas cosas.

      Dicho eso se fue. Yo comí el postre de gelatina con rodajas de duraznos que me había servido mi madre y también me fui.

      Los días siguientes no tuvimos mucho que decirnos. Nos evitamos. Fui con mi madre en el nuevo auto de mis padres, un espacioso Kaiser Darrin, a Liberty a hacer algunas compras y hablamos sobre Sam del que habíamos recibido cartas de Saigón unos días antes. Sam era más el nájes de la familia, ahí yo podía buscarme otro papel. Aunque con un estudio en un college hubiera tenido la posibilidad de librarse de la obligación de servir a la patria, se había enlistado voluntariamente y ahora cada dos semanas nos enviaba un par de páginas en las que con toscas palabras nos relataba sus aventuras como mecánico de máquinas en la Marina. Mi madre le contestaba con fotos Polaroid y mermelada de rosas. La ayudé un poco con el jardín mientras mi padre estaba sentado en su banco junto a la orilla mirando el lago. Enrollé las alfombras del corredor en cartón de brea y las guardé por el verano en el cobertizo. Volví a agarrar el libro de Hawthorne, el que me gustaba más de lo que había esperado, pero de todos modos no me podía concentrar realmente. En lugar del espíritu de Hester Prynne era la figura de Gretchen la que llenaba el vacío nocturno de mi habitación de la infancia. Mi plan de avanzar con mi lista de lectura resultó un absoluto fracaso. Incluso durante el viaje de regreso la mañana del lunes, cuando me pasé tres horas sentado en el tren a Manhattan con La letra escarlata sobre el regazo y hubiera tenido tiempo, no hice otra cosa que mirar fijamente por la ventanilla. Mis pensamientos estaban maniatados, cautivos en los cabellos de ella y la mirada de él. Ambas cosas, con ella a la distancia y con aquellos días de principios del verano de Sullivan County, cada vez más largos y más cálidos, no habían hecho más que convertirse en un deseo aún más intenso, en un deseo intenso y una atracción tal hasta el punto de sentir dolor en el cuerpo.

      Muy lejos de ahogar el recuerdo de la Willow Street el fin de semana había intensificado aún más mi adicción a todo aquello y había madurado mi decisión de volver a visitarlo.

      1 Traducción literal de la expresión del inglés to live under a rock, que significa vivir aislado, sin saber lo que ocurre en el mundo [N. de la T.].

      2 Tres términos gentilicios que se refieren en forma despectiva a los polacos (polacken), puertorriqueños (spiks) e italianos (wops) [N. de la T.].

      8

      Tan repentinamente como Gretchen había entrado en mi vida desapareció también de ella. Una vez más aún volví a verla, una vez más aún me acosté con ella. Esta segunda y última vez tuvo lugar de nuevo en el apartamento de Eisenstein, pero entonces ya no fue la luz del atelier, sino la niebla del polvo de los libros y del humo de los cigarros en el salón lo que nos rodeó mientras yo refrescaba mi recuerdo de su cuerpo. A diferencia de la primera vez, de la que no habían transcurrido siquiera ocho días y a mí me parecía como hacía una eternidad, aquella tarde temprano nuestro encuentro no estuvo lleno de miedo no dicho y de secreto, sino que fue algo que sentimos como natural y casi obvio. Algo que debía suceder inevitablemente


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