Bajo la piel. Gunnar Kaiser
pestes a toda voz, el grupo del jardín de infantes chilla, y el vagabundo vocifera, con sus gastadas botas está allí y vende coartadas, el barbudo Joe Namath me espera en la esquina de Church y Worth Street con el cartel de “Jesús murió por nuestros pecados”, sospechosamente está todos los días delante de la entrada principal del Chase Bank, ¡muy sospechoso, Mr. Namath!, el Che Guevara me habla desde arriba del muro y grita: “No more Miss America!”, y las futuras Miss América se vuelven, van balanceándose, me atraen llevándome por las calles, mecen sus caderas, se peinan los cabellos al andar, me saludan con la mano, dulce y melancólica e insoportablemente. Y yo, y yo soy sólo un pobre veinteañero con veinte monedas de cobre en el bolsillo y sólo quiero ser parte y no puedo y de algún modo siempre lo hago.
Me maldije y maldije mi incapacidad. Le di mis últimos dólares al venido abajo Napoleón junto al edificio del Empire State. Robé un bagel en Katz’s Delicatessen porque ya no tenía más dinero. Me lo comí a la orilla del East River mientras miraba cómo jugaban a las bochas. Leí las palabras de los profetas en las paredes de las estaciones de metro. Fui al cine, vi Butch Cassidy y Sundance Kid en el Apollo y nos soñé a Eisenstein y a mí cabalgando juntos por el Salvaje Oeste: ¿no era él igual a Paul Newman, sólo que con rizos negros canosos, y yo igual a Robert Redford, sólo que sin bigote? Soñé que volábamos trenes y nos peleábamos por la misma mujer, la encantadora Katharine Ross en el rol de Etta Place en el rol de Gretchen. Nos vi huyendo a Bolivia y muriendo juntos en medio de una lluvia de balas.
–Muchacho, yo veo bien mientras el resto del mundo lleva gafas –me decía Eisenstein, y, muchacho, cuánta razón tenía.
¿Dónde está ahora él? ¿Cómo puedo saberlo? Esperan que pueda brindar información, yo, que pese a todo apenas conocí a Eisenstein y ahora que desde hace veinte años que no lo veo, pero yo vuelvo y vuelvo a insistir en que no sé nada y en que si supiera algo, no sabría decir si serviría de algo. Ni idea de por qué lo buscan y qué esperan de mis recuerdos, yo mismo no entiendo siquiera lo que espero de ellos cuando ahora vuelvo a revisar todo. Sé bien qué opinión me cabe tener acerca de mi memoria.
Describir día por día, eso es lo que me propuse, cada día y cada noche de mi primer y último verano de amor. Y después de pasarme noches revelando las fotos de mi Rolleiflex, hojeando viejos cuadernos de notas y revolviendo en cajas con recuerdos, lo único que conseguí es volcar al papel un par de páginas cursis y chapuceramente escritas y con unos recuerdos falsos y contradictorios sobre algunos momentos que por alguna razón inconcebible me parecieron importantes.
Quizás no fui feliz aquel dulce, melancólico, insoportable verano de libros desconocidos y muchachas desconocidas, pero tampoco nunca fui más feliz, ni antes ni después. ¿No sospeché ya al cabo de mi primer día con Eisenstein, después de los atardeceres con él y Gretchen y Medea y Beatrice y todas las que seguirían y no supe después de que desapareció que mi vida ahora no sólo tomaría un curso totalmente diferente, sino que también yo podía hacer y dejar de hacer lo que quisiera y que no obstante jamás llegaría a la altura de aquellos días y semanas? Días y semanas de flanear por las calles y de ver, de conquistar y seducir, de leer y contar. Le llevé discos: las Songs of Leonard Cohen, Nashville Skyline de Bob Dylan, el álbum blanco de los Beatles, un single de “I Guess the Lord Must Be in New York City” de Nilsson... cosas que eran la última moda, pero las escuchábamos juntos. Momentos que parecen haberse preservado en el tiempo como las charlas con él cuando íbamos de compras por las calles arboladas de Brooklyn, el sexo con las chicas, “Suzanne” y “Lay Lady Lay”, nuestras tardes y noches en los pisos vacíos de las fábricas del SoHo, en los lofts de Lower Manhattan y en los clubes nocturnos del Village, nuestras excursiones hasta Sheepshead Bay y Flatlands, las noches en la biblioteca de Park Slope, el murmullo de los pinos piñoneros y el aroma del aire al este del río Connecticut.
Momentos como estos. Estoy de pie junto a la ventana de su apartamento, miro abajo entre las cortinas la animada calle al mediodía donde una dama se arregla las medias, una madre llama a su hijo, los vecinos mayores se ubicaron sillas plegables a la sombra para poder sentarse un rato y conversar, donde dos vendedores de helado comenzaron a discutir, los dos con incipientes calvas y brazos musculosos de oscuro vello, hermanos parecen, que discuten por el derecho del primogénito de estacionar su carro delante de la entrada de la escuela primaria Beth-Hillel, donde ahora una horda de niños se abalanza por los portales y los rodea a los gritos. Los pequeños bárbaros de kipá y pantalones cortos no son registrados por los italianos gesticulantes que sobresalen de entre ellos como faros. Los veo romper como las olas, los veo bramar pero no los oigo. Ningún sonido penetra desde la calle, a mis oídos sólo llega la Callas cantando Violetta, interrumpida sólo por mi propia voz que se esfuerza por no titubear ni entrecortarse mientras describo lo que veo.
Cuenta simplemente lo que ves, y cuando creas que ya contaste todo, simplemente sigue hablando, no te detengas nunca, pues siempre hay algo que no viste y no contaste aún.
Es mi ejercicio. Eisenstein está echado sobre los almohadones, un pesado infolio arma sobre su rostro un techo que lo protege del grano grueso de la luz diurna y de lo profano, su codo casi roza los tablones del piso, sus dedos dejaron caer el cigarro, el que apagado rodó hasta el pie de la mesa. No sé si se quedó dormido, pero no me atrevo a detenerme. Describo cómo la horda que rodea ambos carros de helado va saltando impaciente hacia un lado y otro, presiona y empuja. Cómo uno de los italianos gesticula salvajemente con la cuchara para servir helado y va dando golpes a su alrededor mientras el otro, más joven y más fuerte y con un aro reluciente pero también más moderado, lo mira con los ojos bien abiertos.
Me pregunto por qué uno gesticula tan agitadamente cuando está claro que tiene razón: se puede permitir permanecer tranquilo, al fin y al cabo el otro llegó después.
–No –dice Eisenstein. Quiere decir que no duerme–. No quiero saber tu opinión. Contaminas la escena con tu opinión.
Yo me concentro entonces de nuevo en lo que veo, intento describir cada detalle lo más exactamente posible para que ante sus ojos surja la imagen que me pidió.
–Descríbeme lo que ves, pero no como si tú lo vieras, sino como si estuviera simplemente allí, sin ti, sin tu mirada ni tu perspectiva. Describe qué es y descríbelo de tal modo que yo lo pueda ver. Y no sólo quiero verlo, quiero oír los sonidos, el ruido de la calle, las conversaciones, quiero oler sus olores, quiero degustar el sabor del mundo allí abajo en mi lengua. Quiero sentir lo que sienten los seres vivientes allí abajo. Si todos tus sentidos pudieran hablar, ¿qué dirían?
Yo miro una segunda vez y la veo. La conozco recién desde hace un par de días. Eisenstein y yo le hablamos en el Puente de Brooklyn, se llama Medea, sus padres son griegos. Tiene ojos oscuros y un corazón más oscuro aún, toca la guitarra en una banda y trabaja de camarera en Ottomanelli’s, junto al parque. Después fui a tomar un café al local y le di “mi” dirección y le dije que la esperaba allí. Las palabras de Eisenstein puestas en mi boca.
Y ella viene en serio, corre, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, cruza la calle con su vestido floreado, el pelo suelto, su cuello moreno por el sol como si hubiera pasado un verano infinito en la tierra de sus padres, su paso es el de una diosa de la Antigüedad, flota sobre el asfalto, pasando por delante de los vendedores de helado que en ese momento paran con su pelea, pasando por delante de los niños que se hacen a un lado como movidos por una mano mágica. Ella ingresa al patio delante de nuestra casa, su cabello negro desaparece debajo del techo del pórtico. Yo siento cómo gira el pomo de bronce, abre la puerta de caoba, se sumerge en el frescor de la escalera, sube los peldaños hasta bien arriba y finalmente se queda parada junto a la puerta del apartamento, vuelve a respirar hondo, se desprende de un velo de palpitaciones y temblor y entra en nuestro apartamento.
Después no le describí lo que vi. Le describí lo que sentí, lo describí como si yo mismo no hubiese estado allí. Dije lo que me decían mis dedos. Esa era mi parte de un trato que ninguno de nosotros jamás mencionó. Intenté hacerlo lo mejor posible. Supuse que él no estaba satisfecho conmigo y con mis habilidades; en su opinión yo sufría de impotencia descriptiva y eso era algo muy difícil de curar. Nunca lograría ser un escritor si no conseguía dominarlo. Pero él no me echó, él me escuchó y fumó y guardó silencio.