Bajo la piel. Gunnar Kaiser
haber llegado. La década se acercaba a su fin, pero mi vida comenzaba. ¿Era feliz entonces? Así parece. Por lo menos yo no desconfiaba de mi felicidad.
6 Personas que toman habitualmente LSD [N. de la T.].
7 ¡No preguntes, no digas nada! [N. de la T.].
8 Vivienda cupulada de una sola estancia usada por ciertas culturas nativas norteamericanas [N. de la T.].
9 Villa o pueblo con una numerosa población de judíos en Europa Oriental y Europa Central antes del Holocausto [N. de la T.].
11
Todavía lo recuerdo: fue el día en que allá en Queens había muerto Willy Ley; todavía al mediodía se oía a los vendedores callejeros de periódicos voceando la noticia.
–Otro nazi muerto –dijo Eisenstein–. Los norteamericanos tienen que llegar primero a la Luna para que sus científicos alemanes especializados en cohetes espaciales se puedan morir.
Un nublado y húmedo y pesado día de fines de junio cuyo atardecer había visto levantarse desde el Atlántico las primeras tormentas de verano. Después de la lluvia salimos a caminar por Brownsville y Crown Heights, abordamos a un par de muchachas en Prospect Park, pasamos por el Museo de Brooklyn y la boca de la estación de metro donde yo había visto por primera vez a Gretchen, y finalmente llegamos a Park Slope. Había sido un día particular, más particular aun que los ya particulares días con Eisenstein. Él estaba más callado y ausente y más distante que lo habitual. Iba andando apresurado por la calle, me dejaba medio metro atrás. Cuando lo alcanzaba, miraba testarudamente hacia adelante. En nuestras conversaciones con las chicas me dejó prácticamente toda la iniciativa, permaneció a un costado escrutándome, casi con desconfianza.
Cuando oscureció me enteré de qué era lo tan especial aquel día. En la Sexta Avenida, unas calles al norte del Cementerio de Green Wood, me condujo por una angosta entrada hasta un patio trasero lleno de basura. Se detuvo allí.
–Ahora tienes que jurar.
–¿Qué tengo que jurar?
–Jura que jamás le contarás a nadie.
–¿Contarle qué?
–Ya verás. Primero jura.
Juré.
–¿Juras por los pechos de Gretchen? –preguntó.
El juramento más sagrado. Recién lo rompo ahora.
Nos encontramos entonces ante las puertas de un bajo edificio de ladrillo a la vista que se escondía allí como si lo hubieran metido apretado entre garajes, la nave de la iglesia y la escuela primaria. Como una caja alargada, más un búnker o un cuartel que un edificio de viviendas. Las casas a su alrededor, edificios de piedra parda de cinco pisos, parecía como si lo protegieran, como los muros de una fortaleza medieval. Ningún cartel, ningún signo revelaba dónde estábamos, pero cuando entré detrás de él, comprendí. Bajamos un par de peldaños, yo cerré detrás de mí la pesada puerta con barras de hierro. El interior de la barraca era una especie de sótano, las enrejadas aberturas de las ventanas debajo de los equipos de aire acondicionado como máximo hubieran permitido alcanzar a ver las rodillas de la gente afuera, de haber habido alguien en el patio de la fortaleza. Pero estábamos solos. En un vestíbulo mal iluminado donde dominaba un imponente mostrador que quienes ingresaban debían traspasar. Un hombre ya no tan joven, de minucioso peinado y que parecía un enano detrás de su enorme mostrador, se asomó desde allí y mirándolo a Eisenstein asintió con la cabeza. Luego me observó de arriba abajo sin hacer el más mínimo gesto. Instintivamente me quedé quieto, como si de hacer un movimiento en falso me pudiera derribar con su mirada. Eisenstein, que ya estaba en la sala principal, se volvió y me hizo una seña para que me acercara. Yo le hice un gesto de asentimiento con la cabeza al hombrecito, el que ya no me prestaba más atención y estaba enfrascado en un libro, y lo seguí a Eisenstein al interior.
Llegamos a una especie de sala principal de la que, a derecha e izquierda, salían numerosos pasillos que llevaban a cuartos laterales. No había absolutamente nadie aparte de nosotros. Una atmósfera de silencio, concentración y soledad nos recibió y yo tuve la sensación como si en el fondo se oyeran suavemente coros gregorianos o al menos música de órgano, una tocata en menor. Pero en realidad lo que percibí fue el murmullo de los humidificadores de aire.
De todas formas el comportamiento de Eisenstein contrastaba extremadamente con aquella atmósfera conventual. Casi corría, como si hubiese olido un leve rastro que debía seguir apresuradamente. La sala principal era más vasta que lo que se podía suponer desde afuera y me recordó el salón de Eisenstein: también allí había una luz mortecina y crepuscular, también allí resonaba el eco de nuestros pasos y de nuestras voces en los negros tablones de madera, también allí las paredes estaban cubiertas de libros, tan valiosos y únicos como en la Willow Street. Pero había diez, veinte veces más. Hasta donde llegaba el ojo, pared tras pared, hilera tras hilera llenas de libros. Algunos estaban abiertos en vitrinas, otros en armarios cerrados con cerrojo, y junto al predominante olor a cuero no olía a humo frío de cigarros y cigarrillos, sino a cera para el piso y bencina liviana de uso doméstico. En una columna había colgado un cartelito de plástico en el que escritas con marcador y casi ilegibles estaban las palabras que luego apunté en mi cuaderno de notas:
Un buen libro es la preciada sangre de un gran espíritu, embalsamada y atesorada para una vida después de la vida. John Milton.
En el centro había como una especie de sala de lectura. Eisenstein pasó rápidamente por delante de los cuatro sillones que había junto a las anchas mesas de madera de roble destinadas para estudiar allí. Yo lo seguí jadeando y como un novicio sigue a su maestro con la cabeza gacha hasta un pequeño cuarto lateral que me resultó más sombrío y más bajo aún. Había tan poca luz natural como aire fresco. Allí como en la otra sala había estanterías de metal laqueado, nada de costosos armarios de caoba como hubiese sido más adecuado para todos los libros que albergaba aquel sitio. Eisenstein se detuvo de repente delante de una estantería y sacudiendo extrañamente la cabeza se puso a mirar lo que había allí.
Los estantes no tenían ningún letrero. Tampoco había visto en ningún lado catálogos o registros. El que buscaba un libro allí sabía dónde encontrarlo. Esa no era la Public Library de Nueva York, con sus leones en la entrada y los frescos en el cielorraso, no era lujosa ni invitaba a permanecer allí, sino que, en lo austero y anodino, se asemejaba más a un depósito, a una filial olvidada hacía mucho tiempo en la que sólo unos pocos se extraviaban. Tampoco era la biblioteca de préstamo de Liberty donde yo había pasado las tardes lluviosas de la mitad de mi infancia leyendo libros de boy scouts. Aquí no se prestaba mayor valor al carácter público ni a un acceso fácil, eso estaba claro. Aquí se estaba entre nos.
Eisenstein parecía haber hallado lo que buscaba. Sacó un libro de uno de los estantes de arriba, lo acercó a su pecho y lo sostuvo un momento allí como si estuviera diciendo una oración de gracias. Tras estudiarlo brevemente –parecía aliviado– me extendió el ejemplar. Era un libro inesperadamente pesado, antiguo, grueso, con una extraña encuadernación roja. Las páginas tenían corte de oro con un grabado de estilizadas ramas de rosal. En la tapa vi también un exuberante motivo floral, pero aquello no era cuero, era más suave y elástico, casi como un musgo rojizo.
–Terciopelo púrpura –dijo Eisenstein, que había escudriñado mi reacción– y las rosas están bordadas con hilos de oro, plata y seda y luego plisadas. No existe otra cosa así en todo el mundo.
–¿Qué libro es? –pregunté, porque me daba miedo abrirlo.
–La Biblia de Ginebra de 1583. Impresa en Londres por Christopher Barker. Barker era el impresor de la Corte de la reina Isabel I, y esta Biblia se le entregó a la reina el día del Año Nuevo de 1584. Isabel valoraba más estas encuadernaciones