Bajo la piel. Gunnar Kaiser

Bajo la piel - Gunnar Kaiser


Скачать книгу
con piedras preciosas, pero ninguno de esta calidad.

      Hizo un movimiento como si quisiera volver a agarrar la Biblia, pero pareció contenerse y con un gesto me indicó que abriera el libro. Yo contemplé la portada, una página coloridamente ornamentada con títulos impresos en negro y en rojo (THE BIBLE, Translated according to the Ebrew and Greeke), las letras E y R de Elizabeth Regina sobre escudos azules y cuatro putti de piernas regordetas en las cuatro esquinas.

      –La Biblia de Ginebra fue la preferida de todas las versiones en la Inglaterra del siglo XVI, y esta impresión fue seguramente la más perfecta y magistral. Ya sólo la portada es una obra de arte en sí misma. Se dice que Isabel hacía que en las misas se leyera de este ejemplar, y también Jacobo I, su sucesor en el trono, tuvo una. Pero cuando la Biblia del rey Jacobo estuvo lista, esta otra traducción se guardó de nuevo en un armario y fue olvidada.

      Yo sacudí la cabeza sin poder creerlo. ¿Cómo podían estar esos objetos tan valiosos no en la biblioteca real en el Palacio de Buckingham, en Oxford o al menos en la Public Library, sino en aquel apartado depósito de Park Slope en Brooklyn?

      –Efectivamente estuvo en Oxford, fue conservada en la biblioteca Bodleiana después de que el anticuario Francis Douce la cediera a principios del siglo XIX. Este, por su parte, la había obtenido del Museo Británico, que la había recibido tras la muerte de Jacobo.

      –¿Pero cómo llegó de Oxford hasta precisamente aquí?

      –Eso es algo que uno podría preguntarse de todas estas obras. Por caminos intrincados, diría.

      Eisenstein no me dio nunca otra respuesta más que esta altamente insatisfactoria, tampoco cuando, en posteriores visitas, le volví a preguntar. Lo único de lo que me enteré fue que aquel sitio era una especie de fundación, creada por numerosos amantes de los libros, particulares acaudalados que reunían en esa colección conjunta sus valiosos ejemplares y los exponían allí a disposición de todos los demás. Sólo iniciados tenían acceso a aquellas sagradas salas, Eisenstein se encontraba entre ellos y yo aquel verano también.

      Aquel atardecer y los siguientes vi otros numerosos ejemplos de tal inapreciable arte librario que los innominados coleccionistas acopiaban en aquella oculta mazmorra. Pronto sospeché que en todo aquello había gato encerrado, pues si allí había libros que alguna vez le habían pertenecido a reyes y emperadores, obispos y Papas, en algún momento debían haber pasado a ser propiedad pública... y luego entonces, por intrincados caminos, habían caído en las manos de oscuros coleccionistas que a partir de ese momento los ocultaron de los ojos curiosos del populacho, y aquellos no podían ser caminos legítimos. Si Eisenstein mismo era uno de ellos o si aquellos ricos particulares por las razones que fueran simplemente le permitían el acceso a los espacios de la fundación, eso es algo que nunca pude saber. Como fuera, el hecho era que conocía bien esos espacios, como si él mismo los hubiera instalado, se movía entre las bibliotecas como un mago en su laboratorio de alquimia y me enseñaba lo que él consideraba correcto enseñarme.

      Allí había libros de todas partes del mundo, indios, árabes, persas, japoneses, chinos, de la Antigüedad griega y latina, incunables medievales de Salamanca y París, del Renacimiento italiano, códices provenzales y bizantinos, herbarios, bestiarios, atlas, primeras impresiones de escritos de los padres fundadores, manuscritos con ilustraciones de Irlanda, Hungría o Armenia, novelas alemanas de principios del siglo en ediciones de colección y curiosas piezas únicas de los siete continentes. La calidad del cuero y del papel era excepcional y su presentación superaba todo lo que yo había visto hasta ese momento. Allí había incrustaciones de oro puro, bordados de seda, ornamentaciones hechas de ribetes y galones tejidos, encajes y volados, botones ornamentales de jade y marfil, confeccionados en los más diversos estilos de la historia del arte. Allí estaba el álbum de pinturas del imperio mogol, compilado en la India de la era de Shah Jahan, con encuadernación con barniz de laca, sesenta páginas de las cuales cada una estaba separada de la siguiente por una portada con ornamentos caligráficos. Los dibujos ilustraban escenas del Libro de los Reyes de Persia: Rustam mata al dragón, Shirin encuentra a Farhad muerto, Layla visita a Majnun en el desierto. Junto a esto, imágenes de la vida de los mogules, cetrería, escenas de caza, retratos de ermitaños y derviches, incluso había una imagen de Jesucristo y la Virgen María.

      En pergamino con tapas de cuero de cabra con inscripciones en oro estaba allí el Filocolo de Boccaccio del siglo XV, escrito y encuadernado en la Corte de Mantua por Andrea da Lodi con miniaturas del cremonés Pietro Guindaleri. Allí estaba el volumen verdinegro de la edición de 1843 en danés de O lo uno o lo otro de Kierkegaard, impreso en un delgado papel Biblia y publicado aún bajo el seudónimo de Victor Eremita. Allí estaba el Don Quijote de la Mancha de 1605, encuadernado en estuche atado con cordones e impreso en pergamino de becerro. Allí estaban las cuatro novelas de Jane Austen que había publicado en vida, entre 1811 y 1815, todas sin indicación de nombre y lugar, y al lado, en el mismo estilo, las primeras ediciones de sus dos novelas póstumas, en la cuales por fin se revelaba el nombre de la autora.

      Allí estaba Historia de mi vida de Casanova en una edición pirata de Tournachon, quien a principios del siglo XIX tradujo la versión alemana de nuevo al francés. Allí estaba la Historia natural de Plinio el Viejo, con tapas de madera e impresa en vitela de Venecia con tornasoladas miniaturas multicolores en los márgenes de los comienzos de los capítulos e iniciales decoradas en cada página. Ya sólo hacer las miniaturas, explicó Eisenstein con ojos brillantes, había llevado cuatro años. Su nerviosismo, ahora que estábamos en medio de todos aquellos tesoros, se había desvanecido; como un adicto, me pareció, cuya necesidad había sido saciada y en cuyo rostro sobrevolaba ahora de nuevo el brillo de la satisfacción, por un momento de gracia.

      Luego bajamos un piso más. Una angosta escalera de caracol llena de libros descendía en el cuarto de más al fondo a una gigantesca cueva, una cripta, la inmensa mazmorra de esa fortaleza. Allí sólo había un cuarto, y también este estaba cubierto hasta el último metro de estanterías, las que estaban ubicadas tan pegadas una a la otra que dos hombres apenas si hubieran podido pasar juntos entre ellas. Allí abajo hacía frío, olía a cuero y a plomo, y estaba tan vacío, sin un alma, como las silenciosas salas de la planta baja.

      –Una pena que aquí no se pueda fumar.

      Diciendo esto Eisenstein se puso un Davidoff entre los labios, lo prendió y me alargó el paquete. Yo sacudí la cabeza y miré a mi alrededor, pues tenía demasiado respeto ante todos aquellos ejemplares de valor incalculable y demasiado miedo de que el viejo enano me descubriera y me echara de allí.

      –El humo del tabaco no hace más que hacerles bien a estos libros –dijo Eisenstein–. ¿Qué sabes tú si no sabes eso? Al cuero, a la encuadernación, al papel. Al pergamino ni decir. Cuantos más años tienen, más humo necesitan. El humo conserva. Mata al gusano de la madera. Incluso el bordado en seda de la Biblia de Ginebra de arriba tendría una pátina más sana si aquí se fumara más.

      Sacó un libro de una estantería, lo sostuvo delante de él y acarició lentamente las dos tapas, luego el canto y el lomo. Finalmente sopló una nube plomiza de polvo del libro y volvió a tocarlo, mientras sostenía el cigarrillo en la comisura de la boca, con la yema del índice y del dedo medio de la mano derecha.

      –Así está mejor.

      Allí lo entendí realmente por primera vez: el gesto que ya me había llamado la atención en Pedro’s Diner y luego en su biblioteca cuando él sostenía un libro en sus manos, lo acariciaba y lo elogiaba, cuando acariciaba su superficie como si estuviera vivo y surcado por finos nervios. Él tocaba los libros como si ellos pudieran sentirlo. Cuando Eisenstein tenía tiempo, como aquel silencioso atardecer de verano bajo tierra, palpaba todos los cuerpos a los que podía acceder con sumo cuidado y delicadeza, de arriba abajo, por afuera y por dentro. Como si de ese modo los experimentara de una manera diferente que jamás le había sido concedida a ser humano alguno. Como si emitieran sonidos que sólo él oía. Como si sólo así pudiera leerlos realmente.

      Eisenstein me extendió el libro. Esta vez era el orden opuesto a cuando yo había tocado primero a Gretchen y a Medea y a todas las otras muchachas y luego le había contado a él para que él también pudiera percibirlo con sus


Скачать книгу