Bajo la piel. Gunnar Kaiser
toqué el volumen, me di cuenta de que esa era mi primera vez. No fue una coincidencia que se detuviera allí conmigo para encender su cigarrillo. El libro que había sacado no era un libro cualquiera. Fue el libro con el que comenzó mi amor. Su forma exterior era poco llamativa, mucho menos sensacional que la de los magníficos ejemplares de arriba, sin bordar, sin ornamentos en marfil, sin cobertura de madera y sin corte de oro, sino encuadernado en un simple cuero oscuro. Era ligero, era cálido, estaba en mis manos como el brazo de una delgada muchacha.
Cerré los ojos y sentí. Entonces sucedió. No sé cuánto tiempo había pasado, pero de repente me incorporé asustado, abrí los ojos y casi dejé que el libro se me escapara de las manos. Miré interrogativamente a Eisenstein, pero él no hizo más que fumar y asentir con una sonrisa. Sí, aquello no fue un sueño, no fue una imaginación, o si lo fue, fue algo que compartí con él. El libro se había estremecido mientras lo asía, como un animalito en sus sueños, durante una fracción de un instante se había movido ligeramente en mis manos, había temblado entre mis dedos, como si pulsara la sangre bajo su superficie.
Miré, y allí yacía en mis brazos, como antes anodino e inocente, inmóvil, oscuro y muerto. ¿Pero no me había equivocado, no? Había golpeado contra la punta de mis dedos, el cuero había ascendido y descendido debajo de mi mano, ¡había respirado!
Cuidadosamente abrí el libro y leí el título: Justine o los infortunios de la virtud.
Eisenstein rompió el silencio.
–Por este libro al marqués de Sade lo internaron en un manicomio. Qué tiempos aquellos, ¿no? ¡Escribías un libro y te declaraban enfermo mental! Hoy en día ni a la cárcel vas por eso, a lo sumo se prohíbe la obra y un par de años más tarde se publica una versión domesticada. Qué pena. Porque cuando uno escribe, se trata precisamente de que tus congéneres te tomen por loco.
Lo hojeé brevemente. Las páginas eran de un material raro, de un tornasolado color amarillo paja y con una textura como la del papel de tina, suave y delicado y tan elástico que aunque se lo plegara no quedaría una marca.
Luego leí un par de frases que más tarde apunté de memoria:
Es preciso que el equilibrio se mantenga y sólo los crímenes pueden conseguirlo. Los crímenes sirven a la naturaleza y por lo tanto no pueden ofenderla.
Yo sólo pienso en el sacrilegio, yo sólo amo el sacrilegio, el sacrilegio debe marcar todos los momentos de mi vida.
El asesinato es la ley máxima de esta naturaleza ante la cual los necios se paran sin poder entender.
–En tus manos tienes la primera edición –dijo Eisenstein–. Escrita durante su encierro en la prisión de la Bastilla en los albores de la revolución. Más tarde el Marqués reescribió dos veces Justine, pero esta versión es la mejor. Recién fue redescubierta por el poeta francés Guillaume Apollinaire hace sesenta años y fue publicada por primera vez en 1930 en París por una editorial comercial. Pero esta edición es de 1919.
–¿Cómo es posible?
–En 1909 Apollinaire compiló una edición de las obras completas en la cual, sin embargo, Justine se publicó sólo en forma parcial. Un par de páginas, nada más. Un admirador anónimo le escribió unos años más tarde diciendo que estaba interesado en la novela completa, que quería comprarle el manuscrito, que el precio no importaba. No obstante, Apollinaire se resistía y no respondió a la carta. Algunas semanas más tarde había muerto. Falleció el 9 de noviembre de 1918, supuestamente de gripe española, pero las verdaderas circunstancias de su muerte no fueron esclarecidas.
–Y un año más tarde se publica este libro...
–“Publica” no es exactamente la expresión correcta. Esta Justine es un ejemplar único, una pieza de colección que fue hallada dentro de la colección del Barón von Teck luego de su trágica muerte cuando se ahogó en el Rin. Antes le había pertenecido a un comerciante de cava de Bingen. También él se ahogó cuando su barco zozobró río abajo.
–Trágico.
–Hay quienes dicen también: el destino. Pero mira cómo está hecha: la encuadernación, el armado de las páginas, ya sólo el tipo de letra. Es una Centaur, una forma renacentista de la Antiqua, probablemente una de las tipografías más bellas de todos los tiempos. En ese entonces recién había sido hallada y aún hoy sólo se usa raramente. Pero siempre que encuentro un texto con la tipografía Centaur me sucede algo mágico y no puedo dejar de leer hasta la última página.
Yo me sentía inclinado a darle la razón. La agradable fisonomía de los tipos individuales, de una simplicidad impecable, la disposición entre ellos, la distancia entre las líneas, el espacio blanco en los márgenes: todo esto irradiaba una armonía, una promesa de paz espiritual repetida en cada página que tuve la sensación de ser absorbido por el texto, aunque estaba en francés y apenas si entendía una palabra. Pero allí no se trataba de entendimiento, sino de embelesamiento. Se trataba de que la lectura de la página de un libro podía suscitar un estado de absoluta claridad del espíritu más allá de todo lo mundano.
–Este libro parece tener una maldición –Eisenstein me despertó de mi soñar despierto– que cae sobre todos los que lo poseen; por eso se lo conserva aquí, donde no hay un dueño conocido con nombre. Una jugarreta al destino.
–¿Y cómo llegó a Estados Unidos? ¿Por intrincados caminos?
–Así es. Se dice que un anticuario judío lo adquirió en 1929 y en 1933 lo llevó consigo a Francia. Por miedo de los alemanes y por sabia prudencia decidió emigrar en 1938 y partió en barco a Nueva York, pero en el viaje falleció de un infarto. Justine debe haber quedado en su cabina. El barco, el MS Normandie, era un gigantesco buque de pasajeros a vapor francés, el más grande de su época, portador de la Cinta Azul. Pero al iniciarse la guerra, a su arribo a Manhattan el Normandie fue confiscado por los Estados Unidos y con él, y sin que nadie supiera de ella, Justine. Los franceses reclamaron la devolución de su barco, pero los norteamericanos se negaron a hacerlo. Un par de años estuvo atracado allí en el muelle 88 enfrente de Weehawken, donde casi se incendió por completo. Durante las tareas de rescate un bombero italiano encontró a Justine en la cabina del anticuario y se la llevó en secreto para vendérsela por un par de dólares a sus socios de negocios, los honorables señores de la Mulberry Street. Y estos finalmente encontraron a alguien que estaba dispuesto a pagar mucho dinero por esta obra de arte.
–Un libro muy especial, entonces.
–Tócala. ¿Lo sientes?
Yo lo sentí.
Se había hecho tarde. Estábamos solos, dos hombres en un sótano, a nuestro alrededor, silencio. Qué hora era, cuánto tiempo había pasado desde que habíamos llegado: no podía decirlo. En un momento volví a subir, pero arriba las luces ya estaban apagadas. El viejo se había retirado de su puesto. Reinaba una calma espectral. Asustado tropecé en la oscuridad, sacudí en vano la puerta. También las ventanas no se podían abrir más que una hendija y con las rejas nadie podía entrar ni salir. Al no encontrar ninguna salida trasera regresé al sótano donde estaba Eisenstein.
Este se había acomodado en un pasillo sobre una base de libros. Estaba allí entre dos filas de estanterías tumbado con los brazos cruzados sobre una serie de libros que había extendido sobre el piso desnudo y que iban desde su cabeza hasta sus pies, envuelto en su abrigo, inaccesible como un cruzado de piedra sobre su sarcófago. Debajo de la cabeza se había colocado una pila un poco más alta, tenía los ojos cerrados. Yo me acerqué sin saber si aún estaba despierto. Cuando estuve parado junto a él abrió de repente los ojos y me miró como si hubiera soñado conmigo.
–Mr. Rothbard nos permite que esta noche durmamos aquí.
Eisenstein susurraba. Por lo visto no era la primera vez que se quedaba encerrado allí abajo.
Yo lo imité, tanteé en el pasillo contiguo un par de libros en la estantería y los elegí según su grado de blandura. Con ellos me armé un lugar para dormir, coloqué el libro más blando arriba de todo y apoyé allí la cabeza.