Bajo la piel. Gunnar Kaiser

Bajo la piel - Gunnar Kaiser


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custodiaban las escalinatas, y entró en el Schützen, un local que desde que el hombre tenía memoria servía bebidas a los cocheros de la Plaza del Teatro. Allí bebió una taza de té y le encargó a un muchacho que le llevara a la Parkstrasse la leña que habían acordado allí mismo unos días antes. El muchacho, un rubio flacucho de como máximo doce años, no era el más saludable, como pronto pudo comprobar el Dr. Eisenstein. Tosía y jadeaba tanto que Eisenstein estuvo a punto de liberarlo de la carga, darle las cáscaras de papa acordadas y llevar él mismo el atado a su casa. El cargo de conciencia ya se le estaba haciendo casi insoportable cuando doblaron en la esquina del Frauentor y divisaron los estucos de la fachada de la casa familiar. El doctor le dijo al pobre y simple muchacho que dejara la carga delante del portal, él mismo la subiría.

      Llegado a las habitaciones del primer piso, también Eisenstein sudaba ahora del esfuerzo al que su delgado y delicado cuerpo de sabio no estaba acostumbrado, y sudaba tanto que, contra todo sentido común, pensó que el muchacho lo había contagiado y que la enfermedad ya se había declarado: una incubación de cinco minutos, bromeó para sus adentros, ¡impresionante! Pero más allá de si su agotamiento era algo normal o no: ya con el riesgo de que aquel muchacho lo hubiera podido contagiar de tuberculosis, peste neumónica o de la misma influenza que media Weimar sufría desde hacía siete días, bastaba. Decidió entonces saludar a su esposa sólo desde lejos. Cuando la vio durmiendo en su cama, recordó su estado, pero María, que recibió la leña que había traído, le comunicó la buena nueva. Y así fue como también le hizo una visita a su hijo recién nacido, visita durante la cual se cuidó extremadamente de no tocar a la nodriza ni acercarse a menos de diez pasos al bebé, el que en el último rincón de la sala le pareció como una larva transformada en crisálida. Ya llegaría el momento en el que el bebé se convertiría en una mariposa, pensó. Luego se dirigió con gesto satisfecho a su estudio y se puso a trabajar.

      Aquel día María fue entonces la única que tocó el necesitado cuerpo de Josef después de que este dejara el vientre de su madre. Y todo el tiempo en que la gripe asolara aquellas tierras habría de continuar siendo así.

      2

      Ya haya sido debido a la influenza que seguía causando violentos estragos, y de la que los habitantes de la ciudad no podían decir si peor que los males que había traído consigo no eran las masas de diputados que desde hacía semanas abarrotaban las calles, las plazas y los restaurantes de la ciudad, o simplemente por la ya considerable avanzada edad de la nodriza y la longitud del hilo de la vida que le había sido otorgado, el hecho es que: una semana después del nacimiento de Josef, María falleció en paz y con una sonrisa en los labios en la chaise longue donde había pasado los días y noches anteriores velando por el pequeño Josef.

      –¿Pero qué pasa? –preguntó el Dr. Eisenstein cuando entró a la habitación del niño. Su esposa, preocupada ante la ausencia de los ruidos que todas las mañanas le llegaban desde la habitación contigua hasta su lecho de parturienta, había encontrado muerta a María y enseguida lo había llamado. Él puso los brazos en jarretera y sacudió la cabeza, igual que si le hubieran jugado una mala pasada y ahora no tuviera más que identificar al culpable para darle un sermón. Indeciso, permaneció tieso en la postura que había adoptado.

      –Quizás deberíamos haber calefaccionado el cuarto del niño –dijo Fanny.

      El Dr. Eisenstein sacudió de nuevo la cabeza, esta vez por la suposición de su esposa de que el frío en la habitación hubiera podido tener algo que ver con el deceso de María.

      –Demasiado calor tampoco es bueno –dijo.

      –Tenemos que sacarlo de aquí –dijo Fanny aparentemente preocupada por la salud de su bebé de una semana. Pero tampoco ella se movió.

      –Correcto.

      Ambos estaban tensos a la espera de lo que el otro dijera. El Dr. Eisenstein no estaba seguro de a qué se había referido su esposa cuando había dicho “sacarlo”: si a su hijo o al cadáver de la gobernanta. Lo que fuera, pensó, lo uno o lo otro, algo debía pasar. Pero ni él ni Fanny abandonaron su inmovilidad. Después de todo lo que se decía sobre el riesgo de contagio no querían tocar a la vieja María. Fanny todavía estaba amamantando, lo que significaba que María la había ayudado a sacarse la leche con una bomba para dársela luego al niño en mamadera. Si el niño ya se había contagiado o no era algo que los padres no se atrevían a decir. Todo parecía tranquilo en su cunita, nada de tos, nada de estornudos, nada de afiebrados gemidos. ¿Quizás ya...? ¡Pero no... ahí! La manta se movía aún, ascendía y descendía ligeramente. El niño dormía tranquila y profundamente.

      Tras medio minuto de silencio que uno hubiera podido interpretar como de duelo, los padres de Josef se voltearon, salieron de la habitación donde para bien o para mal su hijo debía permanecer aún un pequeño rato junto a la muerta, cerraron firmemente las puertas tras de sí y, una vez que el señor de la casa se hubo ocupado de los trámites necesarios, volvieron a entregarse a sus ocupaciones.

      Muchachas jóvenes no escaseaban. Pero Eisenstein resolvió que era importante que la nueva no sólo estuviera absolutamente sana, fuera eficiente y resistente, sino que también fuera capaz de obediencia absoluta. Al fin y al cabo, su tarea consistiría en mantener a Josef estrictamente alejado de todo contacto corporal con otros así como también en no entrar ella misma en ningún contacto con otros; al menos hasta que no se hubiera aplacado la ola de gripe. Ah, sí, y tenía que ser una shikse.

      Así pues, a los diez días del nacimiento de Josef y tres del deceso de María del vecino Schöndorf llegó a la casa de los Eisenstein la joven de veintiún años Henriette Condé, una grácil reformada francesa de mirada tímida que ya había demostrado sus dotes como niñera con sus tres hermanas menores, a las que había criado junto con su madre en la casita de jardín donde habitaban.

      Para Henriette, de cuya sana constitución el doctor se cercioró personalmente, el empleo significaba la posibilidad de alimentar a su familia, sobre todo porque el joven padre no le pagaba en contante sino en especias: todas las semanas le hacía llegar a su casita de Schöndorf una canasta con dos docenas de huevos, un cuarto kilo de papas, un repollo y un embutido de Schmalkalden. Ella comía en la cocina después de llevarle su sopa de harina, su bizcocho tostado y su cerveza de malta a la señora de la casa a la cama, pasaba las noches en la misma chaise longue en la que había dormido su antecesora y desde allí sólo perdía de vista al pequeño Josef cuando tenía que cerrar sus ojos.

      Cuando Henriette vio por primera vez al pequeño Josef quedó sumamente sorprendida. Estaba en su cuna cubierto de ajustadas vendas de la cabeza a los pies, vendas que debían protegerlo tanto de los piojos como de que se lastimara con sus propias manitos. Tan pequeño y frágil le pareció el bebé de diez días, tan pálido, silencioso e inmóvil que en un primer momento dudó de si en él quedaba aún un destello de vida. Se preguntó si no le daban demasiada poca leche, pero la señora Eisenstein le aseguró que todo estaba perfectamente, que el niño simplemente era un poco más delicado, que en eso al fin y al cabo salía a la madre.

      Ese mismo día el Dr. Eisenstein mantuvo con ella una conversación sobre lo necesario que era el correcto trato de su vástago.

      –Bajo ninguna circunstancia –dijo mientras observaba desde el vano de la puerta de la habitación infantil cómo se mecía la cuna que Henriette impulsaba con su pie izquierdo y sus pupilas se iban desplazando ligeramente hacia un lado y hacia otro–, bajo ninguna circunstancia debe entrar Josef en contacto con desconocidos. Mírelo, Henriette, lo delgado y pálido que es, y comprenderá que debemos hacer todo lo posible para proteger su débil constitución. Evite, por lo tanto, todo lo que pueda significar un riesgo para él. Envuélvalo siempre firmemente y en forma segura con las vendas. Aparte de eso tenga en cuenta evitar usted misma todo trato con personas que directa o indirectamente puedan ser sospechosas de portar el germen de la enfermedad. Y en este momento eso significa casi todos en la ciudad.

      Henriette, que era consciente de que desde donde estaba parado el Dr. Eisenstein no podía ver de ningún modo a su hijo, miró al pequeño que dormía tranquilo. Sí, tenía razón, Josef era un niñito frágil y delicado, hasta su hermana más pequeña había sido más robusta al nacer que aquel niño enclenque


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