Bajo la piel. Gunnar Kaiser

Bajo la piel - Gunnar Kaiser


Скачать книгу
Teniendo en cuenta lo riesgoso de la situación los futuros padres de Josef decidieron que el parto tuviera lugar sin asistencia médica en la casa de la Parkstrasse, en presencia sólo de la vieja y fiel nodriza María que ya en su momento había traído al mundo al señor de la casa ahora padre en ciernes y a su hermano mayor.

      El nacimiento de Eisenstein tuvo lugar un helado día de febrero. Durante semanas había hecho tanto frío que la Fuente de Neptuno en la Plaza del Mercado se había congelado, pero ahora las temperaturas habían descendido hasta tal punto que hasta en el parque el río Ilm estaba cubierto por una capa de hielo de un dedo de grosor. El último invierno de la guerra había causado estragos, el carbón se había acabado hacía tiempo y la leña también escaseaba tanto que la gente había comenzado a talar árboles en el bosque de Webicht y en el barrio de Tiefurt. También en la casa de la Parkstrasse donde habitaban los Eisenstein desde 1912 se había acabado el combustible por lo que entre aquellos antiguos muros reinaba un frío glacial. Tanto frío hacía que María, la nodriza, ya tenía preparadas cinco mantas de lana, dos para el niño, tres para la madre.

      A la madre de Josef, Fanny, Mendel de soltera, casi le alegró en igual medida el recién llegado como el saber concluido por fin aquel calvario, el cautiverio babilónico, como denominaba medio en broma a su embarazo. Pues cautiva se sintió desde el mismo instante en que se enteró del estado en que se encontraba; cautiva de un no nacido aún que comenzaba su vida poniendo fin a la suya. La suya que recién apenas había comenzado. Pues Fanny seguía siendo aún joven. Y antes de la guerra, a los dieciséis años, había alcanzado éxitos considerables en las tablas, razón por la cual ahora tenía la esperanza, más aún, esperaba que tras la finalización del conflicto su carrera prosiguiera sin dificultades, sí, y que se elevara incluso hasta más altas esferas. Ahora que ya hasta los más tercos nacionalistas veían llegar la derrota del Reich a mediados del verano, ahora que pronto habría paz, que las cosas volverían a la normalidad y la gente volvería a acudir en masa a los teatros, ávida de entretenimiento y diversión después de todos aquellos años de privaciones, ahora Fanny podría hacer realidad su sueño de niña y ascender como una nueva estrella al firmamento.

      Cuál no habrá sido entonces su decepción, más allá de toda su alegría de madre, cuando le anunciaron la buena nueva. Es que aquel molesto estado, aquel ser vivo que anunciaba su derecho a existir en mal momento, aquel ser humano amenazaba con aniquilar sus sueños. El ser madre, sospechaba ella, no sólo le quitaría flexibilidad ante ofertas de grandes salas, sino que también haría que fuera menos deseada apenas el público ya no la viera más como una joven virgen amazona sino como la matrona que era. Y ni hablar de las inclemencias a las que el embarazo sometía a su cuerpo. De ahora en adelante tendría que actuar con corsé, poniendo así fin a su juvenil destreza, debería levantar sus caídos pechos y tapar las arrugas de su escote.

      Lejos de entregarse en sus pensamientos a la idea de poner prematuro término a su embarazo, sí se descubrió aquí y allá abrigando el mudo deseo de que el niño sufriera alguna minusvalía o no fuera apto para afrontar la vida, con lo cual por sí solo habría de ponerse fin a todo menester. El ser humano, solía decir ella citando a Humboldt, debe desear lo bueno y lo grande, del resto se encarga el destino.

      Pero en los momentos que pasaba en el salón de lectura sin hacer nada e incapaz de cualquier ocupación útil ella también recordaba que desde el primer día, una sofocante jornada de julio del año 1914, la boda con el doctor Samuel Josef Cahn Eisenstein había significado que ella habría de dar a luz hijos. Si se limitaba a uno solo, aquello sería verdaderamente una buena fortuna. Debía lograr entonces que su esposo no tuviera en mal momento la oportunidad de hacerle otro. Quizás así, pese a la maternidad y su arruinada figura, le sería concedido poder proseguir con su carrera.

      No era que ella no amara a su esposo, pero lo amaba por su dinero. Y todas las posibilidades que le había abierto la boda con el adinerado y famoso profesor, desde el día del anuncio de la buena nueva hasta el del parto, Fanny las había ido viendo desvanecerse rápidamente. Como fuera: cuando finalmente en la mañana del 6 de febrero hubo llegado el momento, Fanny Eisenstein se alegró al ver a su primer –y como habría de saberse más tarde– único hijo. Después de haber tocado el pequeño cuerpo y comprobar que estaba frío, frío como el de un niño nacido muerto, y que de la proximidad a él no había de esperarse ningún calor, una breve mirada fue todo lo que, agotada por el gran esfuerzo del parto y por el frío cortante en la casa, pudo dedicarle aquel día a su hijo. Se alegró, pues, y le entregó aquella cosita menuda que lloraba a la nodriza, quien lo lavó, lo secó, lo envolvió en las mantas de lana y lo llevó al cuarto contiguo. Allí, en una habitación demasiado grande, casi como un salón, colocó María al bebé en su cunita donde en algún momento finalmente se calmó.

      Fanny, a quien del otro lado de la doble puerta cerrada no le llegó nada del llanto de su hijo, moría de impaciencia por mostrarle el pequeño Josef a su esposo apenas este estuviera de regreso en la ciudad. Hasta llegado ese momento sentía que era su obligación cuidar de su belleza y salud, se envolvió en tres mantas y se durmió.

      Para ese momento el padre de Josef Eisenstein daba un gran rodeo a la ciudad y contaba cáscaras de papas en el bolsillo de su abrigo. Estaba regresando de Jena donde acababa de anunciar su programa de clases para el semestre de verano, había llegado a la estación con el tren del mediodía y ahora, en lugar de, como lo hacía habitualmente, seguir derecho por la avenida Carl August y por la Wielandstrasse y la Schillerstrasse, tenía que buscar un camino evitando el centro para llegar a la mansión donde su familia residía desde hacía generaciones. Es que Samuel Josef Cahn Eisenstein, doctor en Filología por la Alma Mater Jenensis, pertenecía a una familia cuyas raíces en Weimar se remontaban hasta 1770, hasta el día en que Anna Amalia había nombrado Judío de la Corte del principado a un comerciante de Schwanfeld. Él era descendiente de un primo del Gran Duque Comisario y Banquero que había provisto de plata a la Corte. Su abuelo, así se decía, de niño había llegado a servir de sostén al viejo Goethe en su última caminata por la montaña del Kickelhahn, y su padre, allí mismo, en el año 1774, había ayudado a reconstruir la casita de Goethe que se había quemado en un incendio un par de años antes. Samuel personalmente no se había visto atraído por los negocios bancarios de la familia. Al momento de la concepción de su hijo era, con treinta y nueve años, un científico reputado entre los especialistas y que también gozaba de alta estima en el exterior, docente de Lingüística General y Comparada, coautor del Diccionario etimológico indoario, una obra que formaba parte de la bibliografía básica de la aún joven rama de la Lingüística Histórica. Pero su fama se extendía mucho más allá de los límites de su ciudad natal no sólo por su actividad científica: el haber servido como oficial le había deparado, entre otras condecoraciones, en el año 1916 la Cruz de Guerra Wilhelm Ernst, su actividad como concejal de la ciudad de Weimar le había asegurado un lugar en el parlamento del Estado federado, y no sólo eso. Desde el último noviembre, con cartas a Berlín y en charlas personales, también se había empeñado y con éxito en ser candidato para la Asamblea Nacional, y había calculado que no tenía las peores chances. Cuando en enero la elección de la sede de las sesiones recayó en su ciudad natal, no cabía en sí de gozo; cinco días más tarde, empero, cuando se distribuyeron las bancas, resultó que los votos de su partido no habían alcanzado por muy poco para que él pudiera ocupar una.

      Durante dos semanas el Dr. Eisenstein estuvo reñido con él y con el mundo, habló de complot e intrigas. En la mañana a la que nos referimos aquí, empero, decidió no otorgarle al asunto más importancia de la que merecía. Si esa república creía poder renunciar a hombres como él, entonces era de prever que no fuera a durar mucho. Él, por su parte, volvería a dedicarse a la ciencia y a cultivar su vida social. Ya en marzo pudo volver a sacar a la luz sus antiguos manuscritos, pues para preparar materiales completamente nuevos para sus clases había regresado demasiado tarde de Francia. Ahora finalmente podría comenzar también con ese proyecto que abrigaba, desde hacía tanto tiempo, de redactar una nueva y decisiva Historia de la lengua alemana.

      Molesto le resultaba, por lo demás, todo el caos que provocaban ahora en Weimar y que ese día lo obligaba a emprender un más largo camino a casa. Policía en cada esquina, los representantes de la prensa venidos de la capital y luego el ejército gris de los diputados. Sacudiendo la cabeza


Скачать книгу