Bajo la piel. Gunnar Kaiser
recogido los huevos de ganso del nido. Y ninguna se había muerto por ello.
Pese a estos reparos Henriette se tomó a pecho las órdenes del señor de la casa. Más aún: cuando oyó lo serio que era el asunto para él y se percató de cuánto dependía de su obediencia que su madre y sus hermanas continuaran siendo provistas de alimentos, decidió sumar a la precaución del padre una precaución aún mayor. Ni el pequeño Josef ni ella podían permitirse que él cayera enfermo. Así pues sometió sus cuidados en las primeras semanas a la más estricta observancia.
No dieron ningún paseo por las calles nevadas de la ciudad. También el parque fue tabú para Josef y para ella. Los alimentos, hacía que los dejaran delante de la puerta, los recogía recién después y los lavaba, cepillaba y cocinaba ella misma. Desinfectaba las mamaderas y los pezones de la madre con alcohol, los pañales del niño los lavaba con agua tan caliente que luego durante días se le pelaba la piel de sus escaldadas manos. Las ventanas de la habitación infantil permanecían siempre cerradas, también las cortinas estaban la mayor parte del tiempo corridas, como si la luz del sol pudiera afectar más aún la débil constitución del niño. Las puertas sólo se abrían para ella y recién se ventilaba cuando había cubierto la cuna con uno de los opacos paños de lino. Y también ella misma, aunque se sentía absolutamente sana, se cuidaba de tocar lo menos posible al pequeño Josef.
Al cabo de un par de semanas, sin embargo, comenzaron a instalarse las primeras dudas en la cabeza de la bella Henriette. Lejos de aumentar de peso, de tornarse más robusto, de crecer o de perder la palidez de la piel, el pequeño Josef parecía haberse vuelto aún más débil. También sus signos vitales, desde el momento de su primer encuentro ya bastante escasos, fueron cada vez menos y más débiles. A los padres, sin embargo, que casi nunca aparecían por aquel cuarto, esto no parecía preocuparlos. Aun cuando su predecesora les hubiera asegurado que todo seguía su curso normal y que los niños crecían cuando era el momento de su desarrollo, Henriette tenía suficiente experiencia con sus hermanas como para saber que a esa edad los niños ya no dormían más todo el día, sino que también alzaban la cabecita o, cuando les cambiaban los pañales, fijaban la vista en las cosas que tenían delante. Nada de todo aquello hacía el pequeño Josef. Su incapacidad para agarrar con sus manitos cosas que se movían o para al menos seguirlas con la vista en su opinión expresaba una insuficiente curiosidad frente a la vida. Como si en algún momento el niño hubiese decidido que el mundo no le podía ofrecer nada que pudiera despertar su interés y por ello rechazara todo intento de entrar en contacto con él. Su hambre no aumentó, como si se hubiera adaptado a la ración que se había decidido en un momento. Tampoco reía el niño como lo conocía de sus hermanas, tampoco reaccionaba a su rostro cuando ella sonreía o hacía morisquetas. El pequeño Josef simplemente miraba a un lado indiferente o era como si mirara a través de ella. Lo peor, sentía Henriette, era el hecho de que le diera lo mismo si ella estaba en la habitación o no. Poder o no poder verla no parecía cambiar en nada su estado de ánimo siempre igual. Aquello que le había parecido la mayor carga con sus hermanas, esto es, la incapacidad para quedarse solas, era algo que ahora deseaba fervientemente, aunque más no fuera para satisfacer su orgullo femenino.
Las dudas de Henriette sobre el sano desarrollo de su pupilo se hicieron finalmente tan grandes que decidió revisar el estricto reglamento del cuarto infantil. Ni el pequeño Josef ni ella podían permitirse que él se debilitara tanto que muriera. Aparte ahora parecía que junto con el invierno por fin también la gripe se iba acabando. Se armó entonces de coraje, alzó al niño de su cunita con manta de lana y paño de lino incluidos, lo llevó al cochecito que estaba en el corredor sin usar desde febrero y a escondidas salió a dar un paseo con él.
Así pues, fue una soleada mañana de marzo cuando el pequeño Josef vio realmente por primera vez la luz del mundo, y a partir del momento en que el aire fresco revoloteó alrededor de su nariz también él pareció cobrar vitalidad. Se desperezaba y se estiraba en su carrito, extendía las manitos, gorgoteaba, y cuando llegaron al parque del río Ilm hasta pareció producirse la magia de una pequeña sonrisa en sus mejillas. Esto hizo tan feliz a Henriette y le produjo tanto orgullo que se olvidó del tiempo y continuó andando y andando por el parque.
Henriette no sabía bien qué pensamientos la habían conducido hasta allí, pero al cabo de un paseo de dos horas empujando el cochecito se encontró en Schöndorf delante de la casita de jardín donde vivía su familia, se dejó abrazar y besar por sus hermanas y recién entonces, cuando también su madre la abrazó cariñosamente, se percató de cuánto las había extrañado durante las semanas que había pasado recluida en la mansión de Weimar. Tanto las niñas como la madre tampoco podían despegarse del pequeño Josef: él, que seguía mirando tan extrañamente despierto, dejó tan embelesadas a las damas que lo alzaron de su carrito andante, le quitaron la manta y una tras otra lo tuvieron en brazos, lo acariciaron y besaron.
Y el silencioso pálido bebé de apenas unos meses pareció disfrutar de que se ocuparan de él. Puede ser que no se enterara mucho de lo que sucedía a su alrededor, pero viéndolo allí en el regazo de la hermana mayor que lo hamacaba hacia un lado y otro, viéndolo cómo agarraba con sus puñitos los dedos que la hermana del medio le había extendido, y viéndolo romper en regocijantes gorgoteos cuando la menor le sopló en la cara... allí dio la sensación de que volvía a la vida.
3
Dos semanas más tarde sus hermanas habían muerto. El virus de Kansas había cobrado también allí, casi un año después y en otro rincón de la Tierra, su varias veces millonésimo tributo, y esta vez directamente en triple número. Lo maldito en él no era la forma inexorable en que actuaba, el que cobrara tantas víctimas y atravesara fronteras de naciones y los mares del mundo, sino el que fuera tan selectivo. El que fuera tan pretensioso como un niño mimado y no se llevara directamente a la familia entera, sino sólo a miembros aislados, mientras los sobrevivientes, sorprendidos y furiosos por tal arbitrariedad, sacudían la cabeza de pie junto a sus tumbas. También la madre de Henriette y ella misma se vieron exentas, libres de todo signo de la enfermedad, tan ignoradas por la muerte que al final la señora Condé se echó sobre el cuerpo de sus tres pequeñas hijas suplicando que no la rechazara.
En las penurias de su alma Henriette le confesó al doctor que había actuado en contra de sus indicaciones y se había llevado a su hijo; como si con ello abrigara la esperanza de apaciguar al destino y poder evitar lo peor. Luego pidió vacaciones. Una vieja conocida de la familia, Adele Flachsland, de la Riesstrasse, una persona confiable, informada y minuciosa, ocupó su puesto, y así pudo Henriette regresar por el tiempo que siguió a la casa materna y hacer allí todo lo humanamente posible.
Pero de nada sirvió. Ningún bizcocho tostado, ninguna agua de miel, ningunas medias con vinagre, ninguna compresa para la pantorrilla, ni manzanilla ni tilo. Tampoco sus oraciones fueron escuchadas. Los temblores se hicieron más intensos, los rostros se volvieron cada vez más pálidos, más frío el sudor en sus frentes infantiles. Subió la fiebre, aumentaron los calambres, luego vinieron el esputo y la bilis verde. Ni siquiera un pequeño trago de té podían retener. Sus gemidos sonaron más fuerte, más quejumbrosos, más deplorables, hasta que al final se hicieron más escasos, más sordos y se apagaron totalmente. Entonces se las llevó, la muerte; en el transcurso de cinco horas, aprovechando que estaba allí, lanzó sus garras. Primero fue la menor, luego la del medio, luego la segunda, de modo que Henriette, aunque se sentía bien y no tenía síntomas, se preparó para comparecer ante el Salvador. Pero a ella no la quería. No se sentía más débil, no le raspaba la garganta, no tenía húmeda la nuca ni los ojos vidriosos. La muerte no tenía ningún interés en ella.
Así pues, tres días más tarde se encontró sola junto a su madre ante las tumbas recién cavadas de sus tres hermanas en el Cementerio Central. Henriette se disponía a tomar del brazo a su madre, pues el pastor ya había arrojado ceniza sobre ceniza, había pronunciado la bendición de despedida y el Padrenuestro, cuando percibió que había allí presente un tercer deudo. El Dr. Eisenstein había ido para darle el pésame a su madre. Consternado, esforzándose por contenerse, se lo veía allí guardando una distancia respetuosa, con su abrigo negro y sus pantalones grises. Cuando las dos mujeres lo miraron, las saludó quitándose el sombrero y haciendo una profunda reverencia.
Pero Henriette