Bajo la piel. Gunnar Kaiser
en reclamar todas las tierras cubiertas de pinos piñoneros en las márgenes derecha e izquierda del río para los Países Bajos Unidos, los que más tarde allí, allí atrás, ¿ves?, en la punta Sur de la isla, detrás del edificio de la American International, erigirán su fuerte, el que luego con el transcurso del tiempo cambiará seis veces de nombre y ocho veces de dueño, mientras a su alrededor se levantaban las casas, se asentaban las calles, se colocaban cercos de troncos y se construían los muelles en los que atracarán los barcos de Europa, para escupir a un par de temerarios y aventureros hombres y mujeres, comerciantes, artesanos y peones, grabadores, cazadores de pieles y prostitutas, ningunos peregrinos temerosos de Dios como más al Norte en Nueva Inglaterra, sino aventureros confiados en su suerte y gente ávida de hacer dinero.
–Un experimento humano único –dice–. Dale a todos los pobres y sometidos, a toda la gente que no encuentra solución en sus vidas un puerto seguro, arroja lo peor y lo mejor de todos los rincones del mundo en una minúscula superficie, revuelve con fuerza y espera a ver qué pasa.
Diciendo esto señala la línea costera de Manhattan, la que se extiende ante nosotros de Sur a Norte como hace trescientos cincuenta años la jungla en la que ahora nos disponemos a adentrarnos.
Hace calor, pero él sigue llevando puesto un abrigo ligero y sombrero mientras yo voy andando a su lado en jeans, zapatillas y una camiseta con diseño de batik. Seguramente nuestra imagen les causa gracia a los transeúntes y a las muchachas a las que abordamos, pero al menos no pasamos desapercibidos.
–Tienes que llamar la atención –me dice–, tienes que sobresalir de entre la masa como un poste totémico sobre la cúpula del wigwam,(8) tienes que ser Napoleón y el Minotauro al mismo tiempo. Es la única manera de lograr algo en el mundo.
Como si hubiera pronunciado la palabra clave viene hacia nuestros brazos, el mundo: sonriente, tranquila, deambulando, sin sospechar nada, nos la han enviado desde las tiendas, los bosques y las colinas como una mensajera de su tribu; su cabello negro lacio, peinado con aceite de cedro, con severa raya al medio, brilla en la luz de junio; lleva una camisa de seda de manga corta abotonada en todo su largo que deja ver sus brazos morenos y moreno también una parte de su escote; en su espalda carga una guitarra. Medea está a nuestra misma altura debajo del pilar occidental del puente. Quizás le asombra nuestro extraño aspecto. Yo quiero llamarle la atención a Eisenstein sobre ella, pero él hace rato que ya la ha visto y ya ha pensado qué decirle, pues se cruza en su camino, no la deja pasar si ella antes no dice la palabra mágica.
Ella ríe y calla, nos mira con sus grandes ojos oscuros.
–Hace cien años en este lugar había una caseta con una barrera –dice él–. El que quería pasar a Brooklyn y daba la impresión de ser un vendedor ambulante o salteador o pordiosero debía pagar derecho de paso. Bueno, ¿tú qué eres?
Ella entra en el juego, no tiene prisa, no se hace rogar. Se recuesta sobre la baranda, toma su guitarra y la sostiene delante de su pecho.
–Yo soy sólo una pobre cantante.
–Musicantes y otras gentes errantes deben dar una muestra de su arte antes de que se les permita el paso. En caso contrario: pagar el derecho o dar la vuelta.
Ella se cuelga la guitarra, afina un par de acordes, se parece y canta como Joan Baez, How many roads must a man walk down, con el acompañamiento del murmullo de los camiones debajo de nosotros. Un par de transeúntes forman un corro a nuestro alrededor, sacan fotos, aplauden, dan un par de monedas, siguen camino alegres. Cuando acaba, aplaudimos y le hacemos lugar. Ella deja las monedas que tiene ante sus pies y pasa por delante de nosotros, siempre sonriente y tranquila y alegre. Yo noto que Eisenstein está simplemente parado allí y mira como ausente a la lontananza. How many times must a man look up, me cede el campo, pienso, y la sigo a ella unos pasos. Yo debería haber pensado un poco mientras ella cantaba, ahora tartamudeo y balbuceo algo de una cita, si estuviera interesada.
–Quiero decir una cita para una audición, tenemos contactos con una discográfica, quizás puedas firmar un contrato, quizás con nosotros puedas llegar lejos, y quizás sería algo lucrativo para ti, ¿qué opinas? –No me siento bien con mi mentira, es demasiado obvia y evidente, y por eso ella no me cree.
Sacude la cabeza y ríe.
–No toco nunca por dinero. El dinero destruye todo, el sentimiento, el amor, el arte, todo.
Tan fácilmente como Eisenstein lo logró con Gretchen ella no se deja engatusar. Tengo que trabajar en mi capacidad de convicción, pienso, o en la calidad de mis mentiras.
–Aparte tengo un trabajo que no tiene nada que ver con música, no necesito ningún contrato discográfico.
Entonces nos revela que trabaja como camarera en un café, en Ottomanelli’s, junto al parque y se va y nos deja allí.
Momentos como estos. En Chinatown vemos cómo una unidad de unos cien hombres dispersa una sentada. Doce, quince chicas y chicos con sus mejores ropas de segunda mano, la luz del sol queda atrapada en sus coloridas camisas de volantes, están sentados sobre el asfalto de la Hester Street directamente delante de un supermercado asiático, cantan un par de canciones y sostienen en alto carteles. Cuando llegan los uniformados, se agarran de los brazos y se agachan, pero no sirve de nada. Esos no son policías, pienso, cuando veo cómo están armados esos hombres, eso es el ejército. Uno grita en un megáfono, otro le arrebata la pandereta a uno de pelo largo y vincha y la arroja contra la pared del supermercado. Las chicas y los chicos gritan “Ho Ho Ho Chi Minh” y logran hacerme sentir culpable, porque yo tengo la misma edad de ellos y sólo estoy parado a un costado. No lucho con ellos por la buena causa.
En segundos se ha reunido alrededor nuestro un gentío que se queda mirando. El cielo está mirando, y nosotros tenemos que irnos.
Después de la lluvia sale vapor de las alcantarillas del Lower East Side, y en las oleosas calles brillan tornasolados los charcos con los colores del arco iris. El cielo está suspendido lleno de nubes acuosas y desde una ventana abierta se escucha a alguien tocando el piano, primero apenas perceptible y algo irreconocible, luego se va distinguiendo una melodía que ya escuché alguna vez.
–Irving Berlin –dice Eisenstein, y comienza a dirigir para sus adentros en la vereda–. ¿Oyes? “Blue Skies”. ¡Y el mismo hombre compuso “White Christmas” y “God Bless America!” Aunque el bueno de Izzy nunca abandonó realmente el shtetl.(9)
Luego Eisenstein se pone a cantar la canción. Never saw the sun shining so bright, never saw things going so right, y entonces yo también oigo tocar a la pequeña orquesta de Galitzia con clarinete y viola de arco y shofar y sus quejumbrosos tonos jasídicos. Después me enseña la casa donde se criaron Ira y George Gershwin, un angosto edificio blanco en la Segunda Avenida, en medio de la zona de los teatros ídish. Los Gershwin vivían en el segundo piso detrás de las escaleras de incendio, el edificio conoció mejores días, los vidrios de la tienda que hay en la planta baja están cubiertos con afiches pegados. En la parada de autobuses directamente enfrente de la entrada, Porgy y Bess están sentados a la sombra y cantan “Summertime”.
–El bueno de George en realidad siempre quiso volver a Nueva York. Pero sólo llegó a los treinta y ocho años y murió allá en California.
Vamos recorriendo las calles, vamos a comer al East Village (“La pequeña Alemania le decían en ese entonces”, comenta Eisenstein, “hace cien años vivía aquí la mayor concentración de alemanes fuera de Alemania, podías comprar el periódico Kölnische Zeitung y beber una cerveza como corresponde, pero esos tiempos ya pasaron”), visitamos la Folksbihne y el Grand Theatre, les pedimos el teléfono a un par de bonitas rubias y les preguntamos cuál es el día de su santo, nos encontramos con Allen Ginsberg en la Bowery y bebemos una cerveza con Cole Porter.
–El shtetl lo llevas siempre contigo, Jonathan. Lo llevas dentro tuyo, te llames Gershovitz, Baline, Eisenstein o Rosen. Lo llevas bajo la piel, Jonathan. No puedes hacer nada.
Así transcurrieron los días. Yo fui andando por mi vida como una cámara con el obturador abierto. Por las noches apuntaba todo lo más fielmente posible en mis