Vivir se escribe en presente. Alejandro Guillermo Roemmers

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anaquel y tirarla a la basura. Capítulo terminado.

      Su mano se detuvo en la segunda repisa, donde estaban sus pocos libros y tomó un volumen grande de tapas duras, una colección de cuentos de hadas que le había regalado su madre. ¿Qué recuerdos tenía de ella? Pocos, nada, algunas imágenes que ya no sabía si eran verdaderos recuerdos o memorias de fotos vistas en la casa paterna. Una mujer bella, de cabellos oscuros, en vestido de fiesta; la cara sonriente un poco regordeta, con grandes pendientes en forma de mariposa; otra en traje de baño, en la playa, junto a su padre, alto y buen mozo. ¿Pero cómo era su voz, el roce de sus manos? No podía recordarlo. A los cuatro años la memoria es caprichosa: guarda el sabor de un pastel de chocolate, pero no la voz de la madre que seguramente le habría leído cuentos como esos. Fernando recordaba las imágenes del libro, pero las había visto muchas veces desde entonces. Al colocarlo de nuevo sobre la repisa, su memoria recobró de pronto la imagen de su madre sonriendo débilmente en la cama del hospital.

      El timbre lo sobresaltó. Fue hasta el intercomunicador y apretó el botón; una voz alegre lo saludó: “¿Estabas durmiendo? Mira que eres vago. Son casi las once. Subo igual”. Le llevó unos segundos reconocer la voz de Alexia. ¿Se habían dado cita? ¿Lo habría olvidado? Al abrir la puerta, su amiga, toda sonriente, le puso en las manos una botella de champán y lo besó en las dos mejillas:

      –Felicitaciones, querido. No quería que se te pasara el aniversario sin un brindis.

      –¿Qué aniversario? ¿Qué haces en Buenos Aires?

      –Querido –dijo Alexia, quitándose la chaqueta y colgándola de un perchero cerca de la puerta–. No te habrás olvidado de que hace justo un año te dieron ese diploma que tienes colgado allí como un certificado de bautismo. ¿O es que cuando uno se recibe de periodista pierde la memoria de todo tiempo pasado? Bueno, para eso estoy yo. Para recordarte tus triunfos ahora que estoy de vuelta en la Reina del Plata. Después te contaré mis aventuras ecuatorianas. ¡Una verdadera odisea! –Alexia hizo el gesto histriónico de pasarse la mano por la frente como una actriz de tragedia–. Pero ahora, a celebrar lo tuyo. Porque tú fuiste el mejor promedio de nuestra promoción, ¿te acuerdas? ¡Mira! El chico es tan modesto que se sonroja. Hoy decido yo. Almorzamos juntos aquí y nos tomamos la botella de champán entera. Ponla a enfriar. Eso lo sabes hacer, ¿no? ¿Y qué tienes que te pueda cocinar?

      El refrigerador estaba casi vacío, y la despensa también, salvo por un par de cebollas, unos fideos secos y una cabeza de ajo.

      –Fíjate, te hago una lista y te vas al súper. Yo entretanto pongo la mesa.

      Y Alexia lo empujó hacia la puerta. No había alcanzado el ascensor cuando lo llamó:

      –¿Tienes tu celular? Por si me acuerdo de algo más que necesite.

      Fernando se palpó el bolsillo. Lo tenía.

      Capítulo

       2

      Exactamente un año antes, a principios de un noviem­bre que amenazaba con ser más caluroso y húmedo que el anterior, Fernando se estaba vistiendo ante el espejo del dormitorio. Mientras se abrochaba la camisa, miraba de reojo a Tute, que lo observaba con esos ojos verdosos que sus pestañas espesas no conseguían ocultar, dándole siempre ese aspecto lánguido y seductor que a Fernando le parecía irresistible, quizás porque la cara dulce e infantil se contradecía con el cuerpo inquieto y musculoso. “¿Te fijaste que los animales más fuertes casi siempre tienen miradas dulces?”, le había dicho a Tute una tarde cuando se paseaban frente a la jaula de los bisontes en el zoológico. Tute se había sonrojado.

      –¿Qué te parece esta camisa? ¿Suficientemente formal?

      –Sí, te queda bien –respondió Tute, poniéndose de pie–. Deja que te arregle el cuello.

      Al sentir el roce de sus dedos en la nuca, Fernando tuvo un leve estremecimiento. Estaba por darse vuelta y besarlo, cuando Tute lo apartó y le dijo:

      –No, espera. Tengo que decirte algo.

      –Te ves muy serio. Mejor me siento.

      Fernando se acomodó en el borde de la cama y Tute hizo lo mismo.

      –Fernando –Tute empezó con un ligero temblor en la voz–, sabes que yo te quiero mucho.

      –Sí.

      –Y yo sé que tú me quieres.

      –Sí.

      –Pero tú tienes veinticuatro años, acabaste tus estudios, vas a tener una carrera de periodista.

      –Sí, con suerte. Eso quiero.

      –Bueno, pero ¿yo qué? Tenía apenas diecinueve años cuando llegué de Tucumán sin saber qué iba a hacer, con muchas ganas de construirme una vida aquí, en la gran ciudad.

      -Sí, y nos conocimos unos días después. Yo te vi en ese bar y me enamoré a primera vista. Mejor dicho, a primera oída, porque fue tu tonadita la que me encantó. Eso fue hace cuatro años y todavía me encanta.

      –Lo sé, y te agradezco todo lo que hiciste por mí, cuán­to me enseñaste, cómo me cuidaste. Pero, Fer­nando, ahora...

      –¿Ahora qué?

      –Yo te sigo queriendo mucho, pero siento que necesito hacer mi vida, ver algo de mundo...

      –Tute, cuando consiga un trabajo estable de periodista es probable que tenga que viajar. Podríamos viajar juntos.

      –No me entiendes. Esto es difícil decirlo. Pero necesito estar un tiempo solo. Tú ya has viajado, has recorrido Europa, has estado en Nueva York antes de conocernos. Yo quiero hacer lo mismo. ¿Sabes?, la plata que me dabas para Navidad, para mi cumpleaños, cuando me decías que fuera a comprarme algo que me gustara, bueno, la estuve ahorrando. Y ahora tengo para un pasaje a Europa y algo más.

      –¿Te quieres ir entonces?

      –Tengo un pasaje para el sábado. A Londres.

      –¿Me vas a dejar? ¿Así? ¿De repente?

      –Te pido que entiendas. Yo quiero que estemos juntos. Pero antes necesito irme por mi cuenta, ver otros lugares...

      –Y conocer otra gente...

      –Sí.

      –Y yo ¿qué hago ahora?

      –No te digo que sea para siempre. Mira, hagamos esto. Dame un año. Dentro de un año exactamente, hablamos y vemos en qué estamos. Yo te quiero, Fer­nando, no aguanto la idea de perderte. Pero necesito hacer esto. Por favor, entiéndeme.

      –Te entiendo. Pero no te entiendo.

      Tute rodeó a Fernando con su brazo derecho y con la mano izquierda acercó su cara a la suya. Le dio un beso fuerte, al que Fernando no respondió, y se puso de pie. Tomó su camisa –era una que Fernando le había regalado hacía meses y que Tute decía que era su favorita– y se la puso. Se volvió para mirar una vez más a Fernando, que permanecía mudo sentado en la cama, y salió del departamento.

      Fernando siguió inmóvil un largo rato. Le costaba respirar. Al final, con esfuerzo, se levantó, eligió una corbata sin verla, la anudó automáticamente, se puso el saco y salió a la calle. “Siento como si me faltase un brazo o una pierna –pensó–. Es como si tuviera una pesadilla. Ojalá pronto me despierte”.

      En el café frente a la facultad, se sentó a una mesa del fondo y pidió un whisky. Faltaba apenas una hora para la ceremonia de entrega de diplomas. Sacó el celular y decidió marcar el número de su padre. ¿Hacía cuánto que no escuchaba su voz? Al menos cuatro años, desde que había empezado a estudiar periodismo. Cada vez que lo llamaba había problemas en la línea, su padre estaba ausente o daba ocupado... ¿Sería una señal del destino?

      Con todo lo que le había dicho en contra de la carrera, burlándose de los paparazzi, como


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