Vivir se escribe en presente. Alejandro Guillermo Roemmers
e intensos estudios, había apurado materias para acortar la carrera en uno. Cuatro años de adiestramiento para investigar las cosas que suceden en el mundo y dar testimonio. Empezó a marcar el número que misteriosamente todavía sabía de memoria. Pero algo lo detuvo. Quizás la sospecha de que su triunfo sería ridiculizado, minimizado, no entendido. Quizás el temor de no recibir de su padre las ansiadas felicitaciones, de no escuchar el esperado orgullo en la voz de aquel hombre que, conscientemente o no, Fernando admiraba y quería.
Guardó el teléfono en el bolsillo y acabó su whisky. Si estuviera viva, seguramente su madre sí habría estado orgullosa de ese hijo, ese niño inseguro que ahora iba a recibir su diploma, el mejor promedio de su promoción. Fernando la recordó alegre, siempre sonriente, aun en la cama del hospital donde yacía pálida y enredada en tubos. Pensar en esa antigua sonrisa le dio coraje para levantarse y cruzar la calle, donde varios de sus compañeros hablaban a los gritos, felices y ansiosos a la vez, sabiendo que no solo sus estudios de periodismo, sino un capítulo esencial de sus vidas estaba terminando.
De pronto, sintió un golpe tremendo en la espalda. Se dio vuelta indignado y vio a Alexia, que se reía a carcajadas, con un vestido abierto casi hasta el ombligo y revoleando el bolso con el que le había pegado.
–Vas distraído como un carpincho –le dijo–, y no ves ni a tus seres más queridos. Venga aquí y deme un besote, señor periodista.
Y lo tomó en sus brazos plantándole un beso en plena boca.
Los otros compañeros se rieron. Alexia lo tomó de la mano para entrar en el recinto de la facultad.
–¿Tute no está? –le preguntó.
–No, no viene, después te cuento.
–Bueno, pero no te olvides, ¿eh? Quiero saber todo. Fíjate, ahí está Gutiérrez. Vamos a saludarlo.
El profesor Emilio Gutiérrez era un destacado periodista que se había hecho conocido por su programa de radio, muy popular tanto entre los jóvenes estudiantes como entre los viejos taxistas, que lo escuchaban en las solitarias horas de la medianoche. A ambos grupos les divertía la inteligente desenvoltura de su palabra en cualquier campo de discusión. Gutiérrez era ecléctico: tanto arremetía contra una obra de teatro pretenciosa como contra un partido de fútbol mal jugado. “No tiene pelos en la lengua” era el comentario más frecuente de los oyentes después de uno de sus habituales ataques contra los embaucadores, fuesen intelectuales, deportistas o políticos. Su popularidad con los jóvenes lo había decidido a aceptar un puesto en la Facultad de Periodismo.
–Profesor Gutiérrez –lo llamó Alexia–, aquí está su alumno favorito –y empujó a Fernando hacia él.
–Alexia, Fernando, bueno, por lo menos los veo acicalados. Alexia, aprenda de Fernando, siempre tan formal y discreto. Como antigua alumna, tendría que saber que arreglarse en exceso, a veces, distrae de las cosas serias.
–Es una técnica, profesor, para lograr que me cuenten lo que pretenden ocultarme en las entrevistas. En lugar de concentrarse en inventar mentiras, se les escapa la verdad mientras admiran mis dotes naturales.
–Con tal de que no se le escape a usted una de esas técnicas...
–Profesor, más seriedad –se rio Alexia.
Fernando, olvidándose por un momento de la angustia por la ausencia que sentía, tomó la mano del profesor Gutiérrez y le dijo:
–Quiero agradecerle todo lo que me ha enseñado. Espero estar a la altura.
El profesor, sonriendo, le contestó:
–Para estar a la altura primero necesitamos encontrarle un buen trabajo. Nos vemos mañana por la mañana, quiero llevarlo a ver a alguien. Y ahora, ustedes dos, apúrense. La ceremonia está por empezar.
Sonrientes, expectantes, ilusionados, Fernando y sus compañeros entraron en el aula magna. Fernando buscó a Alexia con la mirada y la vio a pocos pasos de él, cubriéndole la retaguardia. Ella le guiñó un ojo.
Fernando sintió en ese momento, en ese lugar, que todo iba a salir bien.
Capítulo
3
A la mañana siguiente, Fernando y el profesor Gutiérrez se reunieron en un café del centro, “uno de esos de antes, sin música, ni pantallas de televisión”, decretó el profesor. Y, acto seguido, se lanzó a contarle a Fernando que él, Gutiérrez, había sido, hacía solo unos años, un poco como Fernando era ahora, un periodista sin destino, sabiendo nada más que lo alentaba una pasión por la pesquisa, habiendo aprendido cómo investigar honestamente, buscando la verdad, pero sin saber qué verdad ni con qué propósito.
–Los periodistas somos un poco sabuesos, pero tienen que darnos algo para olisquear, para que podamos poner nuestros talentos en acción. Yo empecé así, por casualidad, como pasan las mejores cosas. Un conocido me contó de varios robos repetidos en el banco donde trabajaba su mujer. Me pareció curioso, me puse a averiguar, y de ahí salió esa nota que fue mi primer éxito. Primera plana en todos los diarios, porque estaba implicada gente muy conocida. Me amenazaron, pero no me dejé intimidar. Al contrario, aproveché para conseguirme un programa de radio bien popular. En esos casos, la fama es la mejor protección. Y aquí estamos, con mi reputación hecha y estas canas para probarlo –dijo–. No le digo esto para presumir, sino para alentarlo.
Fernando se dio cuenta de que el profesor aparentaba mucha más edad de la que en verdad tenía.
–Pero usted tiene que encontrar lo suyo, Fernando. Por eso vamos a ver al jefe. Son unas pocas cuadras nomás.
El edificio de El Nacional era una de esas torres de vidrio que empezaron a levantarse en el Bajo en los años ochenta, infelices imitaciones de los rascacielos norteamericanos que, según el profesor Gutiérrez, le habían quitado a la ciudad su distintiva identidad de techos bajos y muros pálidos. Al llegar ante la gigantesca puerta de entrada, Gutiérrez tomó a Fernando del brazo, le hizo llenar una ficha en la recepción, le abrochó una etiqueta con su nombre en la solapa y lo hizo entrar en uno de los ascensores que los llevó en un santiamén al último piso.
–Más arriba, lo único que hay es el cielo –le dijo–, y ya está ocupado. Si no, seguro que el jefe lo reclamaría.
Y siempre aferrado al brazo de Fernando, lo encaminó hacia la puerta que decía DIRECCIÓN. Golpeó y entró. La asistente, una mujer joven, levantó la vista y les sonrió.
–Buenos días, Josefina. ¿Podría avisarle al jefe que estamos aquí?
Mientras la secretaria pasaba a la oficina interior, el profesor Gutiérrez le indicó a Fernando una larga mesa cubierta de papeles, fotos, mapas y recortes de todo tipo.
–Esto, fíjate, es la sopa primordial, como llaman los biólogos al conjunto de moléculas que crearon las primeras formas de vida en el universo. Cada vez que hay algo curioso en la web, o algo incierto en un diario o una revista, o alguna imagen rara, lo imprimimos o lo recortamos y lo traemos aquí. Una vez por día nos reunimos el jefe y varios de los periodistas y vemos qué se nos ocurre. Dejamos jugar la imaginación, la intuición y una buena medida de confianza en el azar. Y a menudo surge algo, como en esas figuras que no parecen ser nada hasta que las miras desde una cierta perspectiva.
–Profesor Gutiérrez, ¿siempre dando clase?
Fernando oyó un vozarrón a sus espaldas. Se dio vuelta para saludar al recién venido, y en lugar del gigante que había supuesto por el tenor de la voz, vio a un hombre bajito, calvo, con gruesos anteojos montados sobre una importante nariz.
–Jefe, este es el muchacho de quien le hablé. Fernando Módena.
–Bienvenido a este circo. Entonces, supongo que te interesa el periodismo.
Antes de que Fernando pudiera decir algo, Gutiérrez agregó: