Vivir se escribe en presente. Alejandro Guillermo Roemmers
de mediocres no es algo para ufanarse. ¿Qué tal eran los otros?
–Buenísimos. Por eso le traje a Fernando. Tenemos que ponerlo a trabajar.
El hombre que Gutiérrez llamaba “el jefe” observó a Fernando de pies a cabeza un largo rato, durante el que Fernando no supo qué hacer con sus manos ni qué decir. Esperó inquieto. Finalmente, el jefe se acercó a la mesa cubierta de documentos.
–Fernando, veamos si tienes ojos de periodista. Mira estos papeles. Tómate el tiempo. A ver si descubres algo que te atraiga.
A Fernando, la enorme mesa le pareció una suerte de absurda pesadilla cósmica, donde palabras, nombres, notas manuscritas, páginas impresas de la web, caras, paisajes y escenas incoherentes o misteriosas se mezclaban como en un caleidoscopio. Pensó que aquello era como uno de esos juegos en los que se trata de descifrar un texto en un idioma inventado hecho de jeroglíficos, letras y números.
–Acuérdate de lo que les repetía en clase –oyó que le decía la voz de Gutiérrez–. No busques entender todas las historias, ni siquiera toda una historia. Busca algo que te sorprenda, que te intrigue. Algo que encienda un signo de interrogación en tu cerebro.
Titulares, frases describiendo algún hecho, nombres conocidos y desconocidos, retratos severos o sonrientes. De pronto, la mirada de Fernando se detuvo en una foto. Un paisaje gris, devastado, la orilla de un charco o de un lago, y la cara de un niño con los rasgos aindiados, los ojos casi en blanco.
–Sí, está ciego –oyó que el profesor Gutiérrez le decía–. Es una de las víctimas del desastre ecológico en cerro Fortaleza, hace seis años. La empresa responsable, La Universal, cerró después del incidente.
–No cerró –corrigió el jefe–. Se transformó. El diablo se hizo angelito. Eso que era La Universal se convirtió en la Fundación Universo, una de las instituciones ecológicas más fuertes y reconocidas, yo diría, del mundo entero. Pagó la indemnización a las víctimas e invirtió millones en limpiar y reconvertir toda la zona. Ahora la fundación se ocupa de crear espacios ecológicos y protegerlos contra viento y marea. Viento y marea humanos, se entiende.
De pronto, Fernando recordó una noticia que había leído distraídamente hacía unos meses.
–¿Esa fundación no ganó hace poco el premio a la mejor labor ecológica?
–El World Ecology Award. Así es –dijo el jefe, sonriendo.
–¿No se habló de una incógnita en torno a esa empresa? ¿No hubo rumores de que el directorio ocultaba el nombre de una persona poderosa? –preguntó Fernando.
–Poderosa, filantrópica y anónima. Hubo sospechas de quién podía ser, pero no hay nada seguro –dijo el profesor Gutiérrez.
–Sin embargo, hay un nombre que se baraja –dijo el jefe–. Sin certeza, claro.
–Ron Davies –aclaró el profesor–. El millonario argentino de origen galés. Pero no se sabe casi nada de él, ni de su responsabilidad en La Universal, ni, ahora, en la Fundación Universo. Casi no hay fotos de él, y el hombre rechaza todo pedido de entrevista.
–¿Dónde vive? –preguntó Fernando.
–En todo el mundo –contestó el jefe–. Dicen que tiene casas en las Bahamas, Ibiza, Florida... Y hasta en nuestra Patagonia. Cuentan que va de casa en casa en su avión privado. Se sabe que estuvo casado, pero se divorció hace un tiempo. Tuvo un solo hijo. La mujer se casó de nuevo con un empresario de los Emiratos. A él parece que no le gusta la vida de sociedad, que prefiere vivir solo.
–¿Ustedes tienen alguna foto suya? –preguntó Fernando.
–Son escasísimas, pero debe haber algo en alguna parte –respondió Gutiérrez–. El otro día, revisando esta selva de documentos, creo haber visto una –y hundió la mano en los papeles, removiéndolos como un prestidigitador mezclando sus cartas.
Por fin, extrajo una foto en blanco y negro. La cara retratada era la de un hombre de unos cincuenta años, de rasgos sobrios y ojos tristes. La nariz era severa, como la de un legislador romano. Llevaba el pelo lacio, algo largo, quizás grisáceo. Los labios parecían apretados como para no dejar escapar palabra. Fernando se preguntó de qué color serían sus ojos.
–Este es Ron Davies –dijo Gutiérrez.
Hubo un largo silencio, mientras Fernando contemplaba esa cara como si pudiera hacer que mágicamente cobrase vida, que le revelara algo, que se decidiese a hablar.
–¿Dicen que nadie lo ha entrevistado?
–La última entrevista debe remontarse a unos veinte años, al menos. Después, mutis, niente, nada –dijo el jefe.
–¿Y si yo consiguiese entrevistarlo?
El jefe y el profesor Gutiérrez intercambiaron una mirada cómplice. Con una gran sonrisa, el jefe dijo:
–Si consigues una entrevista con Ron Davies, tienes un puesto asegurado en El Nacional.
Fernando sonrió a su vez.
–De acuerdo –dijo–. Acepto el reto. Profesor Gutiérrez, esta foto entonces es la prenda. Este sabueso está listo para la caza.
Capítulo
4
Cuando Fernando volvió a su departamento y abrió su ordenador, vio que la muy eficaz Josefina le había enviado una pesada carpeta de datos sobre el misterioso Ron Davies. A través de las ventanas advirtió que estaba lloviendo y pensó en Tute, al que le gustaba pasearse bajo el agua aun con ráfagas torrenciales, la camisa empapada y el pelo pegado a la frente. “Pareces el Monstruo del lago Ness”, le había dicho Fernando una tarde durante un diluvio, y el apodo le había quedado. Monstruo, Monstruito, Monstruo mío. “¿Te volveré a ver?”, se preguntó Fernando.
Deliberadamente, para ahuyentar los recuerdos, se concentró en la carpeta. Página tras página, nota tras nota, informe tras informe, datos diversos y variados sobre el millonario en los ámbitos financieros, empresariales, sociales, siempre breves, muchas veces nada más que chismes. ¿Cómo había logrado revelar tan poco sobre sí mismo, este señor contradictorio, por un lado presente en el mundo de los jet-setters, por otro, casi un recluso? Su influencia –decían las buenas lenguas– había hecho que ciertos problemas ecológicos se vieran aliviados a través del apoyo a recursos renovables, y también –decían las malas lenguas– que poderosas compañías multinacionales explotasen esos mismos recursos. ¿Cuál sería la verdad? ¿Cuál, su verdadero rostro? ¿Se habría convertido finalmente en un ecologista auténticamente arrepentido? ¿O continuaba siendo un depredador ahora con una fachada amigable con la naturaleza? Fernando se dijo que descubrirlo sería su tarea, ganar la confianza del hombre, lograr que se abriera, que se sincerase, y el resto lo haría su propia intuición periodística, esa que el profesor Gutiérrez le había dicho que poseía casi de forma innata: la capacidad de detectar cuándo el otro hablaba con sinceridad.
También había varios artículos sobre las muchas casas –esto sonaba a chisme– que se suponía que eran de Davies. Fernando miró las fotos detenidamente. Aparecían en revistas de decoración y de viajes, con los ángulos exagerados y el gusto por lo vistoso de esas publicaciones; sin embargo, creyó detectar en ellas una suerte de paradójico recato, una inesperada y original sobriedad. Mientras más exploraba, más le intrigaba la curiosa personalidad del señor Ron Davies.
Pero ¿cómo hallarlo? En este mundo del siglo veintiuno, donde la intimidad estaba prácticamente suprimida y Google Earth los vigilaba a todos en todo momento de sus conectadas vidas, ¿cómo era posible aislarse de tal manera, desaparecer del mapa como un náufrago voluntario, un Robinson Crusoe que había logrado escapar de la indefectible y omnipresente web?
Fernando revisó otros artículos: los automóviles deportivos que