El viaje de Enrique. José Fernández Díaz

El viaje de Enrique - José Fernández Díaz


Скачать книгу
EL VIAJE HACIA EL ESTRECHO

       LA NOCHE DE LOS TRAIDORES

       EL MOTÍN DE SAN JULIÁN

       DERECHO DE SOGA Y CUCHILLO

       EL PASO DE LA VICTORIA

       LA TRAVESÍA DEL PACÍFICO

       CRISTOVÃO REBELO, LA MANZANA DE LA DISCORDIA

      A Azahara y Norka mis hijas,

       a Cristina, mi mujer, a mi eterno

       amigo Rafael Lorente y a todos

       aquellos que han creído en mí.

      Agradecimientos

      Desde el primer momento, Cristina Muñiz Fernández, mi mujer, mi compañera y mi amiga, recibió la idea del viaje de Enrique como una aventura literaria digna de llevar a cabo. Enseguida pasó a papel los primeros folios para poder visualizarlos en cualquier lugar y ocasión. Esta acción la repitió una y mil veces hasta el final. Así me fue más fácil corregir los errores ortotipográficos, cambiar las expresiones, hacer anotaciones al margen mientras tomaba un café en un jardín, en el salón de casa o en la azotea. Ella, como Licenciada en Periodismo, hizo las primeras correcciones, y en su imaginación, viajó con Enrique hasta los confines del mundo.

      Agradezco especialmente a J. Julio Ruiz Benavides la atención que me prestaba cada vez que acudía a él para contarle y consultarle algunos aspectos de la obra. Durante el tiempo que empleé en escribir esta historia, Julio me puso muchos mensajes de WhatsApp. La mayoría de las veces era para preguntar: ¿por dónde va Enrique? Le agradezco también el ánimo que me infundió cuando me dijo: “habrá muchas personas que se sentirán identificadas con el protagonista, porque casi nunca se habla de las personas ocultas, que no resplandecen, los que trabajando en silencio aportan la contribución necesaria para la consecución de los objetivos, aquellos que nunca o casi nunca se mencionan, los que trabajan en las sombras de los laureados”.

      Comencé a escribir la historia de Enrique en Sevilla, la continué mientras navegaba por el mar Balear, mi espacio de trabajo en los últimos años. La parte que se desarrolla en Portugal, la escribí mientras recorría los espacios físicos que se supone que había pisado el protagonista. Desde Sagres hasta Sabrosa, traté de recrear en mi mente, los modos en que pudieron desarrollarse los acontecimientos. Había muchos escenarios compartidos, muchos elementos perpetuos hasta la fecha. Ellos me ayudaron a viajar al pasado.

      En Sabrosa, la tierra de Magallanes, tuve una acogida familiar y cariñosa, en una casa palaciega llamada Casa Dos Barros. Allí, entre espadas de la época, candelabros, cuadros antiguos de personajes cortesanos, clérigos y soldados de la corte portuguesa, pude escribir parte de la historia de Enrique a solo unos metros de la casa de Fernando de Magallanes. Agradezco a Teresa Canavarro y a su familia, el trato recibido. Ella hizo posible el encuentro en su casa con José Manuel de Carvalho Marques, Alcalde de la Ciudad de Sabrosa. Al día siguiente vino de nuevo, me invitó a acompañarlo a Oporto y juntos, visitamos las tierras de Tras os Montes, por donde discurre el Douro. De todos ellos, recibí el ánimo y la admiración por emprender la singular aventura de contar la historia desde la perspectiva de un esclavo.

      Debo hacer mención a la memoria de Joaquín Garrido, mi Maestre en la Nao Victoria. Durante los años 2004 y 2005 me dio la oportunidad de trabajar en la reconstrucción de la nave, y navegar con ella desde Sevilla hasta el Japón. La experiencia de navegar por el Océano Atlántico, el Océano Pacífico, Micronesia, Polinesia, el mar del Japón y el mar de Filipinas, me ha permitido acercarme de facto a valores muy aproximados de lo que pudo ser la vida a bordo de esos buques y la convivencia de Enrique y su señor don Fernando de Magallanes, en tan reducido espacio.

      A Inmaculada Pavía Sánchez, porque me ayudó a sortear los elementos adversos que existen en el mundo de la edición.

      Al Archivo General de Indias por su continuada y excelente labor en la conservación de los documentos relativos a los descubrimientos, a los que he podido acceder desde 1984, cuando me concedieron la tarjeta de investigador.

      Por último, mi agradecimiento a Aisha Rubió, estudiante en Londres, su interés por las novelas históricas, su preciosa juventud y su especial insistencia en conocer la historia de Enrique, me hizo recordar en varias ocasiones que estaba escribiendo para todas las edades.

      LA ESCUADRA DE ALBURQUERQUE

      La nao navegaba con viento del sureste por el mar de Célebes, hacía poco tiempo que habían abandonado las costas de Ternate. Su capitán tenía prisa por alejarse de allí con el resto de la flotilla. El papa había dividido el mundo en dos partes y esas aguas correspondían a los españoles, aunque jamás habían visto nave alguna de ese país surcar sus aguas. De pronto paró el viento, el cielo, que hasta ese momento era azul brillante, se fue llenando en lo más alto de pequeñas nubecillas y en el mar se fueron deshaciendo las pequeñas olas, que a modo de rizos habían estado acompañando a las naos. El calor se fue apoderando de los tripulantes hasta que se hizo sofocante. Así estuvieron durante todo el día, quietos sobre la superficie del mar, esperando la brisa que le llegara por ventura.

      Para cuando llegó la noche, el cielo se había cubierto de una miríada de nubes en forma de borreguillos. Ya entrada la madrugada, grandes nubarrones se fueron acercando mucho más bajos y el manto de borreguillos, poco a poco, fue desapareciendo en la lejanía. De repente apareció el viento, entró por el suroeste, hinchó las velas y las naos se pusieron en marcha. Eran cuatro, y formaban parte de la escuadra de Alburquerque que el rey de Portugal mandaba a la India para reforzar la presencia del virrey Francisco de Almeida.

      Al principio los hombres se pusieron contentos, porque en el mar nunca es buena la situación de estar parado y las calmas agotan los víveres, el agua y la paciencia de los navegantes, que en esa situación dejan de serlo. Pero conforme fueron avanzando hacia el norte y se fueron adentrando en el mar de Sulu, el viento fue arreciando y empujó las naves peligrosamente hacia la costa. Pasaron cerca de Zamboanga, el capitán que mandaba la flota decidió alejarse de tierra todo lo que pudo, y gritó:

      —¡Arriar las velas, trinqueta y mayor!

      El contramaestre Pereira reunió a unos cuantos hombres y dirigiéndose a los cabilleros buscó la driza de la mayor, la redirigió a la cornamusa de barlovento y cuando la tuvo retenida en ella, mandó deslizarla suavemente. El racamento, envuelto en cueros engrasados, protegía a la verga de la mayor del irremisible rozamiento con el mástil. Entretanto hacían esa operación, eligió rápidamente a cuatro hombres que se prepararon para desenganchar la boneta, en cuanto la vela mayor hubiera bajado lo suficiente como para que los hombres alcanzaran la costura.

      Los hombres mantuvieron la vela mayor a un metro y medio aproximado de la cubierta. Rápidamente la boneta fue descosida de la parte inferior de la vela mayor. Mientras unos la doblaban, otros fueron recogiendo el paño de la mayor y aferrándolo a la verga, al tiempo que los que aguantaban y regulaban el deslizamiento de la driza continuaban bajándola. Por fin y una vez aferrado el paño, terminaron de deslizar la driza de la mayor hasta que la verga quedó descansando sobre la tapa de regala.

      Luego comenzaron la misma operación con la vela del palo trinquete, mientras que el barco avanzaba trabajosamente con la vela de mesana, la única vela que no era cuadra y que por lo tanto permitía aprovechar el viento que les llegaba por la amura de estribor.

      Durante todo ese tiempo el capitán había mandado cuatro marineros


Скачать книгу