El viaje de Enrique. José Fernández Díaz
guardar sus cosas personales a buen recaudo y en lugar seco.
Durante las semanas siguientes, Enrique hace sus turnos en la bomba de achique de la carabela. Esa es una labor que llevan a cabo los marineros de manera habitual, así como hacer girar el cabrestante cada vez que se iza o se arrían las vergas que mantienen las velas, o cuando se han acercado a los puertos y radas que Portugal mantiene operativos en la costa este de África y donde se fondean las anclas. Estos lugares de la costa, sirven de escalas obligadas en la ruta hacia Portugal. En todos esos momentos, Enrique no se comporta ya como un esclavo, sino como un marinero, aunque su esfuerzo y trabajo no está remunerado. Algunas noches, en los momentos en que no ha tenido algo especialmente que hacer, tendido sobre la cubierta, ante la entrada de la camareta de don Fernão, ve salir la luna. Observa que aparece sobre el mar. Es roja y grande. Como tantas otras veces la ha visto, cuando sentado en la orilla de su isla, comentaba con sus amigos y se extrañaban del mágico momento en que salía del agua, y de cómo iba cambiando de color, al tiempo que se elevaba lentamente en el cielo. También observa y recuerda que siempre, siempre, se esconde por el lado opuesto a donde salió, allí por donde está su isla. Así unas tras otras, las semanas van pasando.
Uno de esos días la carabela hace escala en Sofala, es la costa de Mozambique. Enrique, después de atender a su señor y como en otras ocasiones, se ha tendido en cubierta y al amanecer, ha visto salir el sol por donde siempre, por la parte donde recuerda que está su isla. Así, que aunque la tierra está muy cerca y puede escapar a nado, tal idea ni se le ocurre porque en el mapa de su mente sabe y comprende que su casa está muy lejos, tan lejos, que jamás podría llegar en una canoa y mucho menos a nado. Después de unos días en la costa de Mozambique, la carabela ha vuelto a reemprender el viaje. Enrique está ya habituado a la rutina de a bordo. Navegan casi en paralelo a la costa de África. En algunos momentos se ha confundido mucho, ha quedado totalmente desorientado, pero aún no se atreve a preguntar a Magalhães, quien no obstante se percata de su extrañeza. Uno de esos días su señor le pregunta.
—¿Qué pasa Enrique?, ¿algún problema con la tripulación?, ¿alguien ha dicho algo sobre mi persona? Si es así debes decírmelo. Lo que sea.
El muchacho guarda silencio y baja la cabeza. Magalhães es observador y tiene mucho mundo recorrido. Quiere saber todo lo que ocurre a su alrededor. «Mejor será que suelte lo que sea», piensa el muchacho, así que para no poner las cosas peor ni enfadar a su señor, lo suelta:
—El sol ahora se esconde en la tierra y hasta hace unos días lo hacía en el mar.
Magalhães lo mira intrigado y no sale de su asombro. Enrique, un esclavo, está cuestionándose el movimiento del sol y el espacio relativo de las cosas. Da igual si lo comprende o no, da igual si entiende lo que ocurre, si lo compara con análogos momentos y circunstancias ya observados en su isla, cada vez más lejana, o si lo atribuye a la magia. Lo importante es que lo está cuestionando como paso siguiente a la observación.
—Volverás a ver como se esconde en la mar. Será dentro de unos días. Mientras tanto, sigue cuidando de mis cosas, que es eso lo que debe preocuparte, que ya estamos los hidalgos y oficiales para preocuparnos y observar el movimiento del sol.
Enrique no se marea, ni siquiera cuando doblan el cabo de las tormentas. Allí se encuentran con olas encrespadas que les obligan a abrirse de la costa, que en esos momentos está envuelta en nieblas. Acercase a tierra es muy peligroso, así naufragan los barcos en su mayoría. Navegar en mar abierto tiene sus ventajas. Bajo el casco no hay rocas puntiagudas que puedan abrirlo en dos, pero las olas son más grandes y pueden engullir a una carabela. Enrique aguanta el tirón, está más pendiente de las necesidades de Magalhães que del estado de la mar. Come abundantemente y duerme en el suelo, cerca de su dueño, no tiene por tanto que bajar a las bodegas húmedas e inmundas, ni trabajar en aquello que no sea el cuidado de las cosas de su señor don Fernão de Magalhães y ayudar en las maniobras propias de un marinero, lo que le da cierto aire de responsabilidad y le aleja momentáneamente de la figura de un esclavo.
Su señor Magalhães no le engañó, de hecho no lo hace nunca, no tiene necesidad. El sol ha vuelto a esconderse todos los días en el mar por la parte opuesta a donde está su isla. Pero Enrique observa que ahora ese lugar está siempre por su mano izquierda y a su derecha está la tierra de una isla que debe ser enorme, porque ya hace muchos días que la ven y la rodean. Así continua la carabela donde va Enrique, navegando hacia el norte, paralela a la costa de África. Es el camino habitual para los barcos portugueses que vuelven a Lisboa y también lo es para su señor Fernão, pero Enrique está llevando a cabo su viaje personal, alejándose de su tierra natal en las Indias Orientales.
Doce días después de doblar el cabo, han llegado a Cabo Verde. Enrique va a tierra acompañando a su señor. En la isla hay un gran trajín de marinos y mercancías. Las naves de la escuadra del virrey Almeida hacen escala en la isla y allí, Enrique va tomando contacto con los portugueses. Aunque sigue pensando en su lengua, ya tiene cierta soltura al nombrar las cosas y las acciones en portugués.
Don Fernão le ha enseñado muchas palabras prácticas y necesarias, para recibir de él un mejor servicio. Además cuando está con los marinos o hace recados para su señor, ya empieza a verbalizar los conceptos. En poco tiempo los gestos son sustituidos por las palabras.
Va conociendo los nombres de las diferentes piezas que componen el ropaje de un hombre como Magalhães, las limpia, las guarda en los arcones y las prepara de nuevo cuando su señor las necesita.
Magalhães ha llevado consigo cierta cantidad de especies. En Lisboa las cambiará por dinero, por eso necesita también que Enrique, su criado, las custodie.
Veinte días después de salir de Cabo Verde, avistan el cabo de San Vicente. Un imponente farallón se alza ante ellos, el viento ha rolado de pronto al noroeste y hace imposible el avance de la carabela. Cuando las sombras del acantilado del cabo comienzan a oscurecer la cubierta, el capitán ordena virar a estribor. Ahora Enrique sí está impresionado y también Magalhães. En poco tiempo, el intenso viento del noroeste los traslada hacia la otra parte del cabo de San Vicente. Ante sus ojos aparece la impresionante fortaleza de Sagres y en su parte este, el mar se presenta tranquilo como un plato. Poco después, el capitán da la orden de fondear y largan un ancla de mediano porte. Han llegado al reino de don Manuel.
Frente a ellos, hay una playa arenosa donde los faluchos pueden llegar con facilidad. Cuando el barco está asegurado, Magalhães obtiene el permiso del capitán para ir a tierra. Enrique se ha convertido ya en inseparable de su señor y ha alcanzado el nivel de confianza necesario como para que Magalhães le permita llevar un arma. Se trata de una daga oriental que lleva en la cintura, semiescondida entre el ropaje.
Cuando el esquife se dirige a la playa, Enrique va en la proa, erguido, mirando hacia su señor y con la mano en el cinto. Otros marineros bogan y uno, el proel, va mirando hacia adelante. Pero Enrique mira hacia Magalhães. De ahora en adelante siempre será así.
Una vez en la playa, ascienden por un camino arenoso y empinado hasta la plataforma que culminan los acantilados. A su izquierda y a menos de media legua, está la enorme fortaleza de Sagres. Hay un continuo ir y venir de soldadesca, sirvientes, vendedores, marineros, pescadores, carpinteros de ribera, mujeres que llevan cestos y otras apostadas en los caminos y ante pequeñas casas de madera y paja que venden especies, cilantro, ajos, sal y demás cosas necesarias para conservar alimentos o salar y secar pescados y pulpos.
Magalhães se dirige a una gran posada que ya conoce. Al entrar en ella, las personas allí reunidas, se han parado. Momentáneamente inmóviles, reciben la presencia de los navegantes. La apariencia de Enrique y Magalhães, el ropaje y las armas de ambos, el reflejo del cansancio en sus rostros, la fortaleza de sus miembros y el profundo infinito de sus ojos, parecen proyectar cataratas de paisajes desconocidos e intuidos por los presentes. Un instante después, solo un instante, continúa la actividad normal de la posada.
En esa posada se reúnen los marinos que van y vienen de las Indias Orientales, cambian impresiones, noticias, contratan tripulantes que esperan navegar hacia el norte o alcanzar la aventura de ultramar. Tres días permanece allí Enrique. Duerme en un jergón de lana a los pies de la cama de madera de su señor Magalhães, pero está