El viaje de Enrique. José Fernández Díaz
habla y toma notas de nombres de carpinteros de ribera y abundantes datos de las navegaciones hacia las costas de África, que le proporcionan otros marinos. Enrique ha estado atento a todo. Aunque solo sea por la proximidad que le demanda su señor, se empapa de conocimiento como una esponja seca y ávida de saber cosas nuevas, inimaginables para él cuando estaba en el entorno de sus Islas Orientales.
Al cuarto día rola el viento. Ahora es favorable y embarcan de nuevo para continuar viaje a su destino, el Puerto de Naos, en la margen izquierda del Río Tajo, frente a la Ermida do Restelo. Los correos de los veedores del rey don Manuel, que estaban en la posada de Sagres, llegarán por tierra y a caballo a Lisboa antes que la carabela. Al siguiente día, el viento del sudoeste los coloca rápidamente frente a Lisboa. Enrique está a punto de descubrir una parte importante de su viaje personal. La nave va entrando en Lisboa, una multitud de velas surcan las aguas en todas direcciones. En las orillas se oyen los martillazos y los golpes de escoplos de los carpinteros. Con su sonido cadente e incesante, los mazos de los calafates, indican que nuevos barcos estarán pronto a flote. Enrique está alucinado.
ENRIQUE LLEGA A LISBOA
El escenario que en la primavera de 1512 ofrece Lisboa, es impresionante incluso para Magalhães. Parece que el marino soldado ha estado fuera demasiado tiempo, porque ambos están asombrados. Enrique no había visto nunca una catedral como la que en ese momento se erige a la entrada en el barrio de Belén. Su señor, aunque la conocía, tampoco la había visto terminada en todo su esplendor. Cuando desembarcan, son rodeados por multitud de curiosos, corredores de comercio, buscavidas, espías y toda una cohorte de vendedores ambulantes. Enrique se siente atraído por unos puestos humeantes que ofrecen carapaus asados sobre fuego de leña. Fernão lo mira con cierto asombro frunciendo el entrecejo, Enrique entiende rápidamente el mensaje y se queda presto al lado de las mercancías de su señor.
El esclavo muestra su cuerpo casi desnudo. La tela de algodón blanco formando pliegues que rodea su cintura, desciende entre sus muslos para subir y bajar de nuevo varias veces. Con el resto cubre su hombro izquierdo y parte del pecho. Al bajar, introduce ese último retal de la pieza en la cintura para que no caiga ni arrastre por el suelo, quedando así al capricho del viento.
Magalhães desaparece entre la multitud y vuelve rápidamente con un carruaje. Trae demasiadas cosas para portearlas a mano. Dos hombres comienzan a cargarlo, mientras, Enrique entra y sale una y otra vez del barco con las vituallas, bastimentos y demás propiedades de su señor.
Pero hay una carpeta de grueso cuero que Fernão de Magalhães no pierde de vista jamás. Contiene cartas, dibujos, derroteros y demás documentos relativos a las Indias. Ese es su verdadero tesoro, ahí están encerrados sus sueños de esperanzas y gloria.
Aunque es un soldado al servicio de la corona de Portugal y del rey Manuel, él no ha llegado como capitán de nave alguna. No tiene por tanto que entregar lo concerniente a las derrotas seguidas, ni las anotaciones, ni portulanos, ni nada referente a la navegación. Además nadie lo espera. No obstante manda mensaje con un muchacho del puerto para que avise a su amigo Ruiy de Faleiro, de su llegada. Por lo demás, su presencia en las calles de Lisboa pasa inadvertida en una sociedad que ahora se presenta bulliciosa, cosmopolita, interesada e intrigante.
Sin embargo, Enrique ha llegado a una tierra ignota para los suyos. Ninguno de sus familiares ni amigos, saben nada de la existencia de los lugares que él está descubriendo. Como cualquier ser humano racional, Enrique ve, se da cuenta, nota, que el sol sale siempre por el mismo lugar, el este, así llaman los portugueses a ese espacio del cielo. Y sabe también que su isla, donde lo han capturado se ha quedado atrás. Recuerda que el barco donde él navegaba con su señor Fernão, se ha ido moviendo hacia donde todos los días se esconde el sol. Sabe y recuerda que durante dos lunas completas, el sol salió de donde está su casa y pasando por encima de ellos se estuvo ocultando en el mar, como siempre, pero ellos en cierto momento dejaron de navegar hacia el sol y lo hicieron por el medio, hacia donde viene el frío. Así, un día llegaron a Lisboa, la casa de su señor Magalhães. Aunque él aún no ha visto esa casa.
En los días sucesivos, Enrique acompaña a Magalhães por Lisboa. Aunque ha visto algunos grandes edificios coloniales portugueses, no había vivido el interior de las estancias civilizadas que suponen los grandes edificios de piedra de las instituciones portuguesas. Su señor Fernão visita a personajes influyentes de la corte, a navegantes y armadores que están triunfando en la carrera de Indias. Enrique ve y disfruta del entorno en el que viven estos señores. Magalhães no lo deja a la puerta de estas mansiones, ni tendido en el camino que conduce hacia ellas o en los alrededores. Magalhães es un señor y como tal, se hace acompañar por su siervo. Enrique suele estar presente en las visitas que don Fernão hace a sus amigos y conocidos. Está siempre atento a las indicaciones de su señor. A veces espera fuera de las estancias y en esos momentos disfruta de la especial arquitectura de Portugal en el recién iniciado siglo XVI.
Con frecuencia tiene que esperar durante horas. En esas casas señoriales ve patios interiores, rodeados por columnatas de mármol envueltas en madreselvas y jazmines. El murmullo del agua de las fuentes, que hay en el centro de esos patios, es un sonido universal y le transporta a los espacios natales de donde fue capturado. Cualquier atisbo de naturaleza exuberante lo transporta momentáneamente a su tierra. Pero no por ello deja de disfrutar el presente.
En uno de esos días, Enrique acompaña a su señor, se han levantado temprano y un carruaje los espera. Enrique carga con la carpeta de cuero donde su señor guarda los planos, cartas y portulanos de los puertos y ciudades que ha visitado, y otros que piensa visitar. Suben a una especie de tartana bien pintada y conservada. El coche se dirige hacia la costa, allí hay una pequeña ermita, la misma donde en años anteriores rezaron Vasco de Gama y sus hombres antes de partir.
Al llegar, unos hombres con aspecto de artesanos les conducen hasta una habitación donde les recibe un señor. Enrique no entiende lo que dice, no está hablando la misma lengua de la que a duras penas él ya ha aprendido bastante. El señor está rodeado de papeles con dibujos y signos extraños. Luego su señor le dirá que es un arquitecto y que hablaba francés. El lugar se llama la Ermida do Restelo. Está prácticamente en la playa y al parecer el rey Manuel le ha encargado levantar en ese mismo lugar un monasterio y el francés lo está dibujando. Pero lo que a Magalhães le interesa son las explicaciones y enseñanzas que el arquitecto francés le puede aportar sobre la forma de realizar ciertos dibujos y las técnicas para que estos sean lo más imperecederos posibles.
Manda a Enrique que abra la carpeta. De ella extrae algunas hojas que contienen dibujos y esos extraños signos que su señor suele hacer en ellas. Las extiende sobre la mesa y el señor Boitaca, que así se llama el francés, las examina. Magalhães le encarga hacer una copia de una de esas cartas. Después de discutir un rato sobre el asunto, el portugués se marcha en el mismo coche de caballos con el que ha venido, pero le ha dicho a Enrique que permanezca junto al pergamino y al señor Boitaca hasta que él vuelva. No es la primera vez ni será la última que el siervo de don Fernão estará a cargo de secretos valiosos concernientes a las Indias.
Los últimos rayos del sol se han puesto en el horizonte del mar. El maestro Diogo Boitaca ha estado trabajando mientras había luz y las copias de las cartas ya realizadas, se terminan de secar, colocadas sobre una enorme mesa de madera. Enrique no ha perdido detalle de la elaboración y ahora permanece sentado en la puerta, viendo como el sol se marcha por el lado opuesto a donde está su casa.
A lo lejos se oye un sonido melodioso y un tanto extraño para él. Está compuesto por chirimías, guimbris, una especie de guitarra portuguesa de origen árabe y la voz de alguien que canta apoyándose en los instrumentos. Recuerda haberlo oído en las islas de Cabo Verde durante el tiempo que permaneció en ellas. Allí lo llamaban lundum y aunque Enrique no sabe lo que significa, siente por un instante que ese místico y etéreo sonido lo llena de melancolía, luto, soledad y añoranzas.
Envuelto en la música y transportado a su patria ausente, el criado de Magalhães está aún con la mente en su isla cuando el cochero para el carruaje delante de la Ermida do Restelo. No se ha dado cuenta, pero su señor Fernão de Magalhães ha llegado. Se dirige hacia Diogo Boitaca,