Isla en negro. Yamilet García Zamora
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PRÓLOGO
Diez negritos apuntes desde la isla
I. En un principio esta introducción iba a llevar el siguiente subtítulo: “Te voy a ripiar en diez trozos, dice Juanito (serial killer a quien el rumor callejero ha puesto de sobrenombre el Carnicero de La Habana) y alza el machete encima del cadáver de Mr. Prólogo”. Pero era excesivamente largo. Y demasiado jocoso para la seriedad de las notas que leerán a continuación.
II. En 1974 obtiene el Premio Aniversario del Triunfo de la Revolución una novela de Rodolfo Pérez Valero titulada No es tiempo de ceremonias. En el prólogo a su primera edición (Editorial Arte y Literatura, Colección Dragón, La Habana, 1974), José Martínez Matos alega que “nos encontramos ante una nueva modalidad de este género tan leído” donde “se hace patente la lucha de clases y no aparece el héroe que con un golpe genial soluciona el enigma de un extraño crimen, como es frecuente en este género. Estos elementos y la participación activa del pueblo le confieren cierto aire de tragedia”[1] .
Esta declaración, enunciada en el cenit del período de la cultura cubana al que se conoce como quinquenio gris o decenio negro, acabó convirtiéndose en normativa para decidir a qué poner el cuño de legitimidad dentro de la producción literaria de género policial en Cuba durante las décadas del 70 y el 80 del pasado siglo. Desde entonces quedó abolido para el uso por los escritores nativos el héroe individual, policía o detective privado, que tipificaba la tradición del género y que, en nuestro contexto, fue mirado como símbolo de la literatura policial burguesa y de su rezago ante la virtuosa realidad de una sociedad socialista.
En su lugar quedaba implantado el protagonista colectivo, el pueblo y su organización de masas (los CDR: Comités de Defensa de la Revolución), como eficiente colaborador de la labor intachable de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR) y el Ministerio del Interior (Minint), en el enfrentamiento a una galería de míseros villanos, compuesta por “elementos contrarrevolucionarios”, delincuentes comunes y gente lumpen, mercenarios voluntarios (o inconscientes) al servicio del enemigo externo, una fauna execrable asimilada como aberración o anomia dentro del paraíso nacional.
Colgados buenos y malos en cada extremo, estereotipados y devenidos personajes de cartón, se consolidó a manera de paradigma una estética maniquea, puesta al servicio de una intención ideologizante y de una comprensión del hecho literario solamente en función de sus probables propiedades “educativas” —y puede que hasta “curativas”— de cualquier desviación de la normalidad social.
No cabe echar la culpa a Pérez Valero y su novela, por demás, de aceptable aliento literario, sino al implante prefabricado del molde conveniente para un tiempo ceremonioso, donde el imperativo del deber ser buscó cubrir con los telones del sueño utópico la superficie del ser y sustituyó la marca realista y crítica del policial de antaño por la edulcoración “realista socialista”.
Pasó el tiempo, así en la isla como en la vida de Rodolfo Pérez Valero; y pasó que realidades indisimulables y dramáticas sobrevinieron tras la caída del campo socialista; y pasó que el escritor, un paseante a través de esa misma circunstancia, ensayó rumbos nuevos en lo geográfico, en la experiencia personal y en lo literario.
Evidencia de ello es su cuento “Mister Not Guilty”, donde el “héroe” es un cubano emigrado, Ricardo Abrego, que ha sido condenado a muerte por la violación y asesinato de un niño. ¿Chivo expiatorio de un sistema de justicia venal o canalla verdadero? Es ese el enigma con el que se abren las páginas de esta Isla en negro.
III. En el libro El que a hierro mata (apuntes sobre la literatura policial cubana) hay un Anexo III intitulado “50 años del cuento policial cubano”[2], donde su autor, Lorenzo Lunar, propone una lista de veintidós relatos que conformarían un hipotético volumen destinado a la Colección 50 Aniversario del Triunfo de la Revolución[3]. Basada en su criterio personal como escritor del género, pero también en la lectura concienzuda que hoy lo dignifica entre los —lamentablemente pocos— interesados en investigar a fondo sobre los avatares del policial de factura nacional, la selección que hace L. L. recorriendo un largo período de tiempo y enmarcando textos significativos sí merecería cabalmente, en caso de que llegara a ser publicada, el apelativo de Antología.
Porque en el terreno nacional se ha puesto de moda el armar libros con la recopilación de narraciones (o de poemas) ensartados por cualquier hilo común, generalmente temático, a veces generacional, y llamarles “antologías”. Esto, incluso, cuando algunos de los cuentos son inéditos y desde ahí encuentran por primera vez lectores, o hasta cuando varios de esos relatos se improvisan ex profeso para integrar tales volúmenes.
Pero Antología es “flor selecta” según el mandamiento de la etimología (del griego anthos, flor; y legein, escoger), y su empleo como calificativo implica una dignidad superior. “Lo antológico” debería quedar reservado para aquello “digno de ser destacado, extraordinario”, y que es resultado de una “selección natural” del tiempo histórico y su insidioso sedimento, de ese proceso de destilación que reciben los textos literarios en la memoria de los lectores, o del esfuerzo acucioso, cauto y sabio que suda el experto para separar la paja del trigo.
Luego, Isla en negro no reclama para sí la denominación de Antología. Sus hacedores determinaron de inicio un marco cronológico referencial: los años transcurridos del siglo xxi y lo que esto puede significar en el sentido de una producción literaria “fresca”, “de nuevo tipo”; y pretendieron conjuntar narraciones cortas (publicadas en su mayoría, así sea en libros, revistas o espacios literarios de Internet) que cupieran bajo el rubro “Historias de crimen y enigma”.
Si algún lector aprecia desniveles cualitativos entre los cuentos o distancias en el renombre de los autores involucrados, sépase que el énfasis mayor en la selección se colocó en la multiplicidad de variantes formales y en la condición variopinta del argumento de los textos.
IV. En un artículo de 1985 aparecido en la revista El Caimán Barbudo[4], Leonardo Padura escribe que “la novela policial de estos años, mientras tanto, no ha tenido la misma fortuna ni promete un futuro más halagüeño”, cuando la compara con respecto al resto de la creación literaria del momento.
Más adelante afirma que atraviesa “una etapa de franco estancamiento: se repiten indiscriminadamente modelos y fórmulas patentados en los años 70 y se pone de manifiesto una crisis cualitativa que no se puede resolver con la presencia de tres o cuatro piezas[5] que no han olvidado el principio fundamental que, a mi juicio, debe caracterizar a esta modalidad narrativa: la policial, para serlo, debe empezar por ser literatura”.
Once años apenas desde que se estableciera el sambenito de “la Fórmula”, y ya hubo alguien con luces para vislumbrar que los caminos del policial setentista estaban cerrados. Según lo ha confesado en entrevistas, fue el cansancio de insistir con la crítica de esos automatismos argumentales y manquedades estilísticas lo que llevó a Padura a ir más allá de la “gran negación” (dicho a lo Marcuse), y dar él mismo un salto dialéctico hacia la confección de un mundo nuevo para el policial cubano[6].
Inició