Isla en negro. Yamilet García Zamora
el baño. Me eché un poco de agua en la cara y me miré al espejo. Tenía una barba de tres días. Un verdadero rostro de criminal.
Mi tránsito de víctima a victimario fue apenas reconocible. Bastó que Salvador Fleján colocara su chaqueta de cuero negro, o de algo parecido al cuero negro, sobre la mesa, para darme cuenta de que las cosas comenzarían a ir mal.
Ernesto estuvo de su parte desde el principio; es cierto que tomarlo por el cuello en medio de una clase no fue prudente, pero la rabia es como una rata que se instala en el pecho y te carcome el esternón.
¿De qué otra forma podía explicarle que aquel tipo me había robado?
Regresé al centro del cuarto. Quise fumar. Revisé en los bolsillos de mi camisa. Ya no me quedaban cigarros. Bajé hasta la primera planta. La recepcionista me brindó media cajetilla que alguien había dejado olvidada en la habitación número cuatro. Me dijo que dentro de la posada no se podía fumar.
Salí a la calle. La luna llena había ganado en intensidad, arrojaba su vaho caliente sobre la carretera.
Esto no puede ser casual, le dije a Ernesto, un poco más calmado, en la cafetería de la Facultad de Artes y Letras, ese cuento es idéntico al mío; saqué el libro Los peces del Amazonas, antología que Ernesto había preparado para la Feria del Libro y le mostré las páginas donde aparecía el cuento de Salvador Fleján: Usa mis recursos, mis referencias a Bolaño, a Kenny Rogers, incluso a Leo Dan. Por si fuera poco me copia en el uso de las teleseries como recursos temáticos, se atreve a hablar con desparpajo de Robert Rodríguez, de Tarantino y de Petrocelli (1974-1976), precisé y, además, dije como colofón, usó mi título: “Miniatura salvaje”.
Todo eso puede ser cierto, dijo Ernesto, pero yo no lo podía imaginar. ¿Quiénes han leído tu cuento?
No lo sé. Salió publicado en una revista de provincia, le dije.
Es como si aún permaneciera inédito. Me comunicaré con Salvador. Ya llegaremos a un acuerdo.
Soñé maravillas del dichoso acuerdo. No hay nada mejor para un escritor prácticamente inédito que llegar a un acuerdo con un escritor extranjero. Sobre todo si el escritor inédito es joven, inexperto. Sobre todo si le han robado un cuento.
Fumé tres cigarros, uno detrás del otro. Luego regresé a la posada. Me senté en el sofá de la recepción, o de lo que simulaba una recepción. Hojeé uno de los plegables sobre el balneario Costa Azul. Sin dudas las imágenes eran atractivas. A la orilla del mar varias muchachas leían gruesos volúmenes. El viento despeinaba los cocoteros y en el lobby del hotel una pareja joven se deleitaba con una copa de helado de chocolate, apuntalada por sombrillitas de papel y virutas de harina dulce.
Creí que el balneario sería un lugar perfecto para esconderme. Le dije a la recepcionista que me marcharía de inmediato. Subí por mis cosas. Sentí la frialdad del cuchillo en el pantalón.
Llevarlo al encuentro fue algo casual, incluso no creí que lo usaría. Generalmente los escritores se entienden mediante la palabra.
Cuando el tipo soltó su chaqueta de cuero negro, o de algo parecido al cuero negro, y pude ver los destellos del metal atado a su cintura, saqué mi único medio de defensa.
Me planté en el suelo y extendí los brazos como haría un gaucho cuchillero. Dimos un par de vueltas por el salón. Los borrachos separaron las mesas, lanzaron chiflidos y apostaron botellas. El barman se mantuvo impasible. Todo parece indicar que estaba acostumbrado a escenas similares
Con el orgullo de un escritor no se juega, pensé mientras movía la cuchilla de una mano a la otra. Ernesto trató de huir, pero la puerta del bar se había cerrado a cal y canto. Un par de borrachos la custodiaban. El sitio, como es de suponer en esta historia absurda y poco convencional, no tenía ventanas.
Erré los primeros golpes.
Salvador intentó subirse en una mesa, tomar ventaja.
La madera crujió, el hombre cayó al suelo y en medio de la confusión, casi sin darme cuenta, le clavé la hoja de metal en el estómago.
Luego tomé el auto y conduje por la carretera sin rumbo fijo.
La recepcionista me pidió que firmara el libro de huéspedes, dijo que el balneario quedaba a cincuenta kilómetros en línea recta por la autopista, que en temporada baja tenía muchas habitaciones disponibles y colocó la llave tras el mostrador justo cuando los policías cruzaban la puerta.
Yo había ido hasta el baño de la planta baja. Lo primero que hice antes de orinar fue asegurarme de que la ventana sobre el inodoro estuviera abierta y fuera lo suficientemente grande como para que mi cuerpo cupiera a través de ella.
Detrás había un patio, cuatro patrullas cruzadas, una veintena de policías y un bosque de pinos, adornado por el vaho caliente de la luna llena.
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