Isla en negro. Yamilet García Zamora
Ahí está la clave. Usted podrá pensar que me contradigo. Si ahorita explicaba que el texto póstumo de Eusebio tenía el super objetivo de dejar un testimonio y que en el momento de la muerte es bastante improbable que alguien se esté ocupando de cuestiones estilísticas, ¿cómo voy ahora a apoyarme en el estilo como la categoría que me abrirá las puertas al análisis final? Es que yo también tengo mi estilo y la literatura policial me atrae como una tentación. Aquella pista falsa, o insignificante, es la que generalmente en las buenas novelas policiales conduce a la verdad. Sin engañar al lector. Le garantizo, profe, que yo tampoco lo haré con usted.
Eusebio no tenía tiempo para ocuparse del estilo, pero el estilo es circunstancial. María fue un texto circunstancial. Eusebio tenía que dejar un mensaje. Escribió el nombre del destinatario. En estos tiempos es muy común sustituir las palabras por signos más rudimentarios: Eusebio podía haber dibujado en la pared un corazón en lugar del nombre de María. No lo hizo, sabemos que ése no era su mensaje. También pudo haber dibujado otra cosa, escrito otra cosa. Pudo no haber escrito nada y hubiese sido lo más normal. Pero Eusebio quería dejar un mensaje escrito, nunca pensó en dejar un enigma. De haberlo pensado entonces hubiese escrito: MARÍA... (con esos tres puntos). Por lo tanto es evidente que Eusebio iba a continuar escribiendo, pero... ¿No cree usted, profe, que ya es bastante?
La filóloga sonrió mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero. El tocadiscos sonaba con música brasileña; ella había regresado unos meses antes de Río Grande do Sul donde trabajara como cooperante. Garabateó un cinco en la portada de mi cuadernillo y comenzó a cantar con el tocadiscos Mañana de carnaval.
—¿Y entonces, qué era lo que iba a escribir Eusebio? —me preguntó Alexis.
—Ustedes los policías no saben nada de análisis de texto, negro —le contesté.
UN CASO DE RODRÍGUEZ
– EDUARDO DEL LLANO –
Vinieron a buscarlo al tercer día. Una señora del CDR lo había visto entrar y avisó a las autoridades. No lo denunció antes porque primero tenía que resolver unos trámites en la embajada de España.
Lo atendió el mayor Rodríguez, un tipo alto y achinado con cara de buena gente que lo miró diez largos minutos en mudo reproche.
—Que no seas revolucionario, va y pase —dijo al fin—, pero ¿tú no eres patriota?
—Me considero bastante patriota, sí.
—Entonces explícame por qué hiciste lo que hiciste.
Nicanor suspiró.
—Creo que se explica por sí solo.
—No, no se explica para nada —gruñó el oficial—. Si el porqué de robarse una pieza del camión de Fast Delivery que usaron los estudiantes el 13 de marzo del 57 para asaltar el Palacio Presidencial es algo tan obvio y no está en abierta contradicción con el patriotismo, entonces yo debo ser un imbécil. ¿Me estás llamando imbécil?
—No —dijo Nicanor con suavidad.
El mayor hizo una mueca y siguió mirándolo sin hablar. El detenido le sostuvo la mirada hasta que se aburrió. El otro sonrió, satisfecho de su victoria.
—Tengo que admitir que tienes cojones. Ni siquiera te esfuerzas en negarlo.
—¿Y por qué lo negaría? Me vio Georgina, la del CDR. Es una señora seria. La conozco bien, incluso he estado en su casa. El nieto me vendió langosta un par de veces.
Rodríguez tomó nota. Mental.
—¿Y para qué lo hiciste?
—Tengo un Ford del 54. Se me rompió hace dos semanas. Con una pequeña adaptación, el alternador que me robé le sirve.
—O sea, que antepones los intereses personales a la salvaguarda de la honra y la gloria de la nación.
—No sé si hago eso. Pero el carro apenas lo uso para mí. Vaya, en los últimos cinco años sólo lo he usado para llevar a la vieja al médico. Tiene el sistema inmunológico muy bajo y coge infecciones de na. Como está la gasolina, no puedo permitirme sacar el carro pa otra cosa.
—No sabía lo de tu madre.
—Pues sí, es por la vieja. Muy amiga de Georgina.
Rodríguez desvió la mirada. Creía conocer la ciudad y sabérsela toda. Creía conocer a los seres humanos, delincuentes o no. Pero mentira, siempre encontraba situaciones que lo sorprendían.
Este Nicanor era de poca monta, eso se veía. Un ladrón curtido tendría mejor montado su número. Como Angelito, aquel hijo de puta al que se la tenía jurada y que llevaba años tratando de agarrar, pero el muy tarrú siempre se escabullía. Angelito era el Lupin local.
—A nivel humano puedo hasta solidarizarme contigo, vaya —confesó—; por otra parte, soy un mayor de la policía, y tú has robado propiedad estatal que, además, tiene valor añadido por ser parte del patrimonio histórico. Tenías que haber pensado en eso antes de cometer el delito.
—No, si yo lo pensé —dijo Nicanor—, pero no tenía opción. No tenía.
—No me jodas con eso. La gente les adapta partes de Lada a los carros americanos, canibalea vehículos estatales, revende piezas. Aquí mismo en la estación, tenemos… pero bueno, eso no te importa. No me digas que tu carro necesita un alternador tan específico.
—Necesita un alternador muy específico. El único carro que conozco que tenía uno igualito era el camión de los héroes, así que era ése o nada. Y aunque hubiera aparecido por la izquierda, no tengo dinero para comprarlo.
—Claro —bufó el policía—, no hay dinero, y qué rico, a robar.
—Bueno, por eso es precisamente que se roba.
Rodríguez decidió cambiar de táctica.
—Lo que trato de explicarte es que hay toda una gradación de robos posibles, incluyendo algunos frente a los cuales podría hacerme de la vista gorda. También soy un ser humano. Y mi vieja también está jodida.
—¿De la circulación?
—No. Vive en Niquero. Pero es que coño, tú has ido a lo más grave. Ese camión ya no es un camión, sino un símbolo. Y nos pertenece a todos.
—Bueno, pues yo fui y cogí mi pedacito.
—¡Es que ese alternador no era tuyo, nadie te dijo que te tocaba! Todo el camión es de todos. Representa la rebeldía nacional.
—Y la sigue representando sin alternador. Nadie se va a fijar en eso. Si me hubiera llevado, qué se yo, el chasis, la carrocería, las ruedas, incluso el timón, bueno. Pero sigue teniendo el aspecto de un camión bueno para asaltar palacios presidenciales.
—Contigo no se puede discutir —dijo Rodríguez, y salió. En realidad fue al baño, pero no explicó lo que hacía para que el otro se pusiera nervioso. El dominio de sí mismo que mostraba Nicanor resultaba casi obsceno.
Bien mirado, no es autoconfianza, sino resignación, se dijo el mayor mientras orinaba, virilidad en mano, cuidando de no rozar el inodoro. Resignación. La gente como Nicanor delinque hoy día no porque tenga alma criminal, sino porque los hemos llevado a ver el delito como una opción normal, práctica, una estrategia de supervivencia cotidiana. Nadie subsiste en este país sin comprar carne en el mercado negro, sin revender el café, sin cemento robado. Yo mismo azulejeé el baño de Xiomara con lo que me vendió Estrada, el prieto del Barrio Obrero. Me dijo que los azulejos se los dejó en herencia un tío de Nueva Gerona, así que tenían valor sentimental, y me clavó con el precio. Qué hemos hecho, concluyó Rodríguez, sacudiéndose el miembro para