Isla en negro. Yamilet García Zamora

Isla en negro - Yamilet García Zamora


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y Paisaje de otoño; en todas ofreciendo protagonismo a Mario Conde, el “policía imperfecto”, héroe distinto para un policial diferente.

      Cumplido este paso adelante, el policial cubano entra en sintonía con los acordes, hasta ese momento foráneos, del neopolicial iberoamericano, y recupera su veta objetiva y dolorosamente crítica, dándole entrada al casting de actores sociales emergentes de esa realidad nacional de los 90 que el discurso oficial nombró período especial: gente marginal y comunes desencantados, agresivos buscavidas y personalidades psicopáticas, proxenetas y jineteras, uniformados de ambigua ética y ricos de nuevo tipo encumbrados por el robo de guante blanco de gerentes y funcionarios o los trapicheos del mercado negro.

      El envión de Padura estimuló a que otros escritores (el caso de Amir Valle y Lorenzo Lunar, por ejemplo) se subieran a la carreta del policial hacia finales de los 90 y comienzos del siglo xxi. Pero, aunque todavía siguieran siendo pocos, algo hay que subrayar conclusivamente de este período: el carácter de manifiesto ruptural asumido por éstos desde la obra, a modo de acción o gesto, sin aglutinarse necesariamente como grupo ni hacerse ostensibles mediante un discurso programático.

      Por ahí andaba el policial cubano cuando las manecillas del reloj dieron la hora en el albor de la centuria nueva.

      VI. ¿Qué rasgos son estos? Vayamos por partes, como hizo el londinense Jack el Destripador (o Juanito, el Carnicero de La Habana), y sirviéndonos de ejemplos extraídos de la presente Isla en negro.

      Al decir de Murga y Lunar estaría: “1. La desacralización del héroe”, exhibida en “la intención de alejarse de la imagen del policía perfecto” y apoyada en “un trabajo de prospección psicológica más profundo”. Además, ellos indican que “hay una tendencia a la búsqueda del héroe individual”. Particularidades todas que se exteriorizan en franco contraste respecto al dogma de los 70 y los 80.

      Muestras de esta desmitificación son el mayor Rodríguez, una caricatura de la vieja guardia del policial cubano, pero menos intransigente ya, al punto de adoptar una actitud comprensiva hacia los motivos de Nicanor, autor de un robo (“Un caso de Rodríguez”, Eduardo del Llano); P edrito el Policía, desplazado a papel secundario dentro del amplio reparto de personajes que quieren dilucidar el asesinato del socio Manolo (“Abecedario del crimen”, Rafael Grillo); o el insólito habanero en Japón de “Lost in translation” (Jorge Enrique Lage), extra de un comercial empujado a actuar de detective para la mafia yakuza. Pero el paradigma más fehaciente se vislumbra en “Mientras recuerdo al secretario del Partido” (María Matienzo), con el agente atormentado por afrontar el deber de atrapar a un escurridizo asesino serial en nombre de su fidelidad a la organización política.

      Prosiguen Murga y Lunar con: “2. La introducción de personajes novedosos en nuestra literatura”, peculiaridad que alcanza su encarnación en el psycho killer Mr. Hawthorne (“Ellas quieren ser novias”, Frank David Frías); en el empleado del hampa apodado el Mexicano: imperturbable, violento y hablantín al estilo Tarantino (“Cortes y puntadas”, Ahmel Echevarría); la pareja de secuestradores de “Hay un bebé que llora” (Yamilet García) y los pandilleros juveniles que trafican con sexo en “Lastre, para qué”, de Michel Encinosa.

      A continuación R. M. y L. L. enuncian: “3. Exploración a diversos niveles de la realidad”; y tras observar que “las historias del más reciente relato policial cubano tienen, en la mayoría de los casos, su referente en la realidad social inmediata”, aportan que “sin embargo, muchos […] han explorado en sus relatos otras zonas de la realidad e incorporado figuras propias del relato fantástico”.

      En tal dirección va Emerio Medina, que arranca con un tema costumbrista pero tuerce la historia hacia una intervención sobrenatural en la aclaración de una muerte del pasado (“Fantasma”); y Grillo, que ofrece un desenlace comparable al del famoso “En el bosque” de Ryunosuke Akutagawa o al más puro talante mágico realista (“Abecedario del crimen”).

      Mientras, algunos como Leonardo Gala (“Cuestión de tiempo”) y Ariel Sánchez (“Aquella noche en Moscú”) desarrollan su evento criminal en escenarios y circunstancias de la ciencia ficción. Aunque siga predominando en Isla en negro la impronta realista, tributada por relatos como “El olor de los autos en las tardes que duelen”, de Carlos Manuel Álvarez.

      “Los juegos literarios son muy comunes en algunos cultores del Nuevo Cuento Policial Cubano”, explican Murga y Lunar sobre el rasgo “4. El uso de recursos lúdicros”. Ahí, “Historias con ventanas” (Yonnier Torres), “Sexo, best sellers y falsas entrevistas” (Luis Alfredo Vaillant) y “Juana la Loca” (Reinaldo Cañizares) son evidentes retozos con la maniobra de yuxtaponer el proceso de construcción de la historia con la realidad aludida en la ficción.

      Lunar (“Su nombre en un cartel”) adereza su habitual Antropología del Barrio con una sátira de la semiótica metafictiva tan cara al policial posmoderno. Y en el mentado “Abecedario del crimen”, la parodia se apropia a diestra y siniestra de referentes medulares en la tradición del policial. Al tiempo que la intertextualidad, en su modalidad de reescritura, aparece en Ernesto Pérez Castillo y su “Memorial de Penélope”, que reconvierte a la dócil heroína homérica en una esposa de insaciable apetito de venganza; y en Orlando Andrade y “El reino y el avellano”, donde se trastoca una fábula infantil y la búsqueda de Cenicienta por el príncipe enamorado deriva en ocurrente peripecia policiaca.

      “La visión del otro” es el elemento 5 traído a colación por R. M. y L. L., quienes arguyen que, en lugar del punto de vista del héroe y la voz de la ley y la justicia, se dejan escuchar otras voces como la del criminal o la del perdedor. Este argumento encuentra apoyo en varios sujetos protagónicos: la víctima devenida victimario de “Mala sangre” (Murga), los sacrificados por la violencia política (“El fin de la verdad”, Alejandro Cernuda; “De la intensidad a la ausencia”, Daniel Díaz Mantilla), la pareja de vagabundos que contempla un cruel ajuste de cuentas (“Perro mundo”, Marcial Gala).

      A propósito de testigos, Leopoldo Luis hace que ese personaje de relleno o auxiliar en la corte arquetípica del género adquiera protagonismo y propicie un curioso enigma trocado, en “El último jonrón”. Y “La muerte de Lucas” (Lázaro Alfonso Díaz Cala) se recompone desde una perspectiva coral, con el surtido observatorio de la gente de pueblo.

      Murga y Lunar agregan un punto final: “6. La libertad creativa”, para advertir que “la mayoría de los autores del nuevo relato policial cubano no están encasillados como autores del género policial”.

      Al respecto, baste decir que en Isla en negro, salvo a Pérez Valero (ícono inaugural de la vertiente cubana) y Lorenzo Lunar (especialmente reconocido por el policía Leo Martín y la serie de novelas integrada por En vez de infierno encuentres gloria, ¿Dónde estás corazón?, Nitro/Press), al resto no se les identifica en particular como escritores policiacos. Hay algunos que, incluso, han sido encuadrados ya dentro de corrientes genéricas como la ciencia ficción, la literatura para niños y jóvenes o el realismo a secas; en tanto a otros se les percibe como creadores de signo ecléctico.

      VII. Si tanto se ajustan los textos literarios de Isla en negro a los requisitos del Nuevo Cuento Policial Cubano —podría cuestionarse un lector de este volumen—, ¿por qué, en cambio, los agruparon


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