El Profeta. Javier López Menacho

El Profeta - Javier López Menacho


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que estáis ahí.

      Os he sentido todo este tiempo. Como un rumor que me acompaña, como una melodía amiga, como el actor que a pie de escenario mira a platea y, pese a que la luz de los focos le ciega la mirada, siente el aliento del respetable erizando su piel.

      No me hace falta veros; de alguna manera, os siento acompañándome.

      Desde el chasquido que acabó con las redes se han perdido muchas cosas, gran parte de lo que construimos entre varias generaciones, lo mejor y peor de nosotros mismos. Desde los tiempos del IRC hasta el Instagram, del chat de Terra al Periscope, del MSN al Fotolog, del Napster a Youtube, del Instagram y Snapchat al SliderNews y luego a Jomid, cada época ha tenido su apogeo, su decadencia y su olvido. Sin embargo, ahora no nos quitamos de la cabeza todo lo que fuimos y hacemos recuento de cuántas cosas hemos dejado en el camino.

      En nuestro caso, al menos ha quedado un halo imperceptible entre quienes estuvimos conectados con solo pulsar un botón. ¡Qué tiempos aquellos del teclado, el ratón, la webcam y un servidor a través del cual me conectaba con una vasta audiencia! Qué pena que haya quedado tanta gente con esa sensación de orfandad que, a nuestra manera, hemos conseguido esquivar.

      Más allá de los vídeos en los que os contaba alguna intimidad y respondíais con toneladas de cariño a mis dramas cotidianos —tampoco he mejorado mucho desde el crash del clic—, jamás os había sentido tan cerca. Es ahora, cuando menos sé de vosotros, ni vuestro número, ni vuestra edad, ni vuestro sexo, ni vuestra ubicación, ni la hora en la que veréis mis contenidos, cuando con más fuerza os percibo. Como si todo aquello de la conexión, de los datos, de los bites, del wifi, de la cobertura, de los avisos al móvil, de los anuncios de pago y demás, hubiera sido solo una etapa previa para conectarnos aquí y ahora, de esta manera indefinible e indefendible, porque vete a saber qué opinaría cualquier persona de bien si le explico el lazo que nos une.

      Es como aquella vieja serie de Netflix en la que varios personajes alrededor del mundo estaban interconectados y podían ver y sentir a través de los otros. ¿La recordáis? He olvidado el título. Yo no veo donde estáis, pero os siento conectados a mí a través de un vínculo excepcional, que me une a todos los que os suscribisteis a mi canal antes del Gran Apagón.

      Las cosas, no obstante, han cambiado de forma salvaje.

      Netflix, ex candidata a dominar el mundo, es ahora una compañía venida a menos, enmarañada legalmente por dirimir cuáles son sus derechos y obligaciones, que da palos de ciego por reinventar su modelo de negocio, con un capital decadente y unas pérdidas que intenta amortiguar vendiendo los activos mobiliarios que aún posee. Lo que sea con tal de evitar el cierre. Cuando has conocido las mieles de la victoria, te cuesta renunciar al próximo campeonato.

      No los culpo, nadie pensaba que el sistema implosionaría, que se interrumpiría así sin más. Ni ingenieros, ni expertos, ni gurús, ni hackers ni gobernantes, ninguno ha sabido proporcionar una explicación coherente de por qué la red se vino abajo. Teorías sí, las hay, y ha habido de todos los colores, pero aún no han podido descifrar los motivos que causaron que todo aquello dejara de funcionar.

      Eso no ha sido inconveniente para que nuestros amigos de la prensa, con sus periódicos de papel felices en la actual coyuntura, hayan dado voz a disparatadas teorías que en los próximos años serán revisadas con pudor desde las hemerotecas. Pero qué más da si en el caos actual el código deontológico es un faro sin luz y nada vende más que un nuevo especial sobre el Gran Apagón.

      No. No han sido los extraterrestres. No ha habido un cambio en los parámetros electromagnéticos del globo terráqueo como si Magneto, el personaje de los cómics, hubiera cobrado vida. No se ha rebelado la madre naturaleza buscando justicia divina. No ha sido un ataque de hackers actuando de forma organizada, no. Simplemente se paró. Hizo plof y dejamos de comunicarnos a través de Internet. La droga del siglo xxi desapareció sin dejar rastro, dejando a media humanidad como yonkis con el síndrome de abstinencia a cuestas.

      Se paró sin más, como se para el amor, el silencio, la inspiración, la vida.

      Un trauma, y eso que no llevábamos trescientos años conviviendo con las nuevas tecnologías, sino apenas medio siglo de amor enfermizo por la vida en la red, al final, una milésima parte de nuestra historia. Lo han conocido ¿cuántas? ¿Dos, tres, cuatro generaciones al completo? No hay para tanto drama, si los niños se amoldan a cada nueva realidad sin hacer preguntas y la aceptan tal y como es, lo adultos tendríamos que hacerlo de forma madura y responsable. Pero nuestra infantilización permanente nos ha privado de un trasiego ordenado hacia un nuevo orden de las cosas. Estamos alborotados como un enjambre de avispas alterado por una gran sacudida.

      Muchos edificaron su vida, sus negocios, su trabajo, en torno a la vida online, no usándola como recurso y herramienta, sino como motivo final de su existencia. Su ausencia ha generado no pocos traumas sociales. Sin ir más lejos, yo andaba hasta ahora hablándole a los espejos, sí, como suena. No me culpo, mi caso es extraordinario. Sentir que te acompañan cientos de miles de suscriptores, como una nebulosa invisible, es para volverse loco. Al menos he guardado la compostura y lo he sabido reconducir. Hoy iniciamos, con estas grabaciones, un depósito de pensamientos que guardaré a buen recaudo hasta que la realidad me obligue a sacarlos a la luz. Esto sucederá, no me cabe duda, más tarde o más temprano.

      Como os digo, el problema no soy yo, que, con todo, pude vivir alternando una infancia alejada de la red y una madurez híper-conectada. A mis diez o doce años nunca había merendado un bocadillo de Nocilla (¿quién recuerda aquella marca de crema de cacao?) delante de la pantalla, a mis cuarenta pasaba casi cada desayuno frente al PC. Pero ¿y todos los que siempre conocieron una vida en la red?

      Los que siempre han vivido en un entorno tecnológico son los que más han enfatizado las protestas, los que se han quedado anquilosados a la hora de promover alternativas. Simplemente piden volver atrás, un imposible con la información que manejamos hoy en día. Con lo fácil que se adaptaban a un entorno tan cambiante como el digital y ahora parecen bebés pidiendo el pecho. Un shock que ha paralizado a los que fueron líderes para el mundo del mañana.

      A los que les gustaba comprar sin moverse del sofá, los brokers que operaban en calzoncillos delante del ordenador, toda esa masa de jóvenes promesas que se iniciaban como CEOS en startups, los creadores de contenido clickbait y viral, los consumidores de porno a la carta, los que usaban apps hasta para que le informaran del váter más cercano, los que huían de la soledad o la marginación, o los que daban rienda suelta a sus vicios, los responsables de grandes corporaciones que se creaban una absorbente identidad digital para evitar así a sus familias, a su pareja y puede que a sí mismos, todos ellos quedaron, de un día para otro, al abandono. Toda esa gente tiene ahora un vacío en el estómago del tamaño de un agujero negro.

      La magnitud de la tragedia, por otra parte, no es para menos. Se ha perdido gran parte del tejido productivo de los países, se han estancado infinidad de proyectos que prometían cambiar nuestra realidad y estamos aún reeducándonos en esto del mundo en carne y hueso. Curiosamente, los países subdesarrollados apenas han sentido el Gran Apagón como la picadura de un insecto. Siguen como antes, con su pobreza a cuestas. Pero en países como el nuestro, contadme, ¿qué cantidad de horas al día pasabais delante de un ordenador o mirando la pantalla de vuestro teléfono móvil? ¿Cuántas, por el contrario, pasabais en contacto con gente? No hace falta que me confeséis la respuesta.

      No nos queda otra, o cambiamos nosotros mismos o la vida nos cambia a guantazos. Hasta el más inmaduro termina por aceptar el nuevo orden de las cosas. Es una regla de oro de la existencia. Las cosas nacen, crecen, se reproducen y mueren. Se acaban. Terminan. Caput. Finitto.

      El futuro, en mi caso, será lo que venga a partir del momento en que he apretado el play en esta vieja cámara de mi padre. Por cierto, qué buena cámara tenía criando polvo en el trastero. De mucha mejor definición que mi antigua webcam o el móvil que usaba para los vídeos de Snapchat. Quizás convenga tomarme más en serio sus ideas anacrónicas a partir de ahora.

      Y aquí me veis, como si Nike volviera a hacer zapatos puramente artesanales. O como si la leche no estuviera tratada


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