El Profeta. Javier López Menacho
Ya no pertenezco a una generación joven que lideró el movimiento youtuber, ni soy la cabeza visible de Jomid, soy un «viejoven» desde hace ya casi dos años con una crisis existencial a cuestas. Tampoco me he enmendado hacia una figura comunicativa de prestigio que derive a la audiencia hacia la radio o la televisión. La única propuesta que recibí la rechacé porque querían convertirme en un mono de feria (de eso, si queréis, hablaremos en otra ocasión). Así que aquí estoy, en tierra de nadie. He plantado mis bártulos en una edad intermedia, donde ni tengo el ímpetu de la juventud ni la sabiduría del maestro. En la zozobra que se siente cuando acaricias la cuarentena —y sí, me refiero a ella así porque se parece a una enfermedad, te aísla y te deprime—. Otra cosa es que lo disimule muy bien ante esta cámara y que apenas cuente las canas debido a los caprichos de la genética.
Habréis notado, además, que mi tono ya no es el que era, es más íntimo, nostálgico y, por qué no decirlo, místico. ¿Creéis que también pesimista o descreído? Ojalá que no, pues los vídeos los produzco para aportaros algo de valor, antes guías para sobrevivir en videojuegos en línea, hoy, una mirada sosegada y analítica de la realidad. No entiendo la comunicación de otra manera.
Y hablando de comunicación, ¿cómo se despide ahora una grabación si no hay donde suscribirse ni una potencial nueva audiencia?
Supongo que no me queda otra que expresar un deseo, y es el siguiente: que veáis este y los próximos vídeos en algún momento, el que sea, en esta frágil línea de espacio tiempo que compartimos.
III
Madrid, 7 de octubre de 2024
Creíais que las citas gubernamentales eran un bulo, ¿verdad?
Os cuento cómo se vive desde dentro algo así. Sí, a mí mismo me tocó ir a ese surrealista e infructuoso encuentro. El Profeta tuvo que vivir un encuentro entre lo Kafkiano y 1984. Sí, parece que hemos vuelto al siglo pasado.
Fue más o menos así. A los pocos meses del Gran Apagón, recibí una misiva por parte del gobierno. El Ministerio de Defensa figuraba en el remite, imaginaos. Una institución oficial no se dirige a un mindundi si no se trata de un requerimiento, un reproche, una multa o un preaviso. A ti no te queda otra que responder, pero si sucediera al contrario, si fueras tú quién elevaras una queja formal a las administraciones —y estaremos de acuerdo en que hay material de sobra para exigirle explicaciones al gobierno—, solo obtendrías el silencio por respuesta.
Pero a lo que vamos, lo que decía la carta es que debía presentarme con todo mi arsenal tecnológico en dependencias policiales el día siguiente a su recepción. La nota era tan escueta que resultaba imposible leer entre líneas la seriedad del asunto. Veinticuatro horas, si me hubiera sorprendido en Ibiza a borde de un yate habría tenido un problema, pero no, estaba en casa esperando a que el gobierno me solucionara la vida. En lugar de eso, decidió complicármela.
No era algo que me repercutiera solo a mí, sino que respondía a las consecuencias inmediatas de la norma que el consejo de ministros había aprobado mediante decreto ley. Miles de entes digitales se verían en esa misma tesitura, el Estado estaba siguiéndole la pista al culpable de la situación, pero ni siquiera estaba claro que hubiera que apuntar a un solo culpable. ¿Y si éramos todos cómplices de este abrupto final?
Uno siempre piensa que estas cosas solo le afectan a terceros, por lo que cuando escuché el anuncio público, hice caso omiso y seguí el día a día como si tal cosa. Por aquel entonces, no sé si recordáis, las comparecencias públicas de la clase política eran pan de cada día. Esta había sido una más, y es que los políticos y el gobierno en particular necesitaban convencernos de su utilidad, de su necesaria labor social. Lo siguen intentando, eso sí, sin mucho alborozo al otro lado. La carta llegó y creí oportuno mostrársela a mi padre, que rebuznó: «Están desesperados».
Pese a la aparente inutilidad de todo aquello, acudí a la cita.
La carta no especificaba cómo debíamos plantarnos allí con nuestros bártulos digitales ni por cuánto tiempo nos examinarían, así que, simplemente, acondicioné el coche y me dirigí hasta la dirección acordada.
Con su iniciativa, convocarnos a todos para darles explicaciones, casi estaba promoviendo una reunión de nostálgicos a las puertas de un organismo oficial. El panorama era el siguiente: a las puertas del edificio oficial encontré una muchedumbre friki fluctuando sobre sí misma, presa de una indisimulable pereza. Estoy seguro de que las autoridades sabían de antemano que iban a encontrar poco o muy poco. Mientras tomaba posiciones, imaginé cuántos de los ahí presentes habrían repasado sus dispositivos a conciencia para evitar, no ya su implicación en el Gran Apagón, sino cualquier secreto que pudiera derivar en delito. Quienes tuvieran logs con conversaciones fuera de lugar, fotografías indecentes, planeada alguna estafa o acción subversiva, tendrían que depurar en el margen de un día todo el contenido que habían almacenado. Con esto me pregunté hasta qué punto nuestros ordenadores hablan por nosotros, cuánto nos diferencia de nuestros propios archivos. Si estudiaran cada una de mis acciones frente a un PC, ¿cuál sería el perfil de usuario, de ciudadano, resultante del estudio? Puede que tuviera una imagen propia de mí mismo pero al final los datos dijeran otra cosa. Y, en la sociedad de hoy, no hay nada más irreprochable que los datos.
Pero es mejor que deje de divagar, vayamos al corazón de esta iniciativa gubernamental.
En cuanto entré, observé las famosas «listas negras». Una hilera de funcionarios estatales había ocupado previamente su tiempo detectando perfiles tecnológicos «controvertidos» a través de los medios que tenía a su disposición. Los marcaban usando el censo de trabajadores, acudiendo al archivo de la prensa escrita, escuchando la radio o aprovechando algún soplo para actuar a dedo. He de suponer que mi perfil, de sobra conocido, estaba señalado desde el primer momento. Servir como chivato antisistema le hubiera dado caché a mi historia, pero lo cierto es que no tenía información privilegiada. Además, nunca he actuado al margen de la ley, mi obra es pública y mi archivo estuvo a disposición de cualquier persona hasta que la red se derrumbó.
Pese a mi inofensiva presencia, pasé un intenso registro en el cordón policial. Yo y todo lo que traía conmigo.
La cita consistía en preguntarnos acerca de nuestras actividades antes, durante y después del Gran Apagón. «La intención del gobierno es puramente informativa», dijo el presidente, «acumular inteligencia colectiva para poder acercarnos a la verdad». Esos días, no sé si recordáis, ya sonaban voces críticas en torno a la ineficacia del gobierno y las fuerzas de seguridad ante todo lo que estaba sucediendo. El grueso de la población tomó la medida con agrado, pese a que pervirtiera un derecho elemental, el derecho a la intimidad. Aún me sorprende lo poco que luchamos por asuntos de vital importancia. Así que dejamos que disfrazaran de cooperación lo que era una caza a la desesperada de cualquier pista que pudiera ser tomada por la opinión pública como un éxito. Cuando usa la neo-lengua para vestir sus arranques reaccionarios de modernidad, nuestro «querido» presidente se vuelve un ser absolutamente execrable.
Acudí al encuentro con puntualidad británica. Dejé los dispositivos sobre una mesa espaciosa y tomé asiento frente a la interventora encargada de mi caso. Me recibió con una leve sonrisa. A su lado, en una mesa más discreta, un becario.
El lenguaje empleado durante el registro fue muy suave, como de quien no quería molestar. Me pregunté, aún lo hago, si la medida no tenía más de cosmética que de interés real. Si no era todo una función de cara a la galería. Es solo un procedimiento rudimentario, me dijo la interventora, no se preocupe, será apenas un par de horas, no tiene de qué preocuparse. Y sí, fueron un par de horas en las que, al fin y al cabo, están hurgando en tu intimidad y uno se siente como si estuviera desnudo de cara a la pared y un doctor con guantes de látex quisiera inspeccionar tu ano.
Enchufé el PC, mi portátil, mi tableta y mi móvil, por ese orden, y la interventora —con un becario a su lado— se dedicó a analizar todos mis dispositivos. Yo no tenía nada que ocultar y la dejé hacer, mi actividad digital siempre estuvo asociada a las buenas