El Profeta. Javier López Menacho
que arrancamos.
¿Os habéis fijado en que, apenas sucedió el apagón, la gente volvió al redil, como si no hubiera más que un camino de vuelta? Me recordó a esas escenas de las películas de catástrofes, cuando el gentío corre desesperada hacia atrás y una ola gigante se aproxima con el fin de engullirlo todo.
Nosotros igual, hemos corrido hacia el pasado, dejando cuanto habíamos construido al abandono. Es decir, volvimos a los diarios de antaño, al mismo tipo de programa de televisión para masas, a mirar con un respeto casi reverencial a las empresas centenarias, a entender el mundo tal y como lo conocimos. No solo es una cuestión física, también volvimos a adoptar las costumbres domésticas que se fueron evaporando con el tiempo, regresamos a lo convencional, a lo conocido, a lo añejo. Y una sociedad refugiada en el pasado es una sociedad sin futuro.
Medio siglo de evolución tecnológica para no aprender absolutamente nada en torno a la necesidad de protegernos ante la concentración de poderes.
Me pregunto por qué no hemos reinventado nuestra vida en común o, al menos, sometido a discusión cómo debíamos reorganizarnos. Nada de eso ha sucedido, nos vimos superados por el pánico, después vino la frustración y al final hemos decidido aborregarnos y volver al redil o protestar de forma fútil. La gente regresó con ansias a una zona de confort desechando cualquier alternativa y arrastrando los viejos —y malos— hábitos.
Nadie ha liderado un proceso de discusión sobre cómo construir un nuevo paradigma, sino que hemos aceptado nuestro único referente antes de Internet, el mundo de hace dos generaciones, adoptando los mismos patrones. Quienes de verdad conocieron la realidad sin rastro digital, hoy son ancianos que dejarán al mundo cargar con sus lamentaciones. Ellos ya llevaron las suyas a cuestas el tiempo suficiente.
Fijaos, porque en esto sí que nos parecemos a nuestros tiempos de «hiperconexión», los más rápidos en adaptarse al cambio se han llevado el gato al agua. Las corporaciones más ágiles han pasado a liderar cada sector económico o social, plantando su mastodóntica presencia, y ahora cualquiera los mueve. El día de mañana, si se produce una vuelta al status quo, pre-apagón, si la red vuelve a funcionar, estas empresas contarán con el factor miedo a su favor. Nadie se fiará ya de lo digital, sino que se vivirá con un colchón a modo de depósito, por si vuelve a traicionarnos la tecnología, y esa inseguridad colectiva los hará perdurar en el tiempo.
A rebufo, claro, muchas otras empresas han ido conectando con algún aspecto vintage de su existencia, o, mejor dicho, de la nuestra, y han terminado reformulándose. Lo patético es que se esfuerzan en que parezca lo más natural posible, cuando se ve a leguas que es una cuestión de supervivencia.
Con esta reconcentración del poder, estamos perdiendo buena parte de la libertad que ganamos estas últimas décadas. Me gustaría que reflexionásemos juntos al respecto, por eso hago este vídeo.
Si algo tenía el entorno digital es que, de repente, todo el mundo podía opinar y ser interpelado. Se universalizó el derecho a la réplica. Por decirlo claro, se estrechaba el abismo entre las élites y los ciudadanos, obligándolas a bajar al barro y trabajar su presencia en la esfera donde todo estaba sucediendo. Empresas opacas que, abordadas por todos los flancos, se decidían por otra política de comunicación. La coyuntura las obligó a desarrollar una política de transparencia y, al menos, fingir idoneidad en el gran teatro de las redes sociales.
Cuántas estrellas del cine, de la música o del fútbol se vieron en la tesitura de contestar alguna vez a usuarios que en la vida hubieran soñado con la posibilidad de establecer una conversación con sus ídolos. Cuántas empresas aprendieron, a base de pérdidas económicas, el poder del usuario. Esto, por una parte, era agotador, debido a la gran cantidad de mamarrachos que disponían de un altavoz. Pero, por otro lado, se democratizaba la protesta, la información alternativa y el contrapoder. Y en positivo, también permitía la posibilidad de crear un proyecto propio y llegar a gente que conectara con tu manera de ver el mundo. Se tejían redes, en el sentido más físico del término, conexión entre puntos aparentemente equidistantes. Pese a que, con los últimos acontecimientos, muchos oportunistas, los que desconocían o ignoraban la vida en el ciberespacio, aseguran que así se vivirá mejor, lo cierto es que la red albergaba maravillosas ventajas y siempre la reivindicaré en público.
Bastaba un blog para echar a volar tus ideas. Y a veces, ni eso. Un canal de Youtube, unos stories, un Jomid, un meme, un gif, un slidernew.
Ahora hemos perdido esa inmediatez y no ha nacido aún alternativa. Es como si te amputan los dos brazos y te da por reírte, igual. El otro día, por cierto, pude ojear el primer fanzine de contenido explícito, político y contestatario, muy de guerrilla, que he visto desde que los quioscos tuvieran una segunda juventud. Revoluciona, se llama. Pues hasta en esto no hemos sabido reinventarnos, leerlo fue como volver a mi adolescencia. Lo cierto es que las revistas de carácter político tienen esa tendencia natural a anclarse en el pasado, borrachas de nostalgia, mientras el resto de la humanidad navega ya por otros mares. La publicación era un panfleto sindical al más puro estilo militante, casi como trasladarse al siglo xx. Ni rastro de firmas discordantes, ni críticas constructivas al largo plazo, ni pensamiento disruptivo, ni un plan de transformación de fondo. Críticas gruesas en plan tirarle piedras a los aviones. Es un comienzo, me dirán algunos, sí, pero es decepcionante. No se les puede negar a sus impulsores capacidad asociativa y que han sido los primeros en levantar la voz, aunque suene quebrada y llena de dudas, pero si queremos cambiar algo de verdad, tendremos que hacer mucho más que eso.
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