Maureen. Angy Skay

Maureen - Angy Skay


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Sí, claro. Ningún problema. Gracias. —Y colgó el teléfono—. Hecho. ¿Vamos?

      Me quedé pasmada por lo que acababa de ocurrir. ¿Y se quedaba tan pancho después de lo que había hecho?

      —¿Tú esto lo haces muy a menudo? —Estaba alucinada.

      —Ya te dije que no es la primera vez que lo hago.

      —¿Y no se te olvida algo?

      —¿El qué?

      —¿El justificante que te han pedido? —ironicé.

      —No te preocupes por eso, luego me encargo.

      —Como se entere mi padre, me mata. Y, si se entera John, ni te cuento.

      —No pienses en eso ahora. Átate el casco, coge mi mochila, deja la tuya y sube.

      Obedecí, me senté detrás de él, me agarré a su cintura, arrancó la moto y se dirigió calle arriba. Corría a gran velocidad, pero no me importaba; la adrenalina era demasiado alta y los momentos que podía, movía mis manos por su cazadora y me hacían olvidar que llevaba aquella prenda. Tantas veces le había tocado aquella piel, que de alguna manera la echaba de menos.

      Llegamos a una zona poco transitada. Paró la moto al borde de la carretera y desde allí pude ver las vistas de la ciudad de Cork.

      —Wow! —fue lo primero que me salió de la boca.

      —¿No habías estado nunca aquí? —preguntó apoyándose en la moto.

      —No, es la primera vez. —Me giré hacia él, fascinada—. ¿Tú vienes muy a menudo?

      —De vez en cuando. Antes solía venir más.

      —¿Y ahora qué?

      —¿A qué te refieres?

      —Me has «obligado» a saltarme las clases y me traes aquí. ¿Para qué? ¿Dónde se supone que voy a pasar el día de hoy?

      —¿Te apetece alguna cosa en especial? —preguntó acercándose a mí.

      —Nada en especial. Sorpréndeme —me atreví a decir.

      —¿Qué te sorprenda? —Me levantó la barbilla con un dedo, con la otra mano me agarró la cintura, bajó la cara y me besó con suavidad, de manera dulce. Aquello me supo a poco en cuanto separó sus labios de los míos—. ¿Algo así? —Sonrió con picardía.

      —Quizá. Pero no lo he saboreado lo suficiente.

      No daba crédito a lo que acababa de salir de mis labios y reaccioné girándome de golpe, avergonzada. En aquel momento sonó su teléfono móvil. Miró la pantalla, sopló y declinó la llamada.

      —Quítate la mochila.

      Obedecí, le pasé la bolsa, sacó un estuche con correa y, al abrirlo, vi que era una cámara de fotos.

      —¿Fotos? —pregunté incrédula.

      —Sí, fotos —contestó burlándose de mí—. ¿A qué te creías que venía aquí?

      —No sé… —Miré con atención la cámara—. ¿Te dedicas a esto?

      —¿A qué? ¿A traer chicas aquí? —volvió a burlarse.

      —No, a la fotografía.

      —Digamos que sí —me respondió mientras miraba por el objetivo enfocando el paisaje.

      Comenzó a hacer una ráfaga de fotos sin decir nada.

      —¿Fotografías algo en especial?

      —No. He aprovechado el día soleado de hoy y he querido venir a tomar fotos de paisajes.

      —¿Y sólo haces paisajes?

      Aquello picó mi curiosidad.

      —También hago reportajes, pero siempre de exterior. —No dejó de mirar la cámara.

      —¿Puedo mirar?

      Me acerqué a él y vi las fotos que había tomado. Para mi sorpresa, no me parecieron nada especiales. Mi cara le sorprendió.

      —¿No era lo que esperabas?

      —¿De verdad? Las primeras son un poco… simples.

      —Un poco bastante simples —repitió por lo bajini—. Pues estas son las que más me valen.

      Siguió tomando más instantáneas, mientras yo intentaba divisar el horizonte.

      —Bueno, aquí ya terminamos, vuelve a ponerte el casco —dijo serio y decidido.

      Obedecí, subí a la moto, siguió por la carretera y llegamos a bordear la costa bastantes kilómetros, hasta que volvió a parar.

      —Si no quieres, no vengas —me advirtió al acercarse al acantilado.

      Aquella era una zona donde no había estado nunca y me apetecía mirar. Me acerqué a él y… ¡uf! ¡Madre mía! ¡Qué maravilla! No recuerdo bien cuánto rato estuve embobada con aquel escenario. Irlanda era conocida por sus paisajes verdes y sus costas, pero aquello me recordó a la costa de la que mi abuela Maureen siempre me había hablado de niña.

      —¿Tienes frío? —me preguntó al ver cómo cruzaba mis brazos a modo de resguardarme del viento.

      —No, estoy bien —contesté con una tímida sonrisa.

      —Ya podemos irnos, he hecho lo que tenía que hacer.

      Recorrimos el mismo camino para volver a casa y aparcó la moto dentro del mismo garaje de donde la había sacado por la mañana. Bajó la persiana, cogió la mochila y, a punto de cruzar la calle, su mirada se clavó en una chica que estaba apoyada en un coche gris, fumándose un cigarrillo con una mirada desafiante. Era guapa, alta, delgada y con pelo largo castaño. No pude obviar mi sexto sentido, no era trigo limpio.

      —¿Quieres subir? —me invitó a entrar al portal, ignorando a la chica.

      —No sé… —dudé.

      —Creo que no te queda más remedio que hacer algo durante todo el día. Te recuerdo que en el colegio piensan que estás enferma.

      —¡Mierda! Ya no me acordaba. En fin, sí, algo tengo que hacer…

      Aquella escalera estaba bastante… era… Digamos que le hacía falta una reforma algo urgente. Entramos en un recibidor y dejó las llaves en un mueble destartalado que había en la entrada. Aquello no tenía pinta de ser un… ¿hogar? Aunque tuviera salón, cocina, un baño, un dormitorio, todo parecía muy descuidado y no tenía pinta de que nadie pudiera vivir allí.

      —Sube.

      —¿Vives solo?

      —No, mi madre está durmiendo la mona en su dormitorio —contestó sin darle importancia al comentario.

      Mientras subía, recorría las paredes con la mirada. Estaba muy dejado y seguro que hacía muchos años que aquellas paredes no se pintaban. Abrió una puerta y me hizo entrar. Era una habitación simple con una cama, un escritorio, un armario, un televisor y algunos aparatos electrónicos encima de un mueble. Las paredes estaban forradas de decenas de fotografías. Dejó la mochila encima de la mesa e intentó desalojar la cama.

      —Siéntate si quieres.

      Volvió a la mesa, abrió la mochila y sacó la cámara, para llevarla dentro de un cuarto. Me quedé inmóvil, no me senté. Mi vista recorría todas aquellas instantáneas que estaban en las paredes y me acerqué para observarlas mejor.

      —Así que estas son las imágenes que tomas cuando sales con la moto… —murmuré observando todas y cada una de ellas.

      —Sí —contestó desde dentro del cuarto.

      No


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