Maureen. Angy Skay
el aire, hasta que, a los dos días, cuando vino al pub, me acerqué a ella que estaba sentada en una mesa.
—¿Qué tal, abuela? —Le sonreí.
—Bien. Aunque tengo la rodilla que me va a matar. Tu abuelo dice que tengo que hacer reposo, pero yo sé lo que necesito. Mi amiga Winnie tiene un hijo que hace masajes y creo que voy a ir a verla.
—¿A Galway? —me sorprendió ver que asentía—. ¿Vas a ir a ver a tu amiga Winnie de Galway a que te hagan un masaje en la rodilla, cuando puedes ir a cualquier especialista de Cork?
—El hijo de Winnie tiene unas manos milagrosas —aseguró mientras cogía su pinta de cerveza—. Hace años me quitó el dolor de este brazo —dijo alzándolo y mirándome a la cara—. Desembucha lo que tengas que decirme.
—¿Por qué se supone que tengo que decirte algo?
—Eres mi nieta y te conozco hasta cuando duermes. Venga, suelta lo que tengas que decirme.
—Abuela, ¿quién es Brigid?
Tenía su vaso en los labios e iba a dar un trago, pero aquella pregunta la pilló desprevenida y no llegó a beber.
—¿Cómo que quién es Brigid? —Dejó su pinta en la mesa y me miró a los ojos. Aquella pregunta no se la esperaba—. Jovencita, llevo años enseñándote el idioma y la cultura celta. Deberías saber de sobra que Brigid era una diosa del fuego y la poesía. Solo tienes que repasarte la mitología. Además, hace años te enseñé las ramas de los dioses celtas. ¿A qué viene esa pregunta?
—El otro día te vi discutir con un hombre en Oliver Plunket.
—¿A mí? ¿Seguro que era yo? Me parece que te confundes.
—No, abuela. Eras tú, y estabas discutiendo con un hombre.
—Descríbemelo.
—Abuela… —Estaba harta de sus dichosos juegos.
—Maureen… —resopló, amenazándome.
—Hombre mayor, pasados los setenta años, un metro setenta y cinco, pelo canoso, barba pronunciada pero bien cuidada. Vestía pantalón marrón oscuro y gabardina beis, cruzada.
—¿Algún detalle más?
—No —contesté fastidiada—. ¿Cuándo vas a dejar el dichoso juego de describir a la gente y los lugares?
—Cuando me muera.
—No me has contestado.
—Deja que haga memoria —dijo volviendo a coger el vaso y dando un sorbo de cerveza—. Era Joe Perkins, antiguo pretendiente de Claire. Me enfadé con él porque no estaba siendo del todo sincero con ella y no se lo merece.
—¿Y te metes en la relación de tu amiga Claire?
—Sí. ¿Algo más? —preguntó cruzando los brazos y apoyándolos en la mesa.
—No. Ese gesto ya me avisa que no tienes ganas de hablar del tema.
—¿En qué lo has notado?
—Por los brazos cruzados. Te niegas a escuchar nada de lo que te diga —dije levantándome de la mesa—. Por cierto, has mentido. No sé si el tipo se llama Joe Perkins, pero lo demás ha sido una historia que acabas de inventarte.
—¿En qué te basas?
—Abuela… Llevo cinco años jugando contigo el lenguaje no verbal. Mientras me estabas contando «tu historia» has mirado a la derecha y sabemos que eso significa que mientes. Si tratases de recordar algo, habrías mirado a la izquierda. —Sonrió porque sabía que la había pillado—. En fin, que si no quieres contarme quién es ese tipo, me da igual. Pero si no quieres contarme algo, no te molestes en mentirme, porque sabes que te pillaré.
—Esa es mi chica.
Sonrió triunfal, aunque no volvió a mencionar el tema, cosa que me dejó más confusa aún.
El lunes por la mañana, Dylan pasó a buscarme como cada día. Aunque no íbamos al mismo instituto, recorríamos juntos el mismo camino. Al llegar a Sráid an tSeaundúin, recordé que Aidan me había dicho que cada día pasaba por delante de su casa y que me veía por la ventana. Comencé a mirar cada edificio, aunque no sabía si él vivía en aquella calle.
—¿Qué haces? —preguntó Dylan—. ¿Buscas a alguien?
—No —le quité importancia—. Miraba los edificios.
—Los edificios que estás cansada de ver todos los puñeteros días…
—Pues sí —lo corté.
Pero no lo vi. No lo vi ni el lunes, ni el martes, ni el miércoles, ni el jueves… El viernes dejé de buscar.
El lunes siguiente, Dylan no pudo venir a clase y fui yo sola camino al instituto. Al comenzar a subir Shandon St, vi a Aidan saliendo de un portal, junto a un local que antes había sido un negocio.
—Hola —saludé algo cortada.
—Buenos días. —Me sonrió de lado.
—¿Cómo está tu herida? —pregunté después de unos segundos incómodos.
—Bien. Ya casi está curada por completo.
—Así que vives aquí —dije mirando el edificio.
—Sí.
—Por eso me veías ir al instituto cada día.
—Por eso te veía ir al instituto con tu amigo.
—Dylan.
—¿Quieres que te lleve a clase? —preguntó mostrándome un casco de moto.
—No, no, da igual. Estoy a unos minutos del instituto.
—Y hoy vienes sola, por lo que veo.
—Sí. Dylan hoy no ha podido venir.
—¿Volvéis juntos a casa?
—No, hoy tenemos horarios diferentes.
Me miró de arriba abajo. La verdad es que no me sentía demasiado sexy con mi uniforme de colegio, pero era lo que había. A mis diecisiete años, me sentía muy ridícula con él.
—¿Interesantes las clases de hoy?
—No demasiado. La literatura nunca se me dio demasiado bien, y la genética como que tampoco.
—Venga, vamos —dijo cogiéndome del brazo.
—Aidan, tengo que ir a clase —me quejé. En realidad, no estaba sintiéndome demasiado incómoda.
Abrió una persiana y pude ver que dentro de aquel local había un coche y una moto.
—Póntelo —me pasó su casco y de una estantería cogió otro para él—. Lleva también mi mochila y deja la tuya aquí.
Sacó la moto sin decir nada más.
—¿Dónde me llevas? No puedo faltar a clase, llamarán a casa si falto —añadí obedeciendo tanto con el casco como con la mochila.
—¿Tienes el teléfono del colegio?
—Sí, claro.
—Pásamelo —me pidió sacando su teléfono móvil y esperando que le dictara los números.
—No te atreverás a llamar a mi colegio, ¿verdad? —pregunté incrédula.
—Te aseguro que no sería la primera vez que llamo a un colegio para una excusa.
—¡Aidan! Llamarán a mi padre si no voy. Es un colegio muy estricto.
—Déjame a mí. —Marcó en su teléfono móvil el número que le