Escultura Barroca española. Nuevas lecturas desde los Siglos de Oro a la sociedad del conocimiento. Antonio Rafael Fernández Paradas
hecho plasmado y su pertinente comprensión por el público, los muebles-atributo requieren/reivindican/exigen/demandan una mirada bastante más incisiva de la que habitualmente se hacen acreedores por nuestra parte. Y ello sucede, como ya dijimos[20], por la facultad de aquellos para convertirse en elementos consustanciales de la imagen escultórica a la que acompañan y sirven, cuyos gestos, acciones, actitudes, comportamientos y/o reacciones están estrechamente ligados y, en última instancia, dependen del acto mismo de estar sentado, reclinado, levantado, acostado o acomodado en ellos. Una vez más, el anacronismo se consagra como una vía inmejorable a la hora de optimizar la pretensión de hacer asequibles, comprensibles y cotidianos unos asuntos iconográficos legendarios en su mayoría que, evidentemente, quedaban muy lejanos de la realidad histórica y social española de los Siglos de Oro pero que, gracias al mueble-atributo, entre otros factores, cobraban renovada vida y actualidad por no hablar de una pasmosa familiaridad y cercanía con los usos, modos y modas del XVI y XVIII.
La Educación de la Virgen viene a ser un tema estratégico para el estudio de las cuestiones de género aplicada a la escultura barroca española.
La curiosidad de las gentes de finales de la Edad Media por conocer los misterios de la vida de María no contuvo su fascinación por aquellos avatares maravillosos de su infancia, entre los cuales se cuenta la personalidad de sus padres, san Joaquín y santa Ana. Al parecer, los antecedentes del culto e iconografía de santa Ana se remontaban a épocas remotas, si bien su devoción, estrechamente ligada a la propagación de la doctrina concepcionista, no recibió un impulso firme e imparable hasta la publicación, en 1494, del tratado De laudibus SanctissimaeMatris Annae, del humanista alemán Tritemio. En 1523, Lutero dedicó a la cuestión un irónico comentario al afirmar: “Se ha comenzado a hablar de santa Ana cuando yo era un muchacho de quince años, antes no se sabía nada de ella”[21].
Al multiplicarse las cofradías populares instituidas bajo la titularidad de santa Ana, se diversificaron los temas iconográficos en los que el personaje comparte protagonismo con su hija, complaciéndose en explorar los valores edificantes y emotivos inherentes a la relación de ambas. La plástica del siglo XV haría brillar con luz propia aquel asunto en el que santa Ana enseña a leer y comprender el Antiguo Testamento a la Virgen Niña, erigiéndose así en la responsable directa de su educación y conocimiento de las Escrituras[22].
Si hemos de creer a Francisco Pacheco, la presencia de la Educación de la Virgen, “cuya pintura es muy nueva, pero abrazada del vulgo”, en la plástica andaluza arrancaría de principios del Seiscientos[23]. Pese a todo, los siglos XVII y XVIII asistieron a un florecimiento extraordinario del tema, favorecido por sus coincidencias argumentales con el propósito de las academias de inculcar insistentemente la difusión de la ciencia y la cultura. No obstante, las claves de su éxito incuestionable y fulgurante dependerían en buena parte de la dimensión intimista y familiar que la historia indudablemente posee, al jugar siempre con la identificación, complicidad e implicación incondicionales del espectador en la misma. El secreto radica en la habilidad para trascender una realidad histórica puntual en la vida del personaje sagrado en cuestión y convertirla en un motivo fácilmente trasladable al ámbito cotidiano, además de erigirse en el fiel reflejo de cualquier madre que interrumpe con agrado las tareas del hogar para ocuparse personalmente de la educación de su hija.
Asimismo, y desde la perspectiva de género[24], la imagen —siempre sumisa y obediente— de la Virgen Niña que suscribe con reverencia el magisterio materno, lanza mensajes subliminales de inequívocos valores arquetípicos y ejemplarizantes para las personas de su sexo, lo cual implica asumir como propia de las mujeres esa actitud, a todas luces pasiva y sometida a la voluntad masculina, que la sociedad del momento espera de ellas. Y todo ello, por no hablar de la discutida cuestión de su voto de virginidad[25]. En última instancia, la contemplación de estas imágenes no deja de proponer/mostrar al espectador pautas conductuales y actitudinales que, en última instancia, y además de santificar la enseñanza y el aprendizaje en consonancia con las mentalidades colectivas del momento, también invitan (¿obligan?) a las mujeres a suscribir ese modus vivendi circunscrito preferentemente a la esfera de lo privado, al cuidado del hogar, de los hijos y los asuntos domésticos que madre e hija escenifican de la mano de escultores y también pintores. Así sucede en la célebre interpretación pictórica de Bartolomé Esteban Murillo (c. 1655), conservada en el Museo del Prado, pletórica de gracia cortesana y encanto castizo al mismo tiempo.
Hacemos un inciso para recordar que, de igual manera que se educa a la niña en la sumisión al padre/marido y se la inicia en el cultivo del trabajo doméstico, se hace lo propio con el niño en cuanto a futuro principio activo de la casa y responsable del sustento familiar merced a su proyección en la vida pública. Con independencia de los valores premonitorios asociados a la iconografía del Puer Exorienso “Niño de Pasión”[26], no deja de sorprender la lectura en clave de género ofrecida por algunas representaciones escultóricas derivadas del tema del Hogar de Nazareth, en las que san José, más allá de la mera función paternal[27], enseña al Niño Jesús las faenas propias del oficio de carpintero, valiéndose de un banquito de trabajo acompañado de sus pertinentes útiles en miniatura. (fig. 7)
Fig. 7. San José enseñando al Niño Jesús el oficio de carpintero (c.1770-1780). Convento de la Madre de Dios. Lucena (Córdoba).
La escultura barroca andaluza también ofrece, desde luego, otros numerosos y antológicos ejemplos de la Educación de la Virgen donde la presencia del mueble interactúa con las dos figuras protagonistas desde una dualidad iconográfico-instrumental, que carga las tintas simbólicas pertinentes en función del decoro inherente a los diferentes actores de la temática sagrada y al propio desarrollo de la acción representada. En los ejemplos del Seiscientos prevalece la austeridad inherente a los gustos domésticos del período. En este sentido, el Museo de Arte Sacro de la abadía cisterciense de Santa Ana posee tres testimonios escultóricos altamente demostrativos de cuanto decimos. Dos de ellos, datados hacia 1650 y 1690 respectivamente, optan por el típico sillón frailero. El tercero es una pieza maestra de hacia 1690-1720, excepcional no solo a causa de su belleza sino por sustituir el mueble como tal por unos suntuosos almohadones con borlas, perpetuando con ello una costumbre islámica adoptada por la España cristiana desde la Edad Media, ya en declive en el XIV. (fig. 8)
Fig. 8. Santa Ana educando a la Virgen Niña (1690-1720). Anónimo. Taller malagueño. Museo de la Abadía Cisterciense de Santa Ana. Málaga.
Si en un primer momento, los cojines detentaron simplemente un rango menor al de los asientos altos sin distinción de sexos, a fines del XV se detecta un cambio sustancial en el decoro asociado a la hora de sentarse a la turca[28] y desde la perspectiva de género. Si tratándose de santa Ana resulta algo inusual presentarla sin asiento propiamente dicho, en comparación con la práctica totalidad de sus representaciones, esta fórmula ya no lo es tanto si se tienen en cuenta las costumbres españolas del Antiguo Régimen de conferir un uso femenino a esta forma característica de acomodarse en las iglesias, en las ceremonias públicas y en la intimidad del estrado[29], diferenciando y reservando la silla de brazos para uso masculino. En contraste con esta opción iconográfica evocadora de aquel momento en el que los cojines quedaron relegados a los cuartos femeninos, la uniformidad del mobiliario se impone en las otras dos piezas y en otros interesantes conjuntos análogos de finales del XVII de la parroquia malagueña de la Divina Pastora y ya de la segunda mitad del XVIII en las Carmelitas Descalzas de Ronda, con independencia de que la identidad tipológica del mueble en cuestión sirva indistintamente a santa Ana como la silla que le ayuda a sostener a su hija en sus rodillas o el sitial desde donde ejercer su magisterio o vigilar las labores de costura de María.
De la misma manera, la dieciochesca Virgen de la Aurora (fig. 9) de la parroquia ursaonense de la Asunción recrea la intimidad del estrado para componer un canto a la belleza femenina y la exaltación de la maternidad, a modo de escena cotidiana cargada de simbolismo ejemplarizante desde la óptica de la moral cristiana. Sentada sobre el almohadón