Crimen dormido. Vanessa Torres Ortiz
Cintia corrió tan rápido como pudo escaleras abajo: se sentía como si estuviese en una pesadilla; aquello no podía estar pasando. Abrió la puerta de la calle con la intención de huir despavorida y, en ese mismo momento, la policía apareció delante de sus narices.
—Perdone, ¿es usted la persona que nos ha llamado? —Un agente uniformado le sujetaba el brazo con intención de evitar que saliese de la casa.
—¡Sí! ¡Por Dios! ¡No sé qué ha pasado!
Entraron en la casa mientras Cintia le relataba cómo había encontrado a Juan. El agente anotaba en una pequeña libreta todos los detalles hasta que se encontraron delante del primer cadáver.
—Muchas gracias, señorita, ahora regrese a su casa e intente tranquilizarse —dijo el agente con una agradable sonrisa, pero Cintia todavía no había terminado su historia; todavía había algo más.
—Espere agente, hay algo más: en el piso de arriba, justo en el dormitorio de matrimonio, se encuentra la señora de la casa, también muerta…
El agente abrió de par en par los ojos en señal de sorpresa y entonces preguntó:
—Pero, señorita, ¿por qué no nos lo ha dicho cuando nos ha llamado?
—Agente, verá, cuando colgué el teléfono fue cuando la vi, debajo de la cama, mirándome fijamente…
—Está bien —la cortó de inmediato el agente al comprender la situación por la que estaba pasando—, voy a realizar unas llamadas para que vengan inmediatamente los médicos forenses y demás. Ahora sí, por favor, váyase a casa y ya nos pondremos en contacto con usted para que pueda darnos más detalles e información, ¿de acuerdo?
Capítulo 2
EMPIEZA EL JUEGO
Esa mesa era digna de un buen rey; todo se encontraba perfectamente colocado, no faltaba ni el más mínimo detalle: una relajada y armoniosa decoración con bonitas velas perfumadas color rosa púrpura, unas servilletas de papel, pero, eso sí, con muy buen estilo; platos suculentos preparados para el aperitivo y una botella del mejor vino tinto de la zona con el que Juanra intentaría animar a Cintia. Eran las nueve y media de la noche de ese mismo día en el que ella había encontrado los cadáveres de sus vecinos. Como era de esperar, no se encontraba con ánimos ni ganas de pasar una bonita o lo que podría ser una encantadora noche medio romántica acompañada de su gran amigo. Pensó seriamente en llamarlo para anular la cita, pues en su cabeza solo lograba visualizar imágenes de cuerpos sin vida, pero una vocecilla dentro de su ser parecía gritarle que cenara con él; aparentemente, no le parecía buena idea pasar esa noche sola justo al lado de donde se habían cometido un par de crímenes. Por otro lado, Juanra, se encontraba entusiasmado con su cita con Cintia: llevaba tanto tiempo amándola en silencio que esa noche podía ser por fin la que tantas veces había soñado declarándose a ella y probando sus labios.
—Juanra, te agradezco todo el esfuerzo que has hecho elaborando una cena tan exquisita, pero no puedo quitarme de la cabeza la imagen de Juan y Mónica… —Los suculentos platos que había elaborado para ella se encontraban casi intactos: Cintia apenas había probado bocado; ni tan siquiera los cogollos de lechuga con ajos fritos que tanto le gustaban habían servido para abrirle el apetito.
—Cintia, comprendo que lo que has pasado hoy ha tenido que ser horrible y es muy normal que te encuentres tan baja de moral, pero para eso están los amigos, ¿no? Para intentar que desconectes un poco del tema y te encuentres mejor.
Ella dejó caer suavemente el tenedor que sostenía en la mano y se echó hacia atrás, descansando la espalda en el respaldo de su silla.
—Juanra, llevo dándole vueltas a una cosa toda la mañana. —Parecía que sus ojos comenzaban a brillar.
—Soy todo oídos. —Se cogió las orejas como demostración de ello.
—¿Quién ha podido cometer un acto así? La policía me ha realizado tantas preguntas esta tarde que ya no sé ni lo que les he contado. ¿Y si piensan que he sido yo?
—¿Estás loca? —contestó Juanra levantando la barbilla y abriendo sus ojos—. ¿Tú? ¿Por qué te van a acusar a ti? Demasiado has hecho con ser la persona que se encontró con ese panorama. Por cierto, ¿por qué entraste en la casa?
Se levantó bruscamente de su asiento con manos temblorosas.
—¿Por qué me haces esa pregunta? ¿Me estás acusando de algo? —Sus ojos dejaron de brillar para volverse de un tono rojizo amenazante.
—¡Vamos! ¿Cómo puedes pensar eso? Solo te he hecho una pregunta muy normal. ¡Para nada pienso que tengas algo que ver!
Cintia volvió a sentarse y dio un fuerte suspiro; entonces sus ojos volvieron a brillar para romper a llorar y, entre sollozos, se disculpó:
—Lo siento, Juanra, perdóname, por favor. He pasado por una terrible experiencia, además de los agobios por parte de la policía… Preguntas y más preguntas: «¿Qué hacía usted en la casa, señorita Cintia? ¿Cómo es que después de llamarnos encontró el otro cadáver? ¿Qué hacía exactamente en el piso de arriba?». Preguntas y más preguntas, pregunta sobre pregunta, una y otra y otra; ¡así hasta que casi me vuelvo loca, joder!
Él se levantó y la abrazó con fuerza. Luego, dándole la mano, la condujo hasta el sofá que se encontraba en el salón.
—Tranquila, imagino que tendrás que pasar unos días malos, pero puedes estar segura de que yo voy a estar a tu lado para todo lo que necesites. Te lo prometo.
Las palabras de consuelo de él casi tocaron las mejillas de Cintia. Se encontraban tan cerca, sus caras, sus ojos, sus labios; que sintió un gran deseo de besarla, pero entonces ella bajó la mirada.
—Gracias, tú sí que eres un amigo, menos mal que te tengo a ti. Qué sería de mí sin ti… No tengo a nadie más.
Un par de lágrimas cayeron por sus mejillas a la velocidad de la luz, estrellándose al fin en una de las manos de Juanra, que al mismo tiempo sostenía amablemente las de Cintia. En ese preciso momento, sintió pena y unas tremendas ganas de desahogarse con su amigo; lo necesitaba.
—¿Qué pasa con tu familia? ¿No tienes ya ningún tipo de relación con ninguno de ellos? ¿Con tus padres? —Juanra apretó con fuerza las manos de ella cuando formuló esas preguntas incómodas.
Cintia comprendió que ese era el mejor momento para sincerarse con alguien y así poder calmar su pena: había tenido una infancia algo diferente con su familia. Hasta la muerte de su hermano todo era muy normal, pero justo después las cosas fueron cambiando para peor, sobre todo en su cabeza.
—Mis padres se marcharon hace muchos años al pueblo para dedicarse en cuerpo y alma al cuidado de mis abuelos maternos: mi abuela María no podía valerse por ella misma para casi nada y el abuelo cada vez se encontraba más torpe. Después de acabar mi carrera, tuve la suerte de encontrar trabajo rápidamente en el periódico; yo no podía ni estaba dispuesta a abandonar esta gran oportunidad para marcharme con ellos al pueblo, así que me quedé aquí en su casa, en mi casa de siempre, donde me he criado y he crecido. Por otro lado, se encuentra mi hermana Amanda: prácticamente no sé nada de ella desde que mis padres se marcharon y es casi de risa porque vive aquí en la ciudad junto con su marido y sus dos hijos. Creo que la última vez que mantuve una conversación con ella fue en el bautizo de su segundo hijo, de Gabriel; de eso hace ya tres años y pico.
Juanra se marchó a la cocina y volvió con un vaso de güisqui para él y otro para ella. Parece ser que la cena romántica que él había pensado pasar se había convertido en otra muy diferente: la idea de declararle su amor se había esfumado de su mente y ahora tocaba hacer el papel del buen amigo que sabe escuchar; pero no le importaba en absoluto, pues simplemente el poder estar