Crimen dormido. Vanessa Torres Ortiz

Crimen dormido - Vanessa Torres Ortiz


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que le pertenecía. Solo con verlo allí escribiendo como un loco en su ordenador, aporreando a tres mil pulsaciones por minuto al teclado, ¡sintió deseos de estrangularlo allí mismo! Inmediatamente pensó que algo tenía que hacer al respecto y matarlo no era la solución, pero intentar embaucarlo para enterarse de lo que estaba escribiendo sí.

      El escritorio de Daniel se encontraba repleto de papeles: no cabía un alfiler. El ordenador parecía que iba a explotar de un momento a otro a causa de la rapidez con la que el muchacho escribía en él. Él era un joven de la misma edad que Cintia, de estatura media, delgado, bien uniformado con pantalón chino, camisa y mocasines, y siempre se dejaba ver muy bien peinado, con demasiada gomina tal vez. Sus ojos castaños eran grandes pero cautelosos y su imagen era de antipático, arrogante y tremendamente creído; era de esas personas que no suele tener muchos amigos posiblemente debido a su carácter. Le gustaba caminar siempre al lado del jefe para ver que podía «pillar». En resumidas cuentas, era una persona difícil de llevar y al que Cintia no podía ni ver, más aún sabiendo en qué se encontraba trabajando. Cintia tenía que hacer algo de provecho con él y, aunque no se sentía con ganas de establecer conversación con dicho personaje, cierto era que estaba dispuesta a todo con tal de poder sacar algún tipo de información sobre el caso de su hermano. Se aproximó todo lo que pudo hasta llegar a sentir la dura madera del escritorio en su vientre. Se agachó ligeramente hasta permanecer delante de su rostro y entonces, con una linda sonrisa picarona, le habló:

      —Hola, Daniel.

      El joven levantó la mirada fulminantemente, pues se encontraba tan ensimismado aporreando el teclado de su ordenador que no se había percatado de la presencia de ella.

      —Hola, ¿deseas algo? —preguntó algo extrañado por la visita de la joven.

      —Pues ya que lo preguntas… Sí, me interesa saber cómo llevas el artículo. ¿Has conseguido información sobre el asesinato de esa chica?

      —¿Qué? ¡Bah! —Soltó una pequeña carcajada mientras miraba a Cintia a los ojos—. ¿Que estás interesada en mi artículo? —Continuaba, y se agarró la barriga como consecuencia de la risa.

      Los ojos de Cintia parecían llenarse de sangre además de un odio profundo hacia la persona que tenía delante. Sentía verdaderas náuseas por las carcajadas de su compañero, pero eso no se iba a quedar así; se acercó todavía más a su cara casi pudiendo tocar su delgada nariz con la suya y entonces masculló entre dientes:

      —Verás, Daniel, estás trabajando en un artículo que realmente me pertenecía a mí. Esta noticia me toca muy de cerca, mucho más de lo que te puedas imaginar, así que te pediría, por favor, que contaras conmigo para mantenerme informada sobre lo que estés escribiendo e investigando. ¿Te ha quedado claro, guapo?

      Se echó hacia atrás verdaderamente sorprendido por las formas y las palabras que estaba recibiendo por parte de su compañera de trabajo, pero todavía no era capaz de comprender por qué debía él proporcionarle a ella tal información sobre su artículo.

      —Cintia, espera un momento, ¿de verdad crees que te voy a contar sobre lo que estoy escribiendo? ¡Estás loca!

      Ella se sentó a su lado y volviéndose a acercar a su rostro le dijo:

      —Daniel, te lo pido como un favor personal. Verás, como te he dicho, este tema me toca muy de cerca: Jenny, la chica asesinada sobre la que estás investigando, era la novia de mi hermano, ¿comprendes? ¿Comprendes mis ganas de saber?

      Daniel se quedó impresionado con la nueva información que le estaba proporcionando Cintia así, gratuitamente, pero no pudo decirle que no, más bien todo lo contrario: le prometió que la mantendría informada. Por ahora no había escrito nada nuevo que ella no conociese ya, pero se lo prometió, eso sí, solo a ella; no estaba dispuesto a que nadie le arrebatara su artículo.

      Cintia continuó su trayecto hasta el cuarto de baño, pues se encontraba satisfecha por la sangre fría y el temperamento con el que había acorralado a ese cretino; sonreía bien contenta: tenía que enterarse lo antes posible de lo que le ocurrió a Jenny y así poder averiguar si sus sospechas sobre la muerte de su hermano eran ciertas.

      Tomó la ducha con otro ánimo; un ánimo mucho más bueno que el que había reinado en ella anteriormente. Esa noche iría a tomar unas copas con su amigo Juanra y cierto era que se encontraba rebosante de ganas. El agua caliente acariciaba su cuerpo repleto de espuma mientras escuchaba de fondo Where have you been de Rihanna en su vieja radio. Terminada su ducha, cogió su ya olvidado secador y su plancha de pelo: esa noche le apetecía estar guapa y estaba dispuesta a desconectar de todo porque quería volver a ser la Cintia de antes, la misma chica que tantas veces lo había pasado bien saliendo con su amigo de fiesta. Abrió la puerta del armario de su dormitorio con gran ímpetu y optó por elegir una falda negra bastante corta que se había comprado para una Nochebuena a pesar de que sus navidades las solía pasar sola o en alguna ocasión había sido invitada para cenar en casa de Juanra; cierto era que, si no fuese por él, su vida sí sería un verdadero zulo de penumbra, oscuridad y, por supuesto, soledad. Tales pensamientos le hicieron plantearse la idea de que pudiera surgir algo más en su relación con él. Continuó vistiéndose con una dulce sonrisa en sus labios: camisa blanca, zapatos de tacón negros y pendientes de plata que curiosamente le había regalo el mismo Juanra para uno de sus cumpleaños. ¿Sería que la vida le había estado enviando señales sobre él y ella nunca se había parado a contemplarlas? Por último, se arregló el rostro. Encontró un tubo de maquillaje perdido desde hacía tiempo; lo abrió previamente para comprobar que se encontraba en buen estado y así era: parecía que la suerte estaba de su lado esa noche. Sombra de ojos color plata, lápiz de ojos, máscara de pestañas color negro noche y el toque final, el más importante… «¿Cuál es el color de labios que siempre triunfa?», se decía ella. «El rojo».

      Bajó las escaleras hasta encontrarse en la primera planta de su casa; allí se dio el último repaso ante el espejo que tenía en el recibidor. Parecía una reina: hacía tanto tiempo que no se arreglaba que no recordaba que ella también era una mujer muy guapa; su pelo suelto la hacía brillar en aquella casa. Abrió uno de los cajones del mueble del aseo donde encontró el perfume que había usado durante toda su existencia, Le main blanche, un perfume parisino que compró en un viaje que realizó a la capital francesa hacía ya unos años con unas antiguas compañeras de universidad de las que, por cierto, desde entonces no había vuelto a saber nada. La vida tiene estas cosas: lo mismo que aparecen personas maravillosas durante su transcurso, desaparecen del mismo modo algún día.

      No había corrido tanto desde hacía ya un tiempo para una cita. Ella debería estar ya lista esperándolo, pero él tenía que lavarse los dientes más que por obligación, pues teniendo en cuenta que anteriormente había disfrutado cenando un suculento bocadillo de tortilla de patatas y teniendo el presentimiento de que esa noche podría ser más que mágica, desde luego era buena idea el cepillado dental antes de salir. Él también había puesto todas sus ganas en conseguir una buena apariencia: sus mejores pantalones vaqueros, su bonita camisa negra con minúsculas estrellitas blancas, sus botines preferidos y, por supuesto, su mejor perfume. Listo, rebuscó en su bolsillo las llaves de su Audi A4 y cerró la puerta de su casa inundando el recibidor de perfume.

      El corto camino que separaba su casa de la de Cintia lo recorrió pensando en ella: se veía besando sus labios como tantas veces lo había imaginado y soñado con los ojos abiertos. Cuando paró justo en la puerta de su casa, ella cerraba con llaves y, al verlo, corrió apresurada para subirse en el asiento del copiloto.

      —¡Guau! ¡Estás preciosa! —dijo Juanra llenando sus ojos de un brillo encantador.

      —Gracias, tú también estás muy guapo. —Se acomodó en el asiento y, cuando pasaron delante de la casa de sus difuntos vecinos, sintió un tremendo escalofrío. Todavía se encontraba amurallada con la cinta blanca y azul de la policía. Las imágenes de Juan y Mónica tirados en el suelo volvieron a su cerebro como instantáneas, pero no quiso impregnarse más de ellas y continuó conversando con Juanra—. ¡Qué bien cuidado que tienes el coche! Tengo que comprarme


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